VIVA LA REVOLUCION
(Por Ernesto Estévez Rams*, publicado en el blog de Iroel
Sánchez https://lapupilainsomne.wordpress.com/)
“Reivindico el espejismo
de intentar ser uno mismo”
Luis Eduardo Aute
Para la reciclada mentalidad
colonial criolla toda trascendencia es, no solo irrelevante, sino dañina. Al
fin y al cabo para ellos, el planeta, en toda su diversidad y riqueza, se
reduce a la hegemonía cultural norteamericana. Es la mentalidad de que “outside
is America”. Cómo esperar entonces que puedan reconocer trascendencia en la
cultura propia. Mucho menos reconocerle utilidad a la virtud y necesidad al
ideal emancipatorio. Como bien señala Luis Britto en El imperio contracultural:
del rock a la posmodernidad, “las bombas empiezan a caer cuando han fallado los
símbolos” (Luis Britto, Editorial arte y literatura, 2005) . En el caso de
Cuba, que ciertos sectores del poder imperial en EE.UU hayan decidido dejar de
insistir en las bombas, aunque reconocimiento al fracaso de la violencia física
para derrocar la Revolución, es también resultado de la certeza de que hoy
pueden lograr el mismo propósito con la violencia cultural.
La mejor arma de dominación
y conquista en la historia siempre ha sido la cultura. Originalmente llegada
después, o junto, a la conquista de las armas, acompañó al conquistador
español, con la cruz en la mano, a la larga mucho más efectiva para asegurar la
hegemonía que el arcabuz.
Una república frustrada,
resultado del encontronazo entre una nacionalidad cristalizada en la manigua
cubana por décadas de lucha y la intervención recolonizante de la potencia
imperial emergente de los EE.UU, no podía ser circunstancia social favorecedora
del desarrollo armónico de una cultura nacional. Todo el siglo XVIII y XIX fue
testimonio de un creciente sentido de cultura propia, pimero criolla y luego
cubana, que fue gradualmente abarcando todas sus dimensiones: artística,
literaria, científica. Más aún, ese sentido creciente de empeño intelectual propio
se forjó sobre la certeza de que una Cuba independiente sería no sólo condición
necesaria, sino suficiente, para el florecimiento de la cultura que sería base
de una sociedad educada en la virtud. Todo ello se frustró con la intervención
recolonizadora. Las consecuencias fueron terribles. Un complejo de inferioridad
social, civil e intelectual, sobre todo a partir de la segunda intervención
norteamericana, fue penetrando en todos los estamentos de la sociedad cubana.
La idea de que éramos
incapaces de valernos por nosotros mismos fue la premisa ideológica esgrimida
por los interventores y sus amanuenses locales, para justificar la colonización
desde el norte. Ese “complejo” en lo político fue trasladado a los demás
ámbitos sociales, incluyendo la cultura. La educación pública, cuando fue
promovida por los invasores, en particular por Magoon en la segunda
intervención, se hizo en buena medida como instrumento de penetración cultural
norteamericanizante. No sólo se introdujo en las escuelas el mantra de que la
independencia de Cuba era resultado del altruismo de los Estados Unidos de
América, sino además, que el futuro de Cuba estaba indisolublemente ligado a su
supeditación al vecino norteño. Lo peor no es la visión que de nosotros tenía
el interventor, sino que esa perspectiva penetró en no poca medida en la
sociedad insular, aupada por la medio burguesía nacional clientelar de las
migajas que dejaba el capitalista transnacional. Apareció la idea de que la
prosperidad entraba por el puerto o los aviones, desde los EE.UU, como la
tierra mítica del cuerno de la abundancia. Junto a ello, la convicción de
América como “continente vacío”, lo cual en la cultura afirmaba que siempre
seríamos provincianos, imitativos, atrasados y hasta patéticos.
Todo ello vino acompañado
del secuestro de los símbolos de la nacionalidad cubana, incubados
dolorosamente durante más de un siglo, primero de desarrollo criollo y luego
cubano e insurgente. La bandera era admirada como símbolo supremo y
demostración de que éramos una nación independiente. Pero la pomposa formalidad
oficial en su uso, era sólo un juego de máscaras. En un complejo, pero no menos
claro, propósito de engaño, los sucesivos gobiernos genuflexos pretendieron
hacer de la apropiación superficial de
la simbología de lo nacional, una manera de canalizar el irreductible ímpetu
patriótico hacia cauces de esterilidad no transformadora. La idea de que ya no
había nada que hacer en términos emancipatorios, que todo estaba hecho, era
parte del mensaje que se intentaba transmitir detrás del uso fatuo de la
bandera. Luego, y de manera creciente, sobre todo en la corrupción y decadencia
moral de los gobiernos auténticos hasta Batista, los símbolos patrios fueron
tornándose cada vez más en mercancía o promotores de mercancía. La
mercantilización de la vida en Cuba, especialmente en La Habana alcanzó nuevos
niveles. Con la promoción del negocio del turismo dirigido al ocio más banal y
degrandante, los símbolos nacionales no escaparon de la ola de relajo. La
televisión que comenzaba y el anuncio publicitario agregaron el uso de los
símbolos culturales de lo cubano como puro fetichismo promotor del consumo.
Todo valía en función de la ganancia, en especial de esquilmar al turista
norteamericano, ávido de engullir lo prohibido en su casa pero permitido en
nuestra tierra, cercana y a la vez éxotica, vista como paraiso de pecado y
excesos.
Sólo la Revolución,
culminación de un largo y azaroso proceso de regeneración nacional desde el
pueblo, puso fin a todo eso y recuperó como arma redentora de la nación los
símbolos de la patria. Redifinió su función de síntesis de todo lo que nos hace
distintos del otro, a la vez que nos une en función de un destino y propósito
común basado en lo socialmente emancipador. En ese último sentido, se da, solo
posible desde una revolución como la nuestra, que los símbolos de la
nacionalidad propia se tornan para nosotros mismos en recordatorio de lo
universalizador de nuestra gesta. La bandera no es plasmación simbólica de
chovinismo o arrogancia imperial, superioridad cultural, fetichismo consumista,
sino recordación de un deber de justicia social y humildad, que va más allá de
la geografía nacional para estar en todo rincón del planeta donde haya un
revolucionario cubano o no que lleve por dentro la enseña de la isla redentora.
La bandera ahora acompaña la
firma de la reforma agraria, al alfabetizador lo mismo en el campo cubano que
en el nicaraguense, en el angolano, en el venezolano; al pueblo soldado lo
mismo en Girón que en Bolivia, Argelia, el Congo, Angola, Etiopía; al médico lo
mismo en cualquier rincón del país que en Guatemala, Bolivia, Ecuador, Mozambique, Sudáfrica,
Sierra Leona; al deportista lo mismo en el Pedro Marrero o el Latinoamericano
que en San Juan, Montreal, Moscú, Madrid, Atenas, Londres.
Toda esa historia viene a la
mente al ver la triste manera en que se usó la bandera sobre el cuerpo de
bailarinas para recibir al primer crucero norteamericano llegado a Cuba desde
hace mucho tiempo.
Pero más allá de lo
anecdótico del hecho en sí, lo que debe llevarnos a reflexionar es, en que
medida este suceso es reflejo de un mal más profundo, que silenciosamente hemos
ido incubando desde adentro y hoy se siente con suficiente fuerza para mostrar
la cara. Perfumes con nombres de Celia, Alejandro, Chávez o el Che; una
proliferación en establecimientos de venta en divisas o del sector turístico,
de modelos de publicidad que recuerdan esos empeños de asociar los símbolos de
lo cubano con la mercantilización y la mercachiflería. Ninguno de esos ejemplos
nacieron huérfanos, fueron diseñados, aprobados o aceptados por personas con
poder de decisión empresarial, administrativa o política. Son reflejo de la
emergencia de actores sociales con importantes lagunas culturales e históricas,
que los conducen a no rebasar en la apropiación de la simbología nacional, su
dimensión utilitaria mas pueril. La realidad demuestra que las carencias
culturales en el plano de los valores que defiende la Revolución, no se quedan
vacías, son llenadas consciente o inconscientemente por una simbología ajena y
contrapuesta a esos mismos valores. Y en el contexto cubano, las lagunas no
conquistadas por la cultura revolucionaria, son llenadas con aguas recicladas
del neoautonomismo o el neoanexionismo.
Conceptualizado por el Che
en “El hombre y el socialismo en Cuba” y desarrollado por otros como Alfredo
Guevara, la Revolución necesita del revolucionario “difícil”, contestatario y a
la vez, fiel en la médula y culto en la expresión más cabal del término, para
que su rebeldía resulte cósmica y no la del aldeano ignorante del gigante de
siete leguas. El peor enemigo de la Revolución es la entronización de la
mediocridad en los espacios de decisión política, administrativa, económica.
Personas sin sentido del titanaje universalizador que Fidel de manera
permanente le confirió a la Revolución. Debemos negarnos a aceptar que el
destino de la Revolución más grande del tercer mundo sea el naufragio en las
costas de lo culturalmente estéril.
En demasiadas ocasiones se
promueve a personas a espacios de decisión que desconfían de la mirada culta,
de la necesidad de la reflexion pausada, del espacio para el pensamiento. A
ello no escapa la seleccion de los que dirigen entidades económicas, políticas,
educativas o culturales con casi nula cultura y poco sentido del diálogo,
resultado de la incomprensión de la complejidad social actual. La busqueda del
buen administrador capaz de atenerse a una disciplina, no niega la necesidad
del dirigente capaz y culto que logra conducir procesos complejos y diseñar e
implementar respuestas adecuadas, frutos de su pensamiento. Si promovemos la
incultura, no podemos luego escandalizamos cuando se le ocurre diseñar o
aprobar manifestaciones vulgares y sietemesinas de identidad nacional o de lo
revolucionario.
Debemos entender además que
la lucha contra la corrupción económica comienza en primer lugar por una
batalla contra la corrupción cultural. Por la incultura entra la vanidad de
creer que el “sacrificio” de dirigir te hace merecedor de privilegios. Por la
incultura entra el afán desmedido de lucro, de poseer bienes materiales como
fin primero de la actividad humana.
Tenemos un problema serio en
la degradación de lo político, lo histórico y lo ideológico como símbolo
cultural en todos los grupos etáreos de nuestra sociedad. El neoautonomismo y
neoanexionismo que nunca murió, sino buscó refugio durante décadas fuera del
país, hoy siente que comienza a llegar su hora. La hora de su ofensiva
cultural, con la reescritura de la historia, la invocación de la nostalgia, con
el desenterrar de la mentalidad de inutilidad nacional, del fatalismo frente a
la hegemonía norteamericana. Y siente que las condiciones están dadas para que
esa ofensiva se haga desde adentro de manera tal, que toda resistencia sea
inútil. Hoy, los revolucionarios no estamos llevando la iniciativa, estamos
cediendo terreno en el imaginario social, solo hay que salir a la calle para
darnos cuenta. En esta guerra cultural, cada espacio que es tomado por la
incultura colonizante, es una trinchera que abandonamos para ser ocupada por el
enemigo. A ello contribuye, cada vez que la entronización del silencio es la
respuesta pública a los cuestionamientos argumentados.
El silencio tiene extrañas
maneras de aullar las ausencias.
Algunos decisores nuestros
creen revolucionaria la práctica de imitar a Dorian Gray y creen necesario
mostrar al público una falsa belleza, a sabiendas de que detrás de la puerta,
un cuadro más real refleja las cicatrices necesarias o no, de la práctica de la
autoridad. Frente a la pretensión enemiga de mostrar una imagen falsificada del
ejercicio del poder revolucionario por más de cinco décadas, no hay mejor
respuesta que no sentir angustia de enseñar el curtido rostro del veterano combatiente
y estar dispuesto a debatir cada una de sus marcas, erradas o no, todas
testigos de su entrega heroica. Al fin y al cabo, no serán esas las últimas
huellas en su tesitura: la Revolución estará viva mientras su rostro siga
reflejando el paso del tiempo.
En la etapa actual de la
Revolución, la batalla por el triunfo se plantea contra tirios y troyanos:
tanto hacia afuera contra las fuerzas imperialistas, como hacia dentro contra
los representantes de la incultura estéril y colonizada. La primera se seguirá
oponiendo a la trascendencia de la Revolución cubana con todas sus fuerzas, la
segunda no entiende qué es trascender. Ambas batallas no pueden ni deben ser
eludidas. No olvidemos las enseñazas de la historia, fue esa costra inculta la
que traicionó a la Unión Soviética cuando esta se constituyó en freno a su
desmedida ambición aldeana.
Hemos ido incubando durante
años una pequeña protoburguesía propia, heredera de aquella clientelar con alma
enana. Hoy ella siente menos verguenza en mostrarse públicamente posando para
fotos en pasarelas de modas importadas y excluyentes, frecuentando espacios
sociales hechos exclusivos a razón de su carácter económicamente inalcanzable
para el resto. Rescatando para si y sus familias modos de vida consumistas y vacíos.
Promoviendo su incultura elitista, su imagen de éxito, creando sus propias
tribus sociales.
Viendo los procesos de
desmerengamiento del socialismo europeo, la pregunta sobre cuándo la
protoburguesía emergente toma conciencia de si misma como clase y busca aliarse
con la burocracia no ha sido contestada. Preguntas como esa no sólo son
importantes como curiosidad académica, son esenciales para abortar amenazas y
conjurar peligros a tiempo. Hay que trascender lo descriptivo en los estudios
sobre el fracaso del socialismo europeo, en particular el soviético, y ahondar
para lograr periodizar, descubrir dinámicas, entender cómo se comporta el
tiempo como variable social. Otras muchas preguntas de la misma índole y
mirando hacia nosotros mismos esperan respuestas.
Estamos viendo en el país el
paso de una forma participativa pero centralizada y verticalmente estructurada
de democracia, a otras formas participativas desde lo individual y donde la
centralizacion vertical se debilita necesariamente y en ciertas áreas pasa a
ser irrelevante. El fenómeno, con todas sus aristas es sencillamente el
resultado objetivo de un decursar social determinado.
Hay que entender que las
consecuencias de ese proceso de paso a formas democráticas, igualmente
participativas pero no verticales, de toma de decisiones, ha abierto la puerta
a cambios importantes en las dinámicas políticas y sociales. La pretensión de
imponer el silencio social a opiniones contrarias es hoy irrealista. No ya la
opinión minoritaria, sino incluso la opinión éticamente rechazable (léase en
ello, por ejemplo, puntos de vistas misóginos, machistas, racistas y hasta
neofacistas) puede lograr y logran transmitirse por el carácter descentralizado
de los mecanismos digitales de divulgación.
Estos fenómenos conducen igualmente a la desjerarquización de la
información y los medios. Si en la opinión pública, la veracidad y calidad de
una información se daba no sólo por su presencia en los canales aprobados como
la radio y la televisión, sino además por la ausencia social de la “otra”
información, hoy, en buena medida, una información no se califica de calidad
solo por su presencia en los medios oficiales (por el contrario, para ciertos
sectores sociales, la presencia de una información en medios oficiales la hace de
por sí sospechosa). Los medios de comunicación
hasta ayer considerados marginales, cada vez se vuelven más centrales.
Las consecuencias de todo esto aún no las apreciamos en todo su alcance.
El enemigo, en su guerra de
símbolos, apuesta a nuestra lentitud en reaccionar frente a las nuevas
dinámicas. Ellas, siendo irreversibles, le plantean a las ciencias sociales,
como sustento de las decisiones políticas, retos en sus investigaciones básicas
o fundamentales. Es evidente que la supervivencia de nuestro proyecto social
pasa por encontrar formas de estructurar, dentro de las relaciones de
producción socialista, una superstructura que asimile estas formas
participativas no verticales, como formas también fundamentales de una
democracia realmente desterradora de la enajenación humana. Alienación que aún
se da en buena medida en nuestra sociedad por ser heredada en primer lugar de
las prácticas del ejercicio del poder en el capitalismo, pero también
fertilizadas desde nuestras propias carencias actuales.
Carencias culturales tenemos
en muchos ámbitos esenciales de la sociedad. Estas carencias conducen, en
ocasiones, por ejemplo, al mimetismo en nuestra televisión, radio y medios
digitales de lo que vemos realizado por los centros de poder imperial
capitalista y su industria de producción de símbolos. Si la televisión
bombardea desde los productos televisivos norteamericanos, la imagen de la
bandera imperial, por qué nos asombra que prolifere su uso en la población. No
hay espacio televisivo norteamericano, sea seriado o fílmico, que no muestre en
reiteradas ocasiones la bandera de las barras y las estrellas como símbolo
poderoso de superioridad cultural. Ello, además, provoca la reacción errada de
creer que la respuesta a esa invasión es usar las mismas armas culturales para
promover la nuestra. No se dan batallas en el terreno escogido por el enemigo,
es estratégico crear nuestros propios escenarios de guerra y obligarlos a
pelear en ese espacio, así hemos llegado hasta aqui.
Todo mimetismo cultural por
definición es colonial.
No hay revoluciones por
revoluciones, como espejo del arte por el arte. La belleza en este caso no es
fin en si misma, sino resultado de un propósito social emancipador. Las
revoluciones, como el verdadero arte, no tienen que ser bonitas, tienen que ser
liberadoras, en eso estriba su belleza. Si un Degas elitista podía preguntarse
retóricamente, que el colmo sería que el arte se hiciera para ser mostrado, las
revoluciones no pueden darse ese lujo. Las revoluciones se hacen con todos y para
el bien de todos, son por tanto, bien público.
La Revolución vale más que
todas nuestras vanidades y egos, que pueden llegar a ser muy grandes.
Más allá del análisis de
nuestros errores pasados y recientes, o su falsa contraparte, en el halago
empalagoso y el abuso de lo hagiográfico, ejercicios ambos que pueden tornarse
en un regodeo enfermizo para unos y una agenda deliberada para otros, los cubanos
debemos entender que esta es la Revolución que tenemos, no hay otra y no habrá
otra. Si esta perece, nuestras generaciones y las que están por venir en un
buen tiempo, no tendrán una segunda oportunidad de construir una utopía
realizable. Es por ello que esta es la Revolución que debemos defender y que
tenemos el deber de defender. Defenderla desde la cultura en todos los
ámbitos. Pero debemos entender que
defenderla, no es defender nuestras manquedades en nombre de ella, sino por el
contrario, desterrar las manquedades que, secuestrando su nombre, se esconden a
la vista de todos. Entender que es desde ese accionar permanente de
emancipación, justicia social y carácter universalizador que tiene sentido un
socialismo próspero y sostenible por el que siga valiendo la pena gritar: ¡Viva
la Revolución !
(*Miembro de la Academia de
Ciencias de Cuba)
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