Viaje a la Luna

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Una memoria a mis antepasados, a mis vivencias...unos versos de futuro.

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martes, 30 de mayo de 2023

LO QUE CALLA MILEI, “EL LIBERAL”

Milei quiere dolarizar la Argentina, se desgañita gritando a los cuatro vientos que una política liberal en todos los aspectos humanos llevaría el progreso a la Argentina, incluyendo que usted “libremente” venda el órgano que no “necesita” y que por supuesto el santo mercado le pondrá un precio “justo” a su transacción.

El Liberal de Milei, quiere abrir las fronteras “económicas” del país, la industria nacional se vería beneficiada con esa apertura dice, pues en una “sana competencia” con sus pares del extranjero, quedaran en el camino las menos beneficiosas y las otras adquirirán la gimnasia de competir en un “libre mercado” y se superaran a si misma, todo para finalmente complacer al consumidor argentino que encontrara productos y servicios de mejor calidad.

Sin embargo Milei esconde un pedazo de la historia que bien relata Ha-Joon Chang en su libro “23 cosas que no te cuentan sobre el Capitalismo” y que echa por tierra toda la parafernalia que vende El Leon Liberal. En un hecho tan simple como describiendo quienes eran realmente las figuras que aparecen en los billetes verdes que tanto apasionan a Milei y también a una buena parte de los argentinos, siendo completamente sinceros, el autor describe lo que Milei calla.

Hay un pasaje esclarecedor en ese libro que se titula “Los Presidentes Muertos no hablan” y que dejo a continuación:

Algunos estadounidenses llaman a sus billetes «presidentes muertos», lo cual no es del todo exacto; no porque no estén todos muertos, sino porque no todos los políticos cuyo retrato adorna los billetes fueron presidentes de Estados Unidos.

Benjamin Franklin, que aparece en el papel moneda más famoso de la historia humana, el de cien dólares, nunca fue presidente, aunque podría haberlo sido; era el de mayor edad de entre los Padres Fundadores, y bien puede decirse que el político más venerado del país que acababa de nacer. Aunque la avanzada edad de Franklin, y la talla política de George Washington, impidieran que el primero se presentase como candidato a la primera presidencia del país en 1789, nadie más podría haberle disputado el cargo a Washington.

La verdadera sorpresa que depara el panteón de presidentes del billete verde es Alexander Hamilton, retratado en el de diez. Hamilton coincide con Franklin en no haber presidido jamás el país; la diferencia con Franklin, cuya biografía ya es una leyenda nacional, es que… pues que no era Franklin, sino un mero secretario del Tesoro, aunque eso sí, el primero. ¿Qué hace entre los presidentes?

La presencia de Hamilton se debe a que fue el arquitecto del moderno sistema económico de Estados Unidos, aunque la mayoría de los norteamericanos no lo sepan. Dos años después de que en 1789 le nombrasen secretario del Tesoro a la edad escandalosamente joven de treinta y tres años, presentó al Congreso el Informe sobre el tema de las manufacturas, en el que perfila la estrategia de desarrollo económico del joven país. En este texto, Hamilton sostiene que «las industrias nacientes», como las estadounidenses, deben ser protegidas y cuidadas por el gobierno hasta poder valerse por sí solas. El informe de Hamilton no habla solo de proteccionismo; también defiende la inversión pública en infraestructuras (como los canales), el desarrollo del sistema bancario y el fomento de un mercado de deuda pública, pero el proteccionismo era crucial dentro de su estrategia. Teniendo en cuenta sus ideas, si hoy en día fuera ministro de Economía de un país en vías de desarrollo habría recibido fuertes críticas del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, por hereje. Hasta es posible que el FMI y el Banco Mundial hubiesen negado un préstamo a su país.

Lo interesante, sin embargo, es que Hamilton no era un caso único. Todos los otros «presidentes muertos» habrían incurrido en los mismos reproches del Tesoro, del FMI, del Banco Mundial y de otros defensores actuales de la fe en el libre mercado.

El billete de un dólar lleva la efigie del primer presidente, George Washington, que en su ceremonia de investidura insistió en llevar ropa norteamericana (tejida especialmente para la ocasión en Connecticut), no británica, que era de mayor calidad. Hoy en día infringiría la norma de transparencia en las adquisiciones del gobierno que propugna la OMC. No olvidemos, por otro lado, que fue Washington quien nombró secretario del Tesoro a Hamilton, con pleno conocimiento de sus ideas sobre política económica, puesto que Hamilton fue ayuda de campo de Washington durante la guerra de Independencia y su más estrecho aliado político tras ella.

En el billete de cinco dólares tenemos a Abraham Lincoln, proteccionista de sobra conocido, que durante la guerra de Secesión elevó los aranceles a sus máximos históricos. En el de cincuenta figura Ulysses Grant, el héroe de la guerra de Secesión convertido en presidente, que en cierta ocasión, desafiando la presión británica para que Estados Unidos adoptase el libre comercio, comentó que «dentro de doscientos años, cuando América haya sacado de la protección cuanto puede ofrecer, también adoptará el libre comercio».

Pese a no compartir la doctrina de Hamilton sobre la industria naciente, Benjamin Franklin tenía otra razón para insistir en la adopción de aranceles elevados: por aquel entonces, la existencia de tierras casi libres en Estados Unidos hacía que los fabricantes norteamericanos tuvieran que ofrecer sueldos unas cuatro veces más altos que la media europea, puesto que, de lo contrario, los trabajadores se habrían ido a crear su propia granja (y no era una amenaza fútil, porque muchos ya venían de ser granjeros) (véase el capítulo 10). Por lo tanto, aducía Franklin, los fabricantes estadounidenses solo podrían sobrevivir si se les protegía de la competencia de unos salarios tan bajos como los europeos (lo que hoy en día recibe el nombre de «dumping social»). Es una lógica idéntica a la que usó Ross Perot, el multimillonario que entró en la política, para oponerse al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC o TLCAN) durante la campaña electoral de las presidenciales de 1992, y que el 18,9 por ciento de los votantes no tuvieron reparos en suscribir.

Bueno, dirás, pero seguro que Thomas Jefferson (el del billete, tan poco visto, de dos dólares) y Andrew Jackson (el de veinte), santos patronos del capitalismo estadounidense de libre mercado, pasarían el «test del Tesoro».

Aunque Thomas Jefferson estaba en contra del proteccionismo de Hamilton, también se oponía con firmeza a las patentes, de cuyo sistema era partidario el segundo. Según Jefferson, las ideas eran «como el aire», y en consecuencia no podían ser propiedad de nadie. Teniendo en cuenta el énfasis que ponen la mayoría de los economistas actuales que abogan por el libre mercado en la protección de las patentes y otros derechos de propiedad intelectuales, las ideas de Jefferson les habrían sentado como un tiro.

Pero ¿y Andrew Jackson, protector del «hombre de a pie» y conservador fiscal? (Pagó por primera vez en la historia todas las deudas del gobierno federal de Estados Unidos). Por desgracia para sus admiradores, ni siquiera él superaría el test. Con Jackson, los aranceles industriales medios se movían en torno al 35-40 por ciento. También destacó por su aversión a lo extranjero. En 1836, al cancelar la licencia al (segundo) Bank of the USA (semipúblico, con el 20 por ciento en manos del gobierno central), una de sus principales excusas fue que estaba en manos de demasiados inversores extranjeros (sobre todo británicos). ¿Cuánto era demasiado? Solo el 30 por ciento. Hoy en día, si el presidente de un país en vías de desarrollo cancelase la licencia a un banco por tener un 30 por ciento en manos norteamericanas, al Tesoro de Estados Unidos le daría un síncope.

Total, que decenas de millones de estadounidenses se pasan el día pagando el taxi y comprando bocadillos con un Hamilton o un Lincoln y recibiendo el cambio en Washingtons sin darse cuenta de que tan venerados políticos son unos proteccionistas espantosos, objeto predilecto de las iras de la mayoría de los informativos del país, tanto conservadores como liberales. En las páginas del Wall Street Journal, banqueros neoyorquinos y profesores universitarios de Chicago siembran sus artículos de reproches y críticas a las payasadas antiextranjeras del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sin darse cuenta de que mucho más antiextranjero que Chávez era el propio Andrew Jackson, con el que se compra este periódico en los quioscos.

Los presidentes muertos no hablan, pero si pudieran, dirían a los norteamericanos y al resto del mundo que las políticas que promueven hoy en día sus sucesores están en las antípodas de lo que hicieron ellos para convertir una economía agrícola de segunda, dependiente del trabajo de los esclavos, en la mayor potencia industrial del mundo.

 



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