Viaje a la Luna

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jueves, 10 de noviembre de 2022

LA HIPERINFLACION DE 1989: Radiografía del País Posdictatorial
(Por Ricardo Aronskind
)



El primer hecho fundamental que debe ser resaltado es la insuficiencia de estudios históricos, económicos, políticos, sociales, culturales, sobre la hiperinflación de 1989. Es sorprendente que un hecho histórico absolutamente sobresaliente, infrecuente, pletórico de información y de sentidos sobre la sociedad de la que formamos parte haya sido desestimado en el mundo académico, no solo como objeto de estudio en sí mismo, sino como un episodio utilísimo para poder reconstruir la trayectoria de la Argentina posdictatorial.

Quizás la hiperinflación de 1989 diga más cosas sobre la sociedad argentina de las que sus diversos actores y fracciones quieran escuchar.

Quizás la academia haya perdido interés en el estudio de los grandes temas articuladores de la vida social, preocupada por estudiar en profundidad temas fragmentarios que luego nadie se ocupa de organizar ni aprovechar socialmente. Lo cierto es que un acontecimiento reciente, del cual aún se cuenta con mucha información tanto cuantitativa como cualitativa, cuyos principales protagonistas muchos están vivos, y cuya relevancia es indiscutible, no ha merecido el trabajo investigativo requerido dada su importancia.

El gobierno alfonsinista

Si bien no es éste el espacio para realizar un recorrido pormenorizado por los avatares de ese período político, es clave señalar algunos elementos contextuales. El alfonsinismo obtuvo una resonante victoria frente al peronismo y asumió en un contexto interno de fuerte conflictividad política y social, y en un escenario externo en el que los Estados Unidos y sus aliados europeos coincidieron en rechazar cualquier tipo de alivio a la abrumadora deuda externa latinoamericana, mientras se derrumbaban los precios internacionales de las commodities exportables por la región y se mantenían elevadísimas las tasas de interés definidas en los mercados de Nueva York y Londres –a las cuales estaba vinculado estrechamente el crecimiento de la deuda externa argentina, en cabeza del Estado nacional.

El gobierno radical intentó en su primer año obtener algún alivio en materia de endeudamiento externo buscando el apoyo de la socialdemocracia europea, y de otros gobiernos latinoamericanos de países fuertemente endeudados (especialmente Brasil y México). Pero en ambos casos no encontró ni apoyos ni aliados para encarar una negociación más dura con la banca acreedora. Ésta última contaba con el sólido respaldo del gobierno de Ronald Reagan y de los organismos financieros internacionales.

La situación interna de elevada inflación (cuya tasa oscilaba entre el 10 y 20 por ciento mensual) y bajo crecimiento no parecía manejable con los mismos instrumentos que se usaron en los gobiernos radicales de los años 60. Existía una fuerte oposición interna proveniente de sectores diversos (sindicatos, fuerzas armadas, Iglesia, grandes empresas, banca extranjera) y el gobierno temía por la gobernabilidad en la medida en que se conjugaran esos poderosos factores externos e internos para aprovechar una situación de caos económico que desplazara al gobierno.

Al cabo de unos cuantos meses el gobierno asumió que no podía lograr un alivio significativo a la pesadísima carga de la deuda externa, y que por lo tanto no podría eludir el pago de los cuantiosos intereses. Decidió entonces un fuerte cambio de rumbo. Aceptó las limitaciones implícitas en el cuadro de situación (la incapacidad estatal para liderar el crecimiento, la debilidad de la alianza con las capas medias y los medianos empresarios, la fragilidad de los valores democráticos en todos los estamentos sociales) y ensayó una redefinición de la alianza social que sustentaba al gobierno, tratando de involucrar a los grandes grupos empresariales nacionales en una “alianza entre la democracia y la producción” que buscaba un doble efecto: reforzar el débil compromiso democrático del gran empresariado y ofrecerle a este sector un esquema económico atractivo, que lo estimulara a emprender un sendero de inversión productiva.

El gobierno era consciente de que ni el Estado nacional ni las empresas públicas estaban en ese momento en condiciones de cumplir el rol histórico desarrollista que habían desempeñado en las décadas precedentes, como locomotoras del progreso nacional, dado que el pago de la deuda absorbía buena parte de los fondos disponibles para la inversión.

 El reemplazo del ministro de Economía Bernardo Grinspun, de orientación keynesiana, por Juan Vital Sourrouille, de orientación neoestructuralista, corporizó este cambio de estrategia, apostando a un enfoque menos estatalista, y al lanzamiento de un enfoque macroeconómico que sostuviera un proyecto productivo y exportador. Si se lograba impulsar un “ajuste positivo”, se podrían neutralizar los efectos contractivos del ajuste económico ortodoxo que pretendían imponer los acreedores externos representados por el FMI y los sectores internos más retrógrados.

El lanzamiento del Plan Austral a mediados de 1985 fue la apuesta económica más audaz del gobierno radical, intentando bajar dramáticamente la inflación que se acercaba al 30% mensual y relanzando el crecimiento económico. Los efectos reactivadores del Austral fueron reales y se extendieron por dos años.

La inflación, que fue reducida en un comienzo a tasas mensuales del 3%, tendió sistemáticamente a subir, agotando de a poco la efectividad de los instrumentos antiinflacionarios con los que contaba el gobierno.

 Sin embargo, no se logró el ansiado cambio de comportamiento empresarial, hacia una lógica más productiva y competitiva. El gobierno no consiguió reducir la elevada evasión y elusión impositiva, ni desmontar los dudosos regímenes de promoción industrial y regional heredados de otros períodos, que habían reducido la capacidad recaudatoria del Estado sin lograr los resultados deseados en materia de desarrollo. Tampoco se avanzó significativamente en sanear los vínculos económicos corruptos entre los proveedores del Estado y los múltiples organismos y empresas públicas. Quizás ésos fueron los “costos económicos” de tratar de involucrar al alto empresariado en el juego democrático, o las debilidades políticas severas con las que nacían los poderes democráticos.

 Nuevos desequilibrios surgidos en el sector externo en 1986 obligaron al Estado a tomar deuda interna, lo que constituyó una oportunidad para los grandes agentes económicos para obtener rentabilidad alta y asegurada debido a la penuria de recursos públicos, sin arriesgar capital en procesos productivos reales.

 En 1987 el gobierno radical soportó el primer alzamiento militar durante su gestión, la economía entró en recesión a mediados del año y el radicalismo sufrió retrocesos significativos en las elecciones a diputados y senadores a manos del justicialismo, con lo cual se debilitaba su capacidad para encarar reformas con apoyo parlamentario.

 A mediados de 1988, con una situación muy deteriorada en lo económico y lo político, el gobierno alfonsinista apostó al Plan Primavera, aprovechando un inesperado mejoramiento de los precios de los bienes exportables en el mercado internacional. Este nuevo plan carecía del espíritu transformador que tuvo el Plan Austral, pero tenía el claro objetivo de controlar la inflación (que nuevamente llegaba al 30% mensual), lograr una mínima reactivación y llegar en buenas condiciones a las elecciones de 1989, que se fijaron muy anticipadamente para el mes de mayo.

 El débil esquema del Plan Primavera reposaba en un instrumento que el equipo económico conceptualmente rechazaba, el atraso cambiario (el tipo de cambio alto era una de las variables que buscaban sostener establemente para promover la ansiada salida exportadora. El dólar más estable y ciertos acuerdos con cámaras empresariales, permitieron moderar las expectativas inflacionarias e inducir una declinación en los aumentos de precios mensuales.

 Sin embargo, nuevamente las condiciones internacionales cambiaron, afectando la estabilidad argentina. En este caso se trató de un cambio institucional relevante. Un reemplazo de altos funcionarios en el Banco Mundial determinó un cambio de actitud de ese organismo hacia la Argentina.

Desde abril de 1988 el BM había tolerado que la Argentina no pagara los vencimientos de deuda con ese organismo, basándose en el argumento –cierto– que el país había sido muy afectado por la fuerte caída del precio internacional de sus exportaciones. Las nuevas autoridades que asumieron en ese organismo a fines de 1988 no aceptaron lo que previamente se había acordado con el país y suspendieron un desembolso que estaba programado para el mes de enero.

Rápidamente la banca privada con sede en Washington advirtió la fragilidad de la posición cambiaria argentina –que contaba con ese desembolso para reforzar las magras reservas del Banco Central– y comenzaron a especular contra el tipo de cambio oficial argentino, en el cual reposaba todo el endeble mecanismo de estabilidad transitoria armado por el equipo económico.

A partir de ese momento, comienzos de enero de 1989, se puso en marcha un proceso especulativo en el cual se fueron involucrando diversos actores económicos locales, que fueron obligando al Banco Central a vender dólares al tipo de cambio oficial –intentando frenar la corrida y arriesgándose al agotamiento de las reservas– hasta que la situación se hizo insostenible.

 El 6 de febrero de 1989 el gobierno anunció un cambio en el esquema cambiario oficial, que detonó un conjunto de comportamientos sociales que definieron el rumbo incontenible del dólar, y detrás del mismo, de los precios internos. Ése era el escenario de la hiperinflación.

¿Qué fue?

 La hiperinflación argentina de 1989 puede ser descripta superficialmente como un violento incremento de los precios, que sufrieron una creciente aceleración hasta el momento que en que se logró quebrar la tendencia. Empezó en febrero de 1989 y se extendió hasta el mes de julio de ese mismo año, cuando alcanzó su pico de 194% de inflación mensual.

 La hiperinflación no fue un fenómeno monetario. No ocurrió porque el gobierno radical emitía mucho dinero, a causa de que el déficit público era enorme y estaba descontrolado por las medidas demagógicas y distribucionistas de los políticos, como han señalado equivocadamente algunos historiadores de ideología liberal.

 La hiperinflación, en cambio, debe ser explicada observando la centralidad de la evolución del dólar en aquellos meses de 1989. En el dólar convergían las tensiones profundas de la estructura económica argentina y de sus vínculos comerciales y fundamentalmente financieros con los países centrales. Este elemento central traslada el análisis de la crisis desde un enfoque monetario desvinculado de la realidad estructural, a una explicación que da cuenta de los dilemas y problemas que enfrentaba la economía argentina a partir del grave cuadro legado por el régimen cívico-militar que precedió al gobierno democrático.

De la dinámica superficial a las profundidades estructurales

El valor del dólar en moneda local sufrió un fuerte incremento a lo largo de esos seis meses, y los precios de los bienes y servicios tendieron a reproducir cada vez con mayor exactitud las alzas de la divisa extranjera. El panorama de precios descontrolados, que crecían sin vinculación con la demanda o la capacidad de consumo de la población, no podía ser entendido sin el liderazgo de veloz aumento de la divisa extranjera.

Entonces, dos procesos deben ser explicados:

1) La suba exponencial del dólar durante los primeros meses del año;

2) El liderazgo alcista de la divisa extranjera sobre los precios internos en una forma crecientemente ajustada.

 La suba del dólar se explica por el dramático desequilibrio que se generó entre la oferta y la demanda de esa divisa a comienzos de 1989.

 Ese desequilibrio estaba latente durante los años previos y estalló en las primeras semana de febrero: mientras la oferta de dólares en el mercado cambiario se volvió casi nula –ya que los oferentes privados tradicionales dejaron de liquidar moneda extranjera-–, la demanda de la divisa adquirió características completamente desmesuradas, ya que la demanda habitual de dólares (para efectuar transacciones comerciales, turismo o remesas al exterior), se vio drásticamente ampliada por la demanda para atesoramiento de toda la población por el miedo social generado ante la espectacular desvalorización de la moneda local y la constante apreciación del dólar.

¿Por qué se generó esa expectativa en relación con el movimiento del dólar?

 Fue una combinación de hechos “objetivos” (la ausencia de suficientes dólares en relación con la demanda) y “subjetivos”: el comportamiento de los actores privados que se negaron a vender las divisas que obtenían vía exportaciones, más los rumores alarmantes que circulaban tanto en los medios como en la calle, además de las prevenciones y costumbres incorporadas por la población en otras crisis cambiarias previas que se habían reiterado en el país.

 Pero el trasfondo era más profundo. Se estaba produciendo un nuevo episodio de estrangulamiento del sector externo de la economía. En estos episodios, el país se encontraba con que carecía repentinamente de las divisas necesarias para importar los insumos necesarios para mantener su aparato productivo en marcha, o para proveer a la población de los bienes de consumo habituales.

 Las bases estructurales de ese estrangulamiento pueden resumirse en:

Baja capacidad exportadora de la economía argentina, dada la insuficiente capacidad exportadora de parte de la industria argentina y de los muy malos precios coyunturales de las exportaciones agropecuarias más tradicionales. Esos precios eran de los más bajos del siglo XX en el mercado mundial y generaban una restricción adicional en el ya reducido nivel de exportaciones. La baja oferta exportable argentina –en relación con las necesidades de divisas del país– se ponía aún más de manifiesto por las mayores erogaciones provocadas por los servicios de la deuda externa.

 Elevadísimo endeudamiento externo, provocado por las políticas neoliberales de la dictadura cívico-militar, que no solo condicionaba las cuentas públicas (desviando casi un 20% del presupuesto nacional hacia el pago de compromisos externos), sino que significaba una enorme masa de dólares que se agregaba a la demanda normal de las divisas, provocando una presión alcista permanente del dólar.

 Debilidad estructural del Estado nacional, tanto en materia recaudatoria como de control aduanero de importaciones y exportaciones. Esa debilidad llevaba a no poder controlar adecuadamente las transacciones externas y menos aún a recaudar los dólares correspondientes a los impuestos establecidos para dichas operaciones. Debemos recordar en este ítem que los imprecisos números del endeudamiento externo legado por la dictadura, nunca fueron debidamente investigados por el gobierno democrático, obedeciendo a las condiciones establecida por el FMI para proceder al “rescate” de la deuda argentina.

¿Agentes racionales o actores político-económicos?

 A partir de la suposición de que el gobierno radical carecía de reservas suficiente para intervenir y sostener la cotización oficial (17 australes por dólar), el sector privado comenzó una puja que llevó al gobierno a la necesidad de introducir una franja de “dólar libre” en el que se transaban las operaciones para “atesoramiento”, y que rápidamente asumió un nivel más alto que los dólares oficiales para importaciones y exportaciones. En tanto la avidez para comprar dólares se extendía progresivamente a estratos poblacionales cada vez más amplios (y más pobres), las principales empresas exportadoras del país (salvo las públicas, como YPF y SOMISA) dejaron de liquidar divisas, lo que generó una penuria cambiaria creciente, contribuyendo a una rápida aceleración del aumento del dólar “libre”.

¿Por qué dejaron de vender dólares la mayoría de los exportadores? La teoría económica convencional enseña que los actores económicos son racionales y que toman sus decisiones mecánicamente para maximizar sus beneficios, sin considerar ningún otro factor. En este caso, el enfoque explicaría que, al calcular las empresas exportadoras que el dólar continuaría subiendo, decidieron esperar para vender las divisas obtenidas en el exterior al precio más alto posible. De esa forma, contribuyeron a incrementar el desequilibrio cambiario, y se verificó el efecto alcista esperado.

 Otras interpretaciones, de origen en el ámbito político-partidario, han insistido en que existió alguna forma de conspiración entre los grandes empresarios, lo que constituyó un verdadero hecho político desestabilizador, un “golpe de mercado”.

Los agentes económicos concentrados, conscientes de su poder, decidieron ejercerlo para disciplinar a los partidos políticos mayoritarios e imponerles sus propias reglas de juego.


Puede formularse, sin embargo, otra explicación. Es evidente que un escenario político y económico tan complejo como el existente a comienzos de 1989 no puede ser construido voluntariamente por ningún actor económico, salvo que sea todopoderoso. Pero al mismo tiempo, la falta de divisas no podía dejar de otorgar poder a aquellos contados actores sociales –un reducido oligopolio de la oferta de divisas– que pudieron disponer de dólares. Una vez creado el escenario de escasez extrema y de corrida cambiaria, el poder lo tiene quien es capaz de suministrar el bien escaso. El gobierno, adicionalmente, estaba muy debilitado luego de una accidentada gestión de 5 años, en los cuales enfrentó todo tipo de contratiempos económicos, militares y políticos. No era un gobierno que pudiera –o estuviera dispuesto– a enfrentar, intimidar o condicionar al puñado de empresas exportadoras que podían suministrar las divisas. La mayoría de la población, en general, estaba totalmente al margen de la comprensión de lo que estaba ocurriendo. Y los grandes partidos políticos estaban muy lejos de suministrar una explicación realista y cruda de la situación, ya que implicaba la denuncia del poder económico realmente existente.

 Las grandes empresas exportadoras comprendieron el poder que la situación estructural y la coyuntura política internacional habían puesto en sus manos, y procedieron a presionar al sistema político para obtener medidas a su favor, que fueron arrancando a lo largo de las semanas siguientes al debilitado gobierno radical.

 Pero lograron aún algo mejor: condicionar al futuro gobierno –elegido a mediados de mayo, en plena hiperinflación– y hacer sentir la capacidad de generar caos económico y social, en la medida en que sus demandas no fueran adecuadamente tratadas.

¿Por qué los precios siguieron al dólar?

 La economía argentina venía de un largo período de alta inflación, que se había inaugurado con el “Rodrigazo” ocurrido en 1975. Ese episodio, que aceleró el proceso inflacionario, dio origen a un larguísimo período de inflaciones anuales superiores a los 3 dígitos, incluyendo varios años de inflaciones superiores al 10 por ciento mensual. Es notable que la dictadura cívico-militar, cuyo ministro de Economía y principales funcionarios del área hacían profesión de fe neoliberal y contaban con el poder absoluto para controlar la economía, no lograron bajar la elevadísima inflación (el mejor año de la dictadura superó el 70% anual).

 Un período tan prolongado de desvalorización constante de la moneda se combinó con la política inaugurada por el gobierno dictatorial de venta “libre” de dólares al público, sin ningún límite ni requerimiento. Ese nuevo “derecho adquirido” (el dispendio de dólares por parte del Banco Central en un país que aún no lograba tener un desempeño exportador aceptable) fue lo que dio origen a un extenso período de fuga de capitales de la economía nacional que se prolonga hasta la actualidad. La dictadura constituyó para los ciudadanos, en ese sentido, comunes una verdadera escuela de “dolarización”, ya que contribuyó fuertemente a desprestigiar la moneda local y a popularizar una moneda sustituto mucho más estable, en la cual se podían preservar los ahorros.

 Por otra parte, niveles de inflación mensual que oscilaban en torno al 10% generaban una alta incertidumbre en los precios relativos y por lo tanto en las rentabilidades de las distintas ramas de la economía. Comenzar a realizar los cálculos económicos en dólares, establecer la ganancia esperada en esa moneda y finalmente traducir esos valores a la moneda local, empezó a ser una práctica habitual en especial de las grandes empresas. Naturalmente era la práctica de las firmas extranjeras radicadas en el país, y la de los grandes bancos, que medían su rentabilidad en moneda extranjera, siguiendo las crecientes tendencias de la globalización.

 Al dispararse la cotización del dólar a comienzos de 1989, la primera reacción de las empresas fue calcular sus precios trasladando los incrementos de costos provocados por la suba del dólar. Pero cuando el proceso se aceleró y se volvió imprevisible, gran cantidad de empresas fijaron directamente sus precios finales en dólares, independientemente de la incidencia de la devaluación en los costos. El peligro de descapitalización, es decir, de no poder reponer la mercadería que se había vendido ya que los nuevos precios de los insumos superaban a los precios finales de lo ya vendido, generó una presión para refugiarse en una contabilidad en dólares para evitar ese mal, aunque de hecho implicara una dramática caída en las posibilidades de vender la producción o las mercaderías en stock. De hecho numerosas empresas optaron por cerrar en pleno año, para evitar la descapitalización.



¿Cómo se frenó la hiperinflación?

 En el mes de julio de 1989 frenó la hiperinflación. Unas semanas antes ya había comenzado la desaceleración de la suba del dólar y había aparecido mayor oferta en la plaza local.

 El presidente Alfonsín debió renunciar en ese mes, para ceder su cargo al nuevo presidente electo, Carlos Menem, quien a su vez cedió el ministerio de Economía a una de los principales grupos exportadores de la Argentina, el conglomerado Bunge y Born.

 El proceso remarcatorio siguió intensamente en ese mes, casi triplicando los precios de fines de junio. El golpe inflacionario fue enorme sobre los bolsillos de la población, que comenzaron a recuperarse progresivamente en los meses subsiguientes. El gobierno radical logró evitar que un intento brusco de controlar la hiperinflación vía rígida restricción monetaria desembocara en quiebra generalizada de empresas y desempleo masivo, pero no pudo frenar la creciente violencia social y los saqueos que se iniciaron en las barriadas más pobres del país, lo que desembocó en la renuncia de Alfonsín.

 Ya en posesión de los principales resortes económicos, la elite empresaria local abandonó transitoriamente la estrategia desestabilizadora vía dólar/precios, aunque aún dos nuevos episodios, uno a fin de 1989 y otro a comienzos de 1991, tuvieran características similares aunque más breves.

Conclusiones

La hiperinflación del primer semestre de 1989 tiene una enorme relevancia histórica: significa el derrumbe del primer gobierno democrático luego de la dictadura y preanuncia nuevas formas de desestabilización en el contexto del funcionamiento de las instituciones representativas. Al mismo tiempo, cierra dramáticamente el intento de gobierno reformista del Dr. Alfonsín.

 Fracasa su intento de volver compatible la democracia con un modelo económico que involucrara a los grandes actores locales en un proceso de acumulación capitalista dinámica. No consiguió que el gran capital local y extranjero asumieran un lugar de responsabilidad social, tanto en el mantenimiento de las instituciones, como en la aceptación de una distribución más aceptable de la riqueza y en una participación más activa en el proceso de producción de bienes y servicios.

 La caída de este intento dará paso a un programa mucho más extremo, en el cual desaparecen la importancia y el significado histórico de lo público como constitutivo de lo nacional, para dar paso a la satisfacción de las apetencias de diversas fracciones del capital local y extranjero.

 En términos de la historia económica nacional, la hiperinflación abrió por primera vez las puertas para la reversión del modelo de industrialización sustitutiva con liderazgo estatal, al romper las resistencias políticas y sociales a la privatización/extranjerización de las grandes empresas públicas y eliminar toda orientación estratégica estatal cuya meta fuera el desarrollo.

 Esto pudo ocurrir en el contexto de un gobierno que llegó políticamente exhausto a 1989, y que había ido cediendo instrumentos de intervención económica en función de lograr la “buena voluntad” democrática de los factores de poder económico, sin poder romper la lógica rentista que había adoptado durante el “Proceso de Reorganización Nacional”.

 La interpretación de la crisis, en un clima de amplio desconcierto social donde no abundaban las explicaciones, la dieron fundamentalmente los comunicadores neoliberales, a esa altura ubicados en todos los segmentos centrales de la audiencia radial y televisiva. Se estaba en el medio de una dramática transformación cultural, en la que el viejo discurso peronista y radical no lograban suministrar más que consignas vacías y no eran capaces de dar cuenta de una crisis severísima, que llenó de aflicción y angustia a la mayoría de la población.

 La falta de una explicación no ortodoxa de la crisis, tanto en los espacios más amplios de la sociedad, como en el terreno de la academia, dejó el lugar necesario para que se abriera paso una versión muy conocida y hasta ese momento poco exitosa de la historia económica argentina. Según el liberalismo argentino, lo que estaba ocurriendo en 1989 reflejaba el fracaso “del estatismo, del desarrollismo, del industrialismo, del intervencionismo, del distribucionismo y del populismo”, es decir, todos los males que la ortodoxia liberal argentina venía combatiendo a partir de la industrialización argentina de los años 40.

 La propia defección del radicalismo alfonsinista en asignar las debidas responsabilidades a otros actores políticos y sociales, asumiendo en forma exclusiva la culpabilidad de la hiperinflación, fue funcional a la resolución de la crisis a favor de las políticas neoliberales y de los sectores más antisociales del entramado empresario local.

 “No supimos, no pudimos, no quisimos”, dijo Raúl Alfonsín en el discurso en el que anunció de salida anticipada de la Presidencia, sin dar mayores precisiones sobre lo ocurrido, decidiendo cargar sobre sus hombros y los del radicalismo la plena responsabilidad de la crisis hiperinflacionaria.

Triste parábola de quien inició su gestión haciendo docencia democrática: ocultar a la ciudadanía la capacidad de daño que poseían los factores extrademocráticos sobre la gobernabilidad de la economía y de la sociedad.

 La defección no fue exclusivamente radical: tampoco el peronismo señaló con claridad las responsabilidades empresariales en lo que estaba ocurriendo, ni tomó nota de la importancia política que tenía recuperar algunos de los instrumentos de intervención pública en la economía. Prefirió volcar toda la crítica en su enemigo histórico, el radicalismo, tratando de explicar por la mera incompetencia radical el resultado de la gestión alfonsinista, y capitalizar políticamente su fracaso.

 Resuena fuertemente en ese período la inexistencia de una voz política alternativa, con capacidad de efectuar un análisis realista y complejo de la situación, suministrando explicaciones convincentes y propuestas que pudieran ser visualizadas por los trabajadores y sectores medios.

 El experimento que se instalaría en los 90, favorecido adicionalmente por un contexto mundial de retroceso de las propuestas alternativas al neoliberalismo, de la mano del partido que había protagonizado la construcción del Estado industrialista y distribucionista, sería de los más extremos que se observaron en la región latinoamericana. El neoliberalismo menemista atacaría las bases del modelo desarrollista nacional, aumentando la dependencia del país, fracturando la sociedad, y generando una fuerte extranjerización de la estructura productiva.