EL
VALOR DE LA POESIA
(Por Enrique Foffani, publicado en
PAGINA12. De la abundante bibliografía sobre César Vallejo, el flamante libro
del crítico y docente Enrique Foffani, Vallejo y el dinero (publicado por la
editorial Cátedra Vallejo), pone el foco en un aspecto poco transitado en el
estudio de su obra: las relaciones entre poesía y dinero, en el marco de una
modernidad que aúna a Vallejo con Baudelaire, al escritor bajado de la sierra
con aquel que se afincó en París, capital del mundo. Aquí se publican algunos
fragmentos de este trabajo singular que viene a recolocar la figura siempre
atractiva de César Vallejo, el peruano universal, en la literatura
latinoamericana.)
Baudelaire y Vallejo son poetas-padres de los
poetas que les sucederán en la escritura de la poesía de sus lenguas. Son
poetas de formación católica: el francés hijo y el peruano nieto de sacerdotes
católicos. Son, además, poetas sin hijos, es decir, poetas que mantuvieron un
complejo vínculo con la temporalidad del futuro, ya que ambos se hallan, en
determinados periodos de sus vidas, y por motivos bien diferentes, preocupados
por las urgencias y las deudas del presente, por la miseria del ahora que se va
ahondando, por el vínculo angustioso que genera el dinero que siempre falta,
nunca alcanza y los hostiga a convertirse en poetas mendicantes de sus círculos
afectivos, el de los amigos o los parientes. Por eso, el dinero los sitúa en el
espacio de la ciudad y de un modo angustiante su falta o su ausencia funciona
como la máquina de hacer poemas con el lenguaje alienado de la prosa, según
Charles Baudelaire, que aun así le arranca el ritmo si no lírico el que
corresponde a los tiempos que corren y, según Vallejo, incorporando al discurso
de la poesía el dinero contante y sonante, una instancia que, entrañada en la
tradición secular americana del oro desde las crónicas de Indias y la poesía
barroca colonial, se retraduce a términos capitalistas. Por lo tanto, el dinero
no es sólo tema o motivo sino la compleja articulación retórica de principios
formales como un lúcido trabajo de las palabras y las posiciones ideológicas
pregnantes relativas a las diversas etapas del proyecto lírico desde los Poemas
juveniles a España, aparta de mí este cáliz. El dinero que no se posee
desestabiliza el verso y busca en la prosa la contundencia del valor ya no
semántico sino del valor adquisitivo: todo es cuestión de economía para el
poeta moderno. En Vallejo, la desestabilización del verso como capital de lo
sublime no es nunca aniquilado por el capitalismo: el sublime vallejiano
perdura porque es el férreo reaseguro de las energías emocionales, la fuerza de
las entrañas, el poder de lo orgánico, el cuerpo físico de la palabra.
Otra contigüidad inquietante en Vallejo es la
relación entre dolor y dinero. Hay un pasaje radical en su poética en el uso
del nombre propio, tal como ocurre en el poema en prosa “Voy a hablar de la
esperanza”. En esta composición hay un desplazamiento entre el nombrarse como
sujeto a través del nombre propio y el nombrarse tan solo como sujeto tácito,
como sujeto sin huella, sujeto a la des-subjetivación. Si la novedad de
Baudelaire es identificar al poeta con el hombre común y el precio, la pérdida
del aura, a diferencia del francés, Vallejo pierde el nombre propio para ser
uno más entre todos y uno menos al mismo tiempo: su huella es tan solo
desinencial; no se deja vacío al yo sino que se lo llena y se lo ocupa con una
subjetividad tácita. Es el ausente que deja rastros de sí en silencio. Pero
esta pérdida del nombre propio no es el proceso de un autodespojamiento sino la
condición misma del sujeto. Por eso la poesía de Vallejo es radical: para ser
poeta no basta con perder el aura, para serlo hay que llegar al extremo de no
serlo. Vallejo arroja la poesía por fuera de la poesía. Anticipa a Nicanor
Parra y también lo supera en su poética: no la antipoesía cuyo riesgo es caer
en la situación que la antipoesía se vuelva otra vez poesía, más bien lo que
propone Vallejo es la poesía llevada al límite de ya no ser poesía. Se acerca
bastante –y es otra vez Gutiérrez Girardot, ese lector monstruoso de la
literatura latinoamericana atravesada por el deseo crítico de cotejarla y
ponerla en relación de parigualdad con la poesía universal– a la propuesta
estética de Paul Celan cuando escribe que no encuentra diferencia entre
escribir un poema y un apretón de mano. Es en relación con las grandes ciudades
que a Vallejo le impele escribir poesía: poeta campesino en la ciudad como lo
definió el crítico colombiano recién nombrado o como escribió Thomas Merton:
“Toda su vida pensó y se expresó como un peruano de los Andes, aunque se hizo
un ‘cosmopolita’ entre los muchos otros poetas que vivían en medio de la pobreza
en la margen izquierda del Sena, a fines de los años veinte y principios de los
treinta”. El serrano en la ciudad es, como habremos de analizar, el núcleo de
la estructura enunciativa de su poesía, lo que Nicolás Rosa (1990) y a
propósito de Sarmiento, llamó “la topoelocutiva” que, en el espacio textual de
la lírica, se vuelve una nominación fundamental desde el momento en que el
género justamente genera una topografía recurrente compuesta de una familia de
espacios que se intersectan y se entrecruzan como conformación de una poética.
Sin embargo, es necesario enmendar, con todo respeto, la evaluación de Thomas
Merton para contraproponer que sí pensó y se expresó toda la vida como un
peruano de los Andes, pero incluso en el mismo Perú. Vallejo es el poeta
migrante, como lo fueron para la misma época, Valdelomar, Mariátegui, de manera
paradójica Martín Adán, un limeño autoemigrado en el Hospital Psiquiátrico de
Lima por propia decisión donde vivió por más de veinte años, o como décadas
después, lo fue José María Arguedas. La topoelocutiva lírica de Vallejo expresa
la experiencia del desgarro de la tensión sierra-ciudad: el topos de su
locución será siempre la ciudad y la sierra, el polo presente de la ausencia o
para decirlo con la lengua que se desgarra en la nostalgia de no estar allí
donde el sujeto sabe que es su lugar de pertenencia: la tonada andina que no
falla, las orejas del burro percibidas un domingo en París, el estar atento al
pie del Ande y ser “indio después del hombre y antes de él” (“Telúrica y
Magnética”); por tanto, son todas expresiones de un sujeto serrano que escribe
y trascribe tales percepciones en el ámbito de lo urbano. La escritura poética
lidia con esta condición de la enunciación al tiempo que es porosa con la
experiencia urbana en palimpsesto con la serrana.
La
escena contemporánea del dinero
Roland Barthes ha escrito uno de los ensayos
más penetrantes sobre el autor de La mujer pobre y, como suele ocurrir,
condensa su pensamiento en una frase, en un abigarrado núcleo de ideas, que
necesita ser desplegado para reconocer en él toda la potencialidad: “Para León
Bloy el dinero ha sido la gran única idea de toda su obra”. Hay una carta de
León Bloy dirigida a un amigo en enero de 1900 desde la ciudad protestante de
Kolding en Dinamarca que reúne todas las instancias desgraciadas que afectan a
los artistas en el capitalismo y que, de alguna manera, se hallan
indisolublemente cada una concatenada a la otra: la falta de dinero como la
experiencia dostoievskiana de «ofendidos y humillados»; su presencia constante
como el gran único tema o motivo de la literatura o la poesía; la mención de la
burguesía siempre desde la negatividad; y el cauce del capitalismo como
economía dineraria. Recordamos este fragmento epistolar de Bloy porque nos
parece la condensación del capitalismo tal como lo vivió Vallejo desde el
inicio de sus trabajos en el Perú hasta su situación en Europa. El dinero
resulta una comparecencia permanente que compele al sujeto a la posición de
reo, de alguien en falta, además de ser un sujeto de la falta. Como poetas
católicos, tanto Baudelaire como Vallejo ligan el dinero al pecado original y
el sentimiento de culpa se liga a la deuda; en un paisaje parecido a lo que
Kafka llamó el proceso, la situación del sujeto es siempre la del acorralado
por los acreedores, esos personajes que persiguen al deudor, queriendo obtener
el cobro pero en el mundo pedestre de lo real y no tanto en el mundo penitente
de la conciencia. Vallejo tendrá que apelar a diversos ardides para burlar la custodia
panóptica de los conserjes si quiere huir del hotel que no puede pagar.
Los poetas modernos que no tienen dinero se
vuelven sujetos insolventes y mendigos de sus amigos. Desde cierta perspectiva,
la lucidez de León Bloy es espeluznante: queda claro que la humillación de que
es objeto por carecer del dinero que necesita, le hace escribir cartas. No hay
otro recurso cuando se es pobre y se está bajo las garras del capitalismo que
dirigirse a los amigos para obtener la moneda que pueda resolver la situación.
En la modernidad del capitalismo hay que leer la escritura epistolar también
como la escritura-salvoconducto: cada carta se juega la última carta, esa que
te salva o te hunde para siempre. Se trata de la carta como la letra de cambio
y no sólo como el intercambio personal de esa comunicación a dúo. Letra de
cambio que liga la lettre (carta) con el dinero. Ante el callejón sin salida de
la pobreza extrema, la escritura de una carta puede advenir como otro
equivalente general. La aporía en la que se halla el sujeto pobre en la
economía capitalista convierte la carta en la posibilidad de un crédito a corto
o mediano plazo. O de un rescate financiero, siempre provisorio. En este
aspecto, la formación católica de Vallejo provee al dinero de un sentido providencial,
auténtico escándalo para el capitalismo canjear deuda económica por el plan
divino, una intangibilidad que necesita de la fe, es decir, del crédito y que
el evangelio imagina bajo la imagen de la añadidura y promete como cierto si se
busca el reino de dios y su justicia.
Por lo tanto, las cartas tienen el poder de
ser escritas para obtener a cambio el dinero que se necesita: ¿Y los poemas?
¿Cómo pueden obtener dinero con la poesía los poetas como Vallejo que viven en
la precariedad? ¿La poesía da dinero? Hans Magnus Enzensberger (1999) dice que
es el único género que refracta el valor dinero porque no entra en el mercado.
Los poetas y el dinero condensan una escena moderna que va más allá de la
bohemia y el dandismo porque se trata de una relación que puede llegar a tener
un matiz trágico: la poesía no obtiene dinero pero puede hablar de él, puede
incluirlo en el poema temática o retóricamente, someterlo a la ironía,
ejercitar su vida de paradoja, execrar su existencia de metal, practicar la burla
contra su poder, canjear drama personal e íntimo por una experiencia
conmiserativa, hacer de la falta de dinero una escena de ternura dedicada al
prójimo. Y todo eso y mucho más hace Vallejo con la carencia económica.
Es casi una obviedad acentuar el valor que
adquieren, a partir de la modernidad capitalista, los epistolarios de los
poetas, sobre todo cuando estos son pobres. ¿Puede pensarse que la poesía
necesita del epistolario para encontrar la consistencia corroborable de la
experiencia que el poema pierde para poder escribirse (inscribirse) como poema
o como espacio imaginario? Hay un exceso, y no nos estamos refiriendo sólo a la
plusvalía sino a las energías puestas en un trabajo cuyo rédito no es un medio
sino un fin en sí mismo. Es el valor de la poesía, la enorme potencia que se
genera en el interior de la lengua a través de un trabajo solo remunerado por
el talento de la creación. Si la escritura epistolar de los poetas en la
modernidad es intervenida por una fuerza que busca resistir el capitalismo solo
con la palabra como valor de cambio, la poesía en esa pelea parece asumir el
rol de David frente a Goliat. Lo sabemos: “las tretas del débil” no siempre
encuentran la derrota, como Josefina Ludmer leyó en las artimañas un poco
picarescas de Sor Juana –después de todo Juana de Asbaje era una criolla y como
toda criolla una pícara– en el modo artero de explotar el recurso de la falsa
modestia.
En Vallejo, tres siglos después, las tretas
del pícaro no pueden ser leídas por fuera del capitalismo. De allí que el
capital simbólico de la lengua poética emerja frecuentemente a través de la
ironía, como procedimiento y como gesto típicamente moderno, que pone de
manifiesto la conciencia crítica del sujeto. Como recurso, la ironía se dispone
a no abandonar ni por un instante la pelea verbal que entabla entre lo que dice
y lo que piensa, puesto que con tal de expresarlo todo y sabiendo de antemano
que le será imposible, se alía a veces con el sarcasmo, el cinismo y hasta la
parodia y, otras, cae rendido al fascinante juego de las palabras, que es la
única materia prima con la que cuenta para mostrar las ideas que anidan en el
fondo del pensamiento, al que intenta figurar. Los poetas hacen figurar el
pensamiento, por medio de los recursos retóricos y entonces, como le pasa a
Vallejo, a falta de recursos económicos, buenos son los recursos retóricos, aun
cuando el peruano, en cuestiones de poética, tuviera cierto recelo contra la
retórica.
Vallejo
en los años 60
A la luz de la publicación de la poesía
completa por Losada en 1949, cuya circulación reivindicaba con justicia la obra
todavía desconocida de Vallejo a nivel continental, la mayoría de los poetas de
fines de los 50 y de los 60 relacionaron la figura de poeta –que leen
obviamente a partir de sus particulares estéticas– con la pobreza, como un modo
de traducirla a la esfera de lo social, esto es, un modo de transferir esa
imagen a términos existenciales –incluso podríamos decir a términos
existencialistas– dada la presencia de Sartre en el campo intelectual
latinoamericano de los años 60. Por lo tanto, la lectura y recepción de Vallejo
por parte de los poetas del sesenta significaba una reconexión a la vanguardia,
no ciertamente con la histórica de los años 20 y 30, sino la que surgía de una
serie de acontecimientos históricos que no solo se circunscribía a la
Revolución Cubana sino que se expandía hacia otros episodios que desafiaban, al
poeta de cara a la Historia, tensionado entre la liberación que prometían las
revoluciones y la represión que ya se vislumbraba en el horizonte a mitad y,
más claramente, hacia finales de década.
La relación entre poesía y pobreza recubre en
la sociedad capitalista otra: la establecida entre poesía y dinero. Esta
sobreimpresión reside fundamentalmente en el modo de concebir la causa de la
pobreza material ya no como un factor psicológico (aquello de Paul Bourget
cuando afirma que se es pobre por falta de carácter) sino, en términos de la
Filosofía del dinero de Georg Simmel ya que la pobreza en la inflexión de una
economía dineraria como es el capitalismo es el resultado fehaciente de una
falta de dinero, pues la vida de las ciudades se organizan alrededor de la
mercancía, de las mercancías por antonomasia. Si las grandes ciudades, según
Simmel, son las sedes del dinero, vivir en ellas, habitarlas (y Vallejo vivió,
desde el momento que dejó la sierra peruana, siempre en las grandes ciudades:
Lima, París, Madrid, Moscú), implica depender de él, lección que ya Edgar Allan
Poe había sabido captar en su relato «El hombre de la multitud». El capitalismo
leído en el cuerpo humano podría ser una de las claves de la poesía de Vallejo:
desde una fisiología del poema, una poética orgánica, al ejercicio dandy de la
pobreza.
Para los poetas del sesenta, Vallejo aparecía
como una figura social alejada de los centros de poder que, pese al exilio,
mantiene con la lengua materna una relación tan íntima que la distancia
geográfica no vulnera el trabajo con la entonación latinoamericana: “¡Tánta
vida y jamás me falla la tonada!” –escribía el peruano desde París.
En consecuencia, para los poetas del sesenta
es evidente que Vallejo reúne en sí la imagen del poeta inmerso en la
experiencia social y al mismo tiempo en la poesía pura, como si pudiera aunar
al poeta comprometido con el defensor de la autonomía y desvinculado de todo
acto que no redunde en la concreción de la obra. Podríamos decir que se posicionan
en ese lugar típicamente vallejiano de los márgenes y al sesgo de las
instituciones. Para decirlo con palabras de Claudia Gilman en su notable libro
La pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América
Latina, el rol del poeta de cara a la sociedad se insertaba en el debate de
“los criterios normativos del arte y la relación entre los intelectuales y el
poder”, tal como podía leerse en el libro de Vallejo El arte y la revolución.
Pero Vallejo había defendido la autonomía del arte sin evadir el compromiso y
además contaba con la experiencia de pobreza que lo definía como un artista del
hambre, para parafrasear a Kafka, que supo poner al abrigo del capitalismo la
dignidad del escritor. Un compromiso que se situaba la margen de las
instituciones, en su condición de extranjero pero no de la injusticia ni de la
lucha contra el capitalismo o el fascismo durante la Guerra Civil
Española
Ya en la década del veinte y los treinta, las
reflexiones de Vallejo habían puesto en crisis las complejas relaciones entre
la poesía y la política y en uno de sus escritos de ese tiempo, aparecido
póstumamente en El arte y la revolución, había elegido nada menos que un poeta
como Mallarmé ligado a la poesía pura precisamente para dilucidar el arduo dilema
entre poesía y política que era lo que se debatía, justamente, en los sesenta:
“Mallarmé vivió en perpetua abstención política, neutral ante el flujo y
reflujo de los parlamentos y ausente de los comicios, asambleas y partidos
políticos. ¿Se colegirá de aquí que ‘La siesta de un fauno’ carece de espíritu
político y de sentido social? Evidentemente, no”. La respuesta contundente de
Vallejo apunta, entre otras cuestiones, a situar la experiencia del sujeto en
el espesor histórico del lenguaje, no sólo porque es allí donde se constituye
como tal en el acto de enunciación (el hablante deviene, por tanto, persona)
sino también porque es en el lenguaje donde el poeta encuentra su ligamen con
lo social ya que no depende tanto de los temas para volverse social porque este
estatuto es inherente a la lengua misma.