SALVADOR ALLENDE: "NO EN MI
NOMBRE"
(Por Atilio A. Boron)
Ariel Dorfman publicó en la edición
del 21 de Febrero del 2019 de Página/12 una nota titulada “Palabras
de Salvador Allende para Maduro” en la cual imaginó los consejos que
supuestamente el difunto presidente chileno le ofrecería al líder bolivariano
para enfrentar exitosamente los desafíos de la actual coyuntura. A
continuación, la imaginaria réplica que Allende le dirigiría a su intérprete.
Usted sabe muy bien, querido Ariel Dorfman,
que soy respetuoso con los demás pero inflexible en la defensa de mi dignidad
personal y la integridad de mis creencias y valores. Y usted ha abusado la
confianza que le supe otorgar “imaginando” razonamientos y consejos que yo le
podría dar al presidente legítimo de Venezuela que no reconozco como propios.
Son suyos, y los respeto, pero no los comparto y le solicito, con amabilidad
pero con firmeza, que no me los atribuya a mí. Son demasiadas las
tergiversaciones que usted hace de mi pensamiento y los olvidos o silencios en
que incurre en su carta. Esto me obliga a escribir estas líneas como un aporte
para arrojar cierta luz sobre la enorme confusión que, desgraciadamente, hoy se
ha instalado en la izquierda de nuestro país y que la induce a adoptar posturas
incompatibles con su noble tradición anticapitalista y antiimperialista.
Como usted sabe, yo soy médico, y como tal
nunca limité mi conducta profesional al mero estudio de las manifestaciones
externas de una enfermedad. Debía, y siempre lo hice, buscar el origen, sus
causas. Y lo misma actitud mantuve a lo largo de toda mi vida política. Voy al
grano. En su imaginaria carta al presidente Nicolás Maduro usted dice que el
“experimento chileno –llegar al socialismo por medios pacíficos– se encontraba
asediado, padeciendo formidables problemas económicos, aunque nada en
comparación con el desastre humanitario que aqueja a Venezuela.” Le
confieso que me sorprende que un hombre de su talento haya obviado toda mención
a las causas que se encuentran en el origen de las innegables dificultades
económicas que agobian a Venezuela. Y que, además, haya asumido sin beneficio
de inventario la propaganda maliciosa y perversa -como la que sufrí durante mi
gobierno- que le impide preguntarse si es cierto, como lo asegura la
prensa dominada por el imperialismo, que ese país quise sufre un “desastre
humanitario.” Esta expresión, cargada de maligna intencionalidad política,
evoca las lacerantes imágenes que hemos visto producto de la agresión
norteamericana en Irak, Siria, Yemen, Afganistán o, antes, en los Balcanes.
Pero nada semejante existe en la tierra de Bolívar. ¿Desequilibrio entre
salarios y precios? Seguro. ¿Hiperinflación? También. ¿Especulación, acaparamiento
de bienes esenciales, mercado negro como tuvimos en Chile? De acuerdo. Pero
también está la ayuda alimentaria que otorga el gobierno a través de las cajas
CLAP (por Comité Local de Abastecimiento y Precios) que cada tres semanas
entrega a millones de familias. Esas cajas contienen diez rubros básicos de
alimentación a un irrisorio costo de unos veinte centavos de
dólar. ¿Salarios bajos? Sí. Pero también precios extravagantemente
bajos, de regalo, en alimentos básicos, electricidad, gas, gasolina,
transporte. No obstante, es cierto que esto no alcanza; que
subsisten muchos problemas, que se cometieron errores en el manejo
macroeconómico, así como que no se procedió –hasta ahora- a combatir con el
rigor necesario a la corrupción que infecta tanto a los agentes económicos
privados como algunos sectores del aparato estatal. Pero hablar de
“desastre humanitario” es un disparate y convalidar desde la izquierda el
discurso sedicioso de la derecha. Además, ¿cuál es el origen de este
desorden?
Su respuesta a esta pregunta es decepcionante
y jamás podría serme atribuida en cuanto señala como la causa de todos estos
males al gobierno bolivariano al tiempo que ignora por completo el pérfido
accionar del imperialismo norteamericano. No es un dato anecdótico que en su
fantasiosa reconstrucción de mi pensamiento la palabra “imperialismo”, tantas
veces utilizada a lo largo de mi vida política para denunciar la prepotencia
yankee en América Latina sobre todo durante mis años como presidente de Chile,
brille por su ausencia. Su asimilación del pensamiento dominante lo
impulsa a equiparar la ofensiva que en mi contra desatara aquel perverso dúo
conformado por Richard Nixon y Henry Kissinger con la que hoy lanzan Donald
Trump, Mike Pence, Mike Pompeo, Elliot Abrams, John Bolton, Juan Cruz y
compañía. Se equivoca de medio a medio. La Casa Blanca está hoy poblada por
hampones y sicarios, alguno de los cuales son asesinos seriales –Abrams, ex
convicto indultado por George Bush padre es el caso más extremo pero está lejos
de ser la excepción- mientras que en mi época tenía que vérmelas con
reaccionarios pero no con gangsters. Además, no puede usted desconocer que los
métodos de sometimiento del imperialismo, lesivos como fueron en nuestro caso,
son hoy incomparablemente más virulentos y brutales. ¿No vió acaso la filmación
del linchamiento de Gadafi y la nauseabunda carcajada de
HIllary Clinton al recibir la noticia? ¿Usted cree que en algún
momento Nixon hizo un llamado a las fuerzas armadas chilenas para que consumaran
un golpe de estado? No. Pero Trump lo hace, y esta diferencia no es una
nimiedad que pueda pasar desapercibida para un hombre de su inteligencia. En
nuestro gobierno nacionalizamos el cobre, la banca, vastos sectores
industriales, regulamos los mercados e hicimos la reforma agraria y jamás
tuvimos que enfrentar algo semejante a las tremendas “sanciones económicas” que
hoy padece el gobierno de Maduro. Teníamos muchas dificultades pero podíamos
importar repuestos, medicamentos, alimentos, insumos esenciales para nuestra
economía; nadie confiscaba nuestros activos en el exterior como se ha hecho con
total atropello a la legalidad misma de Estados Unidos y del derecho
internacional en el caso de PdVSA y sus subsidiarias; pese a las tensiones con
Washington comerciábamos libremente con el resto del mundo y Europa no nos
cerraba sus puertas. Tampoco compartíamos una larga frontera con un país cuyo
gobierno se hubiera convertido en un “proxy” de Estados Unidos (como
desgraciadamente ocurre hoy con Colombia) y desde el cual se fomentara el
contrabando de bienes básicos y se destruyera nuestra moneda. Y ni
siquiera un bandido como Nixon se atrevió a emitir una orden ejecutiva como la
que, para su eterno deshonor, produjera el presidente Barack Obama el 9 de Marzo
del 2015 declarando que Estados Unidos se enfrentaba a una “emergencia
nacional” a consecuencia de la “amenaza inusual y extraordinaria” que Venezuela
representaba para la “seguridad nacional y la política exterior” de Estados
Unidos. Resumiendo: el papel del gobierno de Estados Unidos y sus cómplices
europeos (el oro robado por el Banco de Inglaterra es apenas un ejemplo de
tantos) ha sido una causa principalísima –por cierto que no la única- para
producir la crisis económica que afecta a Venezuela y las penurias de su
pueblo. Bajo tales condiciones es casi imposible construir una gobernanza
macroeconómica eficiente o políticas estatales adecuadas toda vez que las
principales variables no están controladas por el gobierno bolivariano sino por
el de Estados Unidos. ¿No le parece que estas diferencias tendría usted que
haberlas considerado cuando equiparó, a la ligera, las presiones que el
imperialismo aplicó hace medio siglo contra el gobierno de la Unidad Popular
con las que ejerce en nuestros días sobre la Venezuela bolivariana, muchísimo
más duras y demoledoras?
Habiendo establecido esta distinción pasemos
a la política. Es cierto que en mi gobierno nunca se
restringieron “los derechos de asamblea y prensa, ni menos encarceló a
opositores.” ¡Pero tampoco lo hizo Maduro! ¿Cómo puede acusar de tal cosa al
presidente bolivariano, cómo puede acusarlo de “dictador” –cosa en
la cual desgraciadamente coinciden vastos sectores de la extraviada
izquierda chilena y latinoamericana- cuando en las sangrientas “guarimbas”
del 2014 y 2017 debió enfrentarse a una oposición que quemaba vivas a personas
por “portación de cara chavista”, atacaba con bombas incendiarias jardines
infantiles y hospitales, destruía la propiedad pública y privada, erigía
barricadas que restringían totalmente el libre tránsito de las personas,
obligadas a permanecer en sus hogares y no concurrir a sus trabajos so pena de
ser ajusticiadas en el acto, disparaba con armas de fuego a quienes
desobedecían sus órdenes o a las fuerzas encargadas de mantener el orden
público? Todo esto, además, con el aplauso de la derecha mundial y la prensa
canalla elevando a la categoría de “combatientes por la libertad” a los falsos
líderes “democráticos” que promovían abiertamente la violencia sediciosa. Usted
que lleva décadas viviendo en Estados Unidos, ¿cuál cree que sería la respuesta
de la Casa Blanca ante una situación como la que acabo de describir?
¿Consideraría como “dictador” al presidente que hiciera todo lo posible para
restablecer el orden público? No hay presos políticos en Venezuela. Sí hay
políticos presos, algo totalmente distinto. Es más, le aseguro que algunos de
esos políticos presos, autores intelectuales de disturbios que ocasionaron
centenares de muertes en 2014 y 2017, están sufriendo condenas leves en
Venezuela mientras en otros países, Estados Unidos por ejemplo, estarían
sentenciados a cadena perpetua o condenados a la pena capital.
En cuanto a la libertad de reunión y
expresión, el “presidente encargado” Juan Guaidó –un títere sedicioso manejado
a voluntad por Washington- mantuvo en la sede de la Asamblea Nacional en
Caracas, a pocas cuadras del Palacio de Miraflores donde despacha el supuesto
“dictador” Nicolás Maduro, reuniones periódicas con personalidades de la
política y la cultura venezolanas que acudían sin ser acosados por las
autoridades. Hay fotos en los cuales se testifica esto de manera irrefutable.
Este mediocre impostor puede citar a conferencias de prensa, otorgar
entrevistas por radio y televisión, entrar y salir del país sin ser molestado
ni él ni su familia. Los dirigentes de la oposición circulan por las calles de
Caracas sin ser molestados –le consta personalmente a un amigo mío que anduvo
por allí estos días y tropezó con varios de sus líderes en las inmediaciones de
la Asamblea Nacional- y desarrollan sus actividades políticas sin cortapisas.
¿Podía hacer eso la oposición chilena bajo la dictadura de Pinochet? ¿Se
imagina usted lo que le hubiera ocurrido a quien, en medio de una intoxicación
alcohólica, se hubiese encaramado a una tarima y autoproclamado “presidente
encargado” de Chile? ¿O que hubiera salido al exterior y promovido una invasión
de “guarimberos” contra su propio país, como en estos días se hace en el puente
internacional Simón Bolívar, para luego iniciar una gira dizque presidencial
por Brasil, Paraguay y Argentina en un avión de la Fuerza Aérea Colombiana? La
dictadura lo hubiera apresado, torturado y ejecutado sin piedad en cuestión de
días. Pero ahí anda Guaidó, jugando a ser el presidente de nada, mandando sobre
nadie, ignorado y ridiculizado en su país aún por los opositores de Maduro, y
contando para ello con la colaboración del turbio narcogobierno de Iván Duque
que pone un avión a su disposición y la lambisconería de personajes del bajo
mundo de la política latinoamericana como Mauricio Macri, Jair Bolsonaro y
Mario Abdo Benítez.
Mire Ariel, hágase un favor a usted mismo:
vaya a Venezuela, alójese en un hotel de cinco estrellas y examine
la grilla de canales de televisión que podrá ver desde su habitación. Allí
notará la presencia de casi todos los canales internacionales que satanizan al
gobierno de Maduro –CNN, Televisión Española, TV de Chile, etcétera- y la
estruendosa ausencia de Telesur, la única señal televisiva que ofrece una
visión alternativa a la dominante en la conspiración mediática. Y la feroz
“dictadura” de Maduro nada hace para obligar a los cableoperadores a incluir en
su grilla a Telesur. En ese confortable hotel también podrá ver a
una mayoría de canales nacionales despotricando permanentemente contra el
gobierno? ¿Usted cree que tal cosa puede ocurrir bajo una dictadura? Pero no se
quede en el hotel. Salga y camine por las calles de Caracas, o cualquier otra
ciudad. Dígame si ve, como en casi toda América Latina, familias enteras
durmiendo en la calle o niños pidiendo limosna o sacando comida de la basura.
Por mi pasada investidura presidencial me abstendré de nombrar países en los
cuales cosas como esas forman parte del paisaje cotidiano, pero usted sabe muy
bien a cuáles me estoy refiriendo. Vaya a las barriadas populares de Caracas: a
Petare, la 23 de Enero, métase en el metro y hable con los pasajeros. Los
caribeños son muy extrovertidos y le evacuarán todas sus dudas. Criticarán al
gobierno por la carestía, los bajos salarios, se quejarán de la ineficiencia en
algunos sectores de la administración pública, de la corrupción en otros, pero
no encontrará muchos que le digan que quieren ser gobernados por un presidente
impuesto por los gringos como a diario miente la prensa concentrada, o que les
vengan a quitar su petróleo y sus riquezas naturales, como explícitamente lo
anunciaran Trump y Bolton. Es más, comprobará, como lo hicieron varios amigos
míos recientemente, que ante la desfachatez de la agresión de la Casa Blanca el
sentimiento antiimperialista y chavista se ha fortalecido considerablemente a
pesar de las penurias económicas. Hágame caso: vaya, vea, hable y sobre todo
escuche. Escuche a la gente y olvídese de los medios de comunicación
hegemónicos, todos comprados o alquilados por el poder corporativo mundial para
envenenar a la sociedad con “fake news”, “posverdades” y blindajes mediáticos
que ocultan la fenomenal inmoralidad y corrupción de los supuestos salvadores
de la democracia venezolana, dentro y fuera de ese país. Y olvídese también del
“saber oficial” de la academia, tanto en Estados Unidos como en Europa y
América Latina, que en su escandalosa capitulación se ha convertido en una
agencia de propaganda al servicio de los peores intereses de las clases
dominantes del imperio.
.
Usted se permitió aconsejarle al presidente
Maduro, en mi nombre, que haga lo que yo traté de hacer y no pude: convocar “a
un plebiscito para que el pueblo decidiera el rumbo futuro de la patria. Si yo
perdía, renunciaría a la Presidencia y se llevarían a cabo nuevas elecciones.”
¿No se enteró usted que entre mediados del 2017 y comienzos del 2018 se intentó
llegar a un arreglo institucional en negociaciones sostenidas en Santo Domingo
bajo la dirección de José Luis Rodríguez Zapatero y que en el momento de sellar
el acuerdo una orden del presidente Trump hizo que los representantes de la
MUD, la Mesa de Unidad Democrática de la oposición, abandonaran presurosos el
recinto cuando se estaba a punto de firmar el documento final en presencia del
ex presidente del gobierno español y de Danilo Medina, el presidente de
República Dominicana? ¿Ignora usted que el gobierno de Estados Unidos y sus
operadores dentro de Venezuela han dicho hasta el cansancio que no quieren
elecciones sino la “salida” de Maduro, el tan anhelado “cambio de régimen”, a
quien incluso amenazan con asesinarlo, como lo ha hecho Marco Rubio, un verdadero
“malandro oficial” como diría la canción de Chico Buarque, en un infame tuit
emitido recientemente. Pero suponiendo que aquel acuerdo de Santo Domingo
hubiera prosperado, ¿cree usted sinceramente que la derecha y el imperialismo
aceptarían el veredicto de las urnas en el más que probable caso de un nuevo
triunfo del chavismo? Recuerde lo que pasó conmigo: el golpe se produjo
precisamente para evitar la realización de un plebiscito que hubiera ratificado
mi gestión en el palacio de La Moneda. ¿Cree que sería diferente en el caso del
presidente Maduro? No se puede ser tan ingenuo.
Otra cosa: siempre fui un demócrata, pero
jamás un adorador de la concepción burguesa de la democracia. He sido un
marxista a lo largo de toda mi vida y, fiel a esa teoría, sé que la lucha de
clases es el motor de la historia, y que sus efectos son tan irresistibles como
la ley de la gravedad. Ese es uno de los más notables olvidos de su carta, a
los que me refería al inicio. Sé que para la burguesía la democracia es tolerable
en la medida en que no afecte sus intereses. Cuando esto ocurre la destruye sin
más trámite y sin remordimiento alguno y erige en su lugar regímenes
despóticos, fascistas, racistas que restauren el orden amenazado. La historia
de mi gobierno comprueba irrefutablemente la omnipresencia y la excepcional
gravitación de la lucha de clases. Por eso apoyé desde el principio a la
Revolución Cubana, porque ví que allí nacía una nueva forma de democracia con
justicia social. También supe que no era ese el modelo que se podía aplicar en
Chile porque las historias, instituciones, fuerzas sociales y tradiciones
políticas de ambos países eran muy diferentes. Pero rápidamente me convencí que
la democracia radical, de base, instituida en la isla rebelde era tan válida como
nuestra “vía chilena al socialismo.” Y por las mismas razones acepté, aun
ejerciendo la presidencia del Senado chileno, ser presidente de la OLAS, la
Organización Latinoamericana de Solidaridad creada por Fidel en
1967 para apoyar las luchas por la liberación nacional que se
estaban librando en el Tercer Mundo, y en particular la del Che Guevara en
Bolivia. Y por eso colaboré en garantizar la salida, sanos y salvos, de los
hombres que acompañaron al Che en la guerrilla de Ñancahuazú así como de los
seis jóvenes argentinos fugados de la cárcel de Trelew, donde estaban detenidos
por su oposición armada a la dictadura reinante en ese país. Y por esas mismas
razones invité a Fidel a realizar una extensa visita a Chile, que despertó los
peores odios de la derecha y el imperialismo. Por eso creo que tiene
razón Maduro cuando me considera como el precursor del ciclo de izquierda
relanzado en Latinoamérica con la elección de Hugo Chávez a la presidencia de
Venezuela en diciembre de 1998. Y por la misma razón discrepo radicalmente con
usted cuando afirma que haber sacrificado “mi vida por la democracia y una
revolución pacífica es un ejemplo leal y luminoso para los pueblos sedientos de
libertad y justicia social.” En política no se trata de crear santos o héroes dispuestos
a inmolarse sino de construir sociedades más justas y libres, tarea ardua y
erizada de peligros bajo el capitalismo y las presiones del imperialismo. Por
ningún motivo le recomendaría al presidente Maduro hacer virtud de lo que en mi
caso fue una desgraciada necesidad, producto de la debilidad de mi gobierno
frente a la coalición reaccionaria y de la incapacidad de la
izquierda para calibrar en sus justos términos la naturaleza perversa y
tiránica de los sectores oligárquicos chilenos y sus mentores norteamericanos.
Mi muerte en La Moneda, como la del Che en Bolivia, fue una convocatoria a la
lucha para abrir las grandes alamedas, no para fomentar el derrotismo y la
resignación ante las fuerzas más retardatarias de nuestras sociedades.
Habida cuenta de todo lo anterior es que le
exijo no prosiga usted hablando en mi nombre. Si todo lo que he expuesto no le
resulta convincente persista en su prédica, pero hágalo a nombre propio y no en
el mío. Nadie, ni aún quienes participaron en mi gobierno, incluida la
dirección del Partido Socialista, del cual fui fundador, o llevan mi apellido,
o participan en este lamentable extravío que afecta a vastos sectores de la
izquierda chilena, construida a base de más de cien años de esfuerzos,
sacrificios, cárceles y persecuciones de todo tipo, tiene derecho a bastardear
el legado político que sellé con mi sangre en La Moneda. Y no puedo ocultarle
el profundo dolor que me embarga al ver en esta tremenda coyuntura venezolana,
cuando el gobierno bolivariano se enfrenta a un “tránsito histórico” como el
que yo aludiera en mi postrero mensaje al pueblo chileno, que usted tome
partido junto a los Vargas Llosa (padre e hijo), Carlos Alberto Montaner,
Plinio Apuleyo Mendoza, Enrique Krauze, Jorge Castañeda y toda la derecha
“bienpensante” y complaciente de Latinoamérica amparada, financiada y promovida
por la NED, la Open Society Foundation y la enorme red de fundaciones y ONGs
que sirven de vehículos para la dominación cultural del imperialismo. O que su
nombre figure al lado de Macri, Bolsonaro y Abdo Benítez. Preferiría verlo en
el otro bando, donde se agrupan quienes creen que en este momento o se está con
un gobierno surgido del voto popular, que acabó con el analfabetismo, extendió
como nunca antes la salud pública, entregó más de dos millones y medio de
viviendas a su pueblo y recuperó las riquezas naturales de su país, ganó en 23
de las 25 elecciones convocadas desde su llegada al poder (y si tiene dudas
acerca de ellas hable con Jimmy Carter que podrá ilustrarlo al
respecto); o se está con Trump y sus lacayos dentro y fuera de
Venezuela y cuyo excluyente objetivo es apoderarse del petróleo, del oro y del
coltan, entre otros recursos naturales estratégicos, que se encentran en
demasía en territorio venezolano. Y espero que no insulte mi inteligencia
afirmando que el objetivo del intervencionismo norteamericano es establecer el
imperio de la justicia, la libertad, los derechos humanos y la democracia.
Muéstreme un país en donde tal cosa haya ocurrido. ¿Honduras, Granada, Panamá,
Brasil en 1964, Chile después de 1973? ¿Irak, Afganistán, Yemen? Lo que los
mueve a propiciar este tipo de políticas de “cambio de régimen” es su afán por
apoderarse de recursos naturales cada vez más escasos y posicionarse más
favorablemente en el complejo tablero geopolítico internacional. Todo a costa
del sometimiento de nuestros pueblos y al avasallamiento de la soberanía y
autodeterminación nacionales.
Confío en que podrá usted abstraerse de las
opiniones dominantes en Estados Unidos y, por proyección casi “natural” en sus
países satélites de Europa y Latinoamérica y el Caribe, tan fuertemente
influidas por la dictadura mediática que nos agobia en todo el mundo, y pueda
someter a revisión las ideas que ha expuesto como si fueran mías y no lo son.
En el pasado usted escribió algunas páginas notables que enriquecieron el
pensamiento crítico latinoamericano. Vuelva a sus orígenes porque ha perdido el
norte. Su imaginaria reconstrucción de mi pensamiento es una inadmisible
desvirtuación de mis ideas. Por eso le reitero: diga lo que quiera, pero no en
mi nombre. Y esto no es un favor que estoy pidiendo sino una exigencia nacida
del respeto que merece mi trayectoria, mi coherencia política y la
vida que ofrendé por ser leal a mis ideas y a mi pueblo.
Espero fervientemente que pueda usted
recapacitar y retomar el rumbo que lo llevó a acompañarme en mi proyecto de
gobierno.
Atentamente,
Salvador Allende Gossens