EL IDEARIO FACHO
(Por Eduardo Aliverti, publicado en PAGINA12)
No deja de ser sensacional que la gran
noticia sea la baja en la cotización local del dólar mientras todos los demás
índices de la economía se caen a raudales, continúa el ajustazo sobre la clase
media que en gran proporción votó a este Gobierno y el extendido de pobreza e
indigencia se palpa a simple vista.
Es muy riesgoso que se pierda la capacidad de
asombro hasta naturalizar esa podredumbre. ¿En qué se concluiría? ¿En que ya se
sabe cómo opera el aparato mediático del macrismo?
Así le fue a esa displicencia, o a creer que
no le alcanzaría para ganar, o a confiar en que bastaba con haber vencido a “la
corpo” en una batalla legal provisoria.
Suben sin parar las tarifas de los combustibles
y del transporte público, las cuotas de prepagas y educación privada, los
medicamentos, el cierre o extensión paulatina de pymes, los ancianos y familias
enteras en situación de calle, el costo de entretenerse, la financiación
estrafalaria de las tarjetas de crédito, el goteo de despidos cotidianos en
casi todo el país, la derrota inexorable de los salarios contra la inflación,
pero baja el dólar y querría decir que se controló el terremoto cambiario de
entre mayo y agosto. O mejor: que ya estaría al caer el rebote del gato muerto,
pero rebote al fin, porque en algo hay que confiar.
Ese armado de sensaciones es clave a fin de
entender lo que, de otra manera, sería inexplicable. Vale respecto de la
situación económica y, más genéricamente, en torno de salvadores y salvaciones
que no pasen por una “clase” política en la que ya pocos creen. Ese ha sido,
salvo excepciones como la posterior al reclamo de que se fueran todos, un
excelente negocio de las derechas.
En una de sus recientes columnas radiofónicas
en el programa de Víctor Hugo Morales, el colega Fernando Borroni reparó en que
la inexistencia de Bolsonaros argentinos no es lo mismo que la ausencia de
bolsonarismos alarmantes.
Sobre lo primero, hace un par de semanas, se
opinaba en este espacio que “la buena noticia es que acá no hay Bolsonaros; y
que es altamente improbable construirlos en una sociedad que sí juzgó a sus
militares, que sí tiene capacidad de reacción y que sí frena en la calle, en
sus réplicas dispersas, en la fuerza de varios referentes, lo que su inválida
dirigencia política todavía no sabe o no quiere articular”.
A eso podría agregarse, sólo para redundar,
que entre nosotros tampoco hay lugar para la edificación de alternativas
políticas de neto corte fascista, o fascistoide, capaces de imponerse nada
menos que en comicios presidenciales.
Nadie se imagina ni analiza, hoy, que podría
darse aquí una brasileñización del escenario electoral (sin por eso perder de
vista monstruosidades distritales, como las que convirtieron al genocida
Antonio Bussi en gobernador tucumano por el voto popular).
Bolsonaro, para el caso, está a la altura
intelectual del diputado salteño Alfredo Olmedo, un virtual pastor cristianista
de ultraderechas que de hecho reivindica los valores del troglodita brasileño y
quien, también de hecho, es convocado por diversos loritos del ecosistema
espectacularista de los medios tradicionales.
Lo único que importa mediáticamente es
sintonizar con frases y provocaciones, tanto de apuro como muy bien
estructuradas por la propaganda de exclusión social. Empalman con aquello de
que “la gente” reacciona identificando al enemigo en el “otro” más cercano a su
comprensión y resentimiento inmediatos.
Olmedo –sólo citarlo debería ser una
extravagancia– no podría ser jamás el presidente de los argentinos. Pero las
bestialidades que dice sincronizan con los valores bolsonaristas que sí
esparcen los predicadores mediáticos de la frivolidad analítica, con cara y
verba de “yo no sé, pensémoslo, a dónde iremos a parar si persiste la
violencia, que el sistema político haga su autocrítica”.
No habrá Bolsonaros entre nosotros, si es por
expectativas electorales. Pero hay de sobra una construcción de ideario facho
que tiene relación directamente proporcional con la crisis de credibilidad en
“la política”, en la democracia, en las instituciones apropiadas por la derecha
para vender que hace falta una ley de la selva garante, precisamente, de su
salud institucional.
Cuando Macri dice que el país es demasiado
generoso y abierto con los extranjeros, y cuando su ministra Bullrich afirma
que quien quiera andar armado debe hacerlo sin ningún problema, y cuando se
reivindica oficialmente la doctrina Chocobar, o cuando el ignoto canciller
Faurie asevera que el cavernícola electo en Brasil es apenas un hombre de
centro-derecha, o cuando se habilita decir alegremente que las negritas se
embarazan para cobrar la AUH, y cuando se vomita el odio contra trapitos y
piqueteros; o cuando se estimula que el problema consiste en el abajo social,
en la delincuencia fogoneada por ellos, por los “blancos” de la responsabilidad
institucional, está el huevo de la serpiente.
Sí, esos son ellos. Con sus Steve Bannon, sus
fake news, sus comunicadores de la rapidez tan ignorante como despiadada, sus
lawfare. Pero no hay ellos sin nosotros.
Y “la gente” puede comprar el producto, sin
importar que no tenga dimensiones electorales. Es un discurso que no apunta con
prioridad a sectores de la clase media gorilísima, cuyo voto siempre estará
asegurado contra cualquier opción antiperonista así ocurra, como ocurre, que se
viene a pique. Apunta a la franja del que todo da lo mismo.
Como suele reiterar el filósofo Darío
Sztajnsrajber, nuestra relación con la política ya no es muy distinta a la que
tenemos con el mundo del espectáculo. “Nuestros políticos son representantes
(de ese mundo) pero al mismo tiempo son gestores, actores (...) Cada vez menos,
la política tiene que ver con las ideas y, cada vez más, con las performances
propias del mundo del espectáculo” (tomado y sintetizado de una entrevista en
el diario El Liberal, de Santiago del Estero, en noviembre del año
pasado).
Se puede cuestionar que la idea de rebajar a
la política hasta ese estadío no sea, justamente, una ideación del sistema;
pero no que sus resultados consisten en votar por votar, resolver a último
momento lo que se elige según la coyuntura, percepciones o fantasías
económicas; dejarse llevar por discursos y humores pasajeros; carencia de
proyectos colectivos y, cuando sea necesario, épicas nacionalistas ancladas en
neoliberalismo brutal.
Acaba de circular una coincidencia
declarativa, off the record pero obvia, de consultores y referentes
empresariales de los grandes.
La cosa que nadie sabe responder es si ya
pasó lo peor o si lo peor está por venir, hablando de la economía. Quedaría
determinado, en ese orden, si Macri tiene todavía chances de reelección. O si
ya fue, y deben recurrir a una Heidi que no implotara junto al resto del Gobierno.
Aquí se adelantó, hace una semana, la
encuesta hasta entonces reservada que ayer ganó la consideración de los medios
principales: Macri perdería en el ballottage contra cualquier candidato de la
unidad peronista, a menos que le tire una soga la sensación de que la economía
está recuperada.
Lo increíble, o algo así, no es que aquella
pregunta del millón sobre si ya pasó lo peor sea ilógica, sino cuáles son los
parámetros para formularla. ¿Cuántas más pruebas se necesitarían acerca de a
qué conduce, a la corta o a la larga, esta salvajada neoliberal?
Argentina acumula una cordillera de
vencimientos de deuda externa que caerán después de 2019, y que terminarán en
default casi irremediablemente. Lo dice con otras palabras el propio FMI, en la
opinión de los economistas de su staff que acompaña al “acuerdo” de asistencia
financiera.
Mientras tanto, hasta las elecciones, la
fórmula se repite de memoria: si se aquieta el dólar y la cosecha hace lo suyo
y la inflación se reprime por vía recesiva y la plata del FMI cubre los
vencimientos, de vuelta “la gente” podría confiar en una salida resignada pero
salida al fin.
Interesan hoy y como muchísimo mañana pero
“mañana” literalmente, no como estructura de futuro.
Eso debería hacer combo, en los cálculos macristas,
con la procesión K por tribunales y la reinstalación de mano dura contra la
“inseguridad”.
Bolsonaro es un Macri desinhibido (Jorge
Alemán dixit).
¿Esa definición habla de lo que aquí no
podría pasar nunca electoralmente o, antes, de lo que se expresa en los
microfascismos cotidianos alentados por los funcionarios y publicistas
gubernamentales?