NADIE
ENCENDÍA LAS LÁMPARAS
(Por Felisberto Hernández, de su libro “Cuentos
Reunidos”)
Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una
sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol.
Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una
mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras
del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas
estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba
bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la
cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona;
ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que
quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta
que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos
instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había
nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me
esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi
a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en
el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la
pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella
como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa
abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y
transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de
decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de
los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba
recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta;
entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo,
pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje
que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las
palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran
en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré
con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y
que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de
recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel
cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la
esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis
oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y
la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.
La mujer de la pared también se reía y daba
vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya
me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la
estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se
me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la
seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí
cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y
vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más
triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada
en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver
llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero
encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las
que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo
y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento
de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en
encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los
demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué
hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas
del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento
porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era
como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír
al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera
decir: "soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un
cuento que tenga su interés".
Entre los que oíamos había un joven que tenía
algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el
pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién
afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a
la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el
pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos
aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo:
"siéntense, por favor" Todos lo hicimos y se sintió un suspiro
bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las
viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me
invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y
del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven
la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el
esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:
-Adivino en usted un personaje solitario que
se conformaría con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que
la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:
-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a
pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su
frente pelada y siguió:
-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre
se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se
levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo
entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me
encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba
recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me
peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: "Parece que te hubieran
lambido las vacas." El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y
se puso a hablar.
-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan
recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: "¿Y
usted?, ¿tan femenino?" Pero le pregunté:
-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-El señor... recalcitrante.
-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio.
Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo
un gesto como diciendo: "'¡Y qué le vamos a hacer!"
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del
sofá al "femenino" sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas
de agua en el saco. Y enseguida dijo:
-No estoy de acuerdo con ustedes.
-¿Por qué?
-...y me extraña que ustedes no sepan cómo
hace el árbol para pasear con nosotros.
-¿Cómo?
-Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
-Se repite en una avenida indicándonos el
camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida
que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de
broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron
enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
-Sin embargo, cuando es la noche en el
bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para
dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos
asustan abriendo y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener.
-¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que
deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con
flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y
mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:
-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la
mujer de su cuento?
-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a
la imagen de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude
mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios,
estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos
recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a
través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera
haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora
mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco
de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las
plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza
era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el
pelo era una manera muy fina de las plumas.
Vino una de las tías -la que no tenía los
ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la
tía le dijo:
-Hay que tener cuidado con éste; mira que
tiene ojos de zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras
yo probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:
-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el
porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera
guardar dentro de la copita.
-No, tengo más curiosidad por saber lo que le
ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si
estuviera en otra parte.
-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no
estuviera aquí?
-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la
jarra de las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a
la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el
oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y
desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de
los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina
la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no
quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a
la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que
quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie
encendía las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con
los muebles, cuando la sobrina me detuvo:
-Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la
pared del zaguán y me tomó la manga del saco.