CONSTELACIONES
(Por: Carlos Rivero, Publicado
y leído en La Trinchera, Tomado del número 15 de la revista Upsalón, http://www.desdetutrinchera.com/blog/
)
La primera metáfora es el
pensamiento mismo. La fatalidad de que cualquier cosa deba, no solamente ser
expresada, sino también concebida en términos de otra cosa, permite vislumbrar
que la metáfora posee un valor que no se restringe al uso estético o retórico[1]. Nos apropiamos de las nuevas costumbres en función de
juzgarlas a partir de las costumbres precedentes. Muchos son los caminos que se
abren a cada instante en virtud del carácter metafórico de nuestra percepción y
nuestros recuerdos. Así, porque es posible resucitar la elegancia con algún
verso memorable de Virgilio, porque una sinfonía de Beethoven es suficiente
para vestir a la fuerza de música, porque El éxtasis de Santa Teresa de
Bernini conforma al unísono, carne y sepulcro marmóreo del deseo místico;
porque la belleza adivinó el modo de esconderse para no fulminarnos, es que
existe la metáfora. Del mismo modo que Zeus cambiaba de apariencia para seducir
a sus amantes, así también unas palabras se transmutan en otras para llamar la
atención sobre un aspecto en particular de su ser. La fortuna de Sémele parece
una alegoría elocuente de lo que nos sucedería si la realidad se nos presentara
tal cual es, en todo su esplendor y sin filtro alguno de la percepción, el
lenguaje o la imaginación.
Como ninguna de nuestras
experiencias acontece de manera aislada y abstracta, es posible acceder
mentalmente a ellas y expresarlas, en términos de otras experiencias contiguas.
A veces deshacemos los claros límites de algunas nociones, para poder arrojar
su luz sobre otras que nos parecen más oscuras. Si una imagen es capaz de
suscitar una impresión, si un olor es suficiente para evocar un recuerdo, si un
sonido es eficaz para expresar un sentimiento; es porque en la mente la
correspondencia entre ellos ya ha sido conformada con anterioridad. La música
no es en sí misma triste o alegre, enérgica o débil, vulgar o solemne. Su
expresividad no depende de una analogía entre las cosas mismas, por ejemplo,
entre la tristeza y los tonos menores; sino de una analogía de los modos
mediante los cuales nos apropiamos de las experiencias sonoras y los
sentimientos, una analogía que creamos de manera implícita y por hábito, una
tradición taciturna que heredamos de nuestros padres y debemos a nuestros
hijos.
Tenemos por naturaleza un
gran silencio de representaciones que puede ser abatido por la locuacidad de
las metáforas hechas o tópicos. Así pues, expresamos el conocimiento y la
bondad en condiciones de luz; la ignorancia y la maldad en condiciones de
tinieblas; el tiempo en términos de espacio, la vida y la muerte en términos de
vigilia o de sueño. Los lugares comunes no son sino la necrópolis de la
metáfora, un indicador de que, a causa del hábito, la vía de acceso de una idea
a otra se ha vuelto estable, y por tanto, la asociación de un pensamiento a
otro se ha vuelto automática e irreflexiva.
Cada asunto tiene un
criterio distinto de él mismo, mediante el cual lo interpretamos. La forma en
la cual se articula la relación con dicho criterio de interpretación puede ser
variable. En virtud de las conformaciones metafóricas de nuestra percepción, la
vía de acceso hacia un recuerdo de la infancia puede ser algo tan arbitrario
como el olor de una flor silvestre. Del mismo modo, la vía de acceso a la
representación de una rosa puede ser la arbitraria sucesión de sonidos r o s a.
La unidad del signo lingüístico necesita que “el signar” obedezca a una
operación natural de la mente.
¡En primer lugar, un impulso
nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada
de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde
una esfera a otra completamente distinta.[2]
La escritura se imaginó como
signo de la memoria. El sistema de escritura que ideó Ts’ang-Chieh, el
secretario de un emperador chino cerca de 4000 antes de Cristo, se inspiró al
observar las improntas de los pájaros y las sombras de los árboles. Del
mismo modo que los animales podían dejar sus huellas para ser hallados en el
vasto bosque, los pensamientos podían dejar rastros de caracteres para ser
localizados en la vasta memoria. Ts’ang-Chieh hizo su descubrimiento a través
de una analogía, o lo que es lo mismo, a través de una metáfora proporcional de
cuatro términos.
El ideograma chino para
“atardecer” es una epífora[3], esto es, un compuesto
expresado a partir de la superposición del pictograma sol al pictograma árbol,
según el modo en que la escritura representa al atardecer, ese acontecimiento
se concibe sensible e intuitivamente, como la sombra que proyecta la luz del
sol sobre el árbol. Epíforas también son aquellas metáforas que permiten
reconocer lo abstracto por medio de la acumulación de atributos más concretos.
El llamado tránsito
del mythos al logos, solo pudo efectuarse cuando lo más
abstracto fue expresado según las acumulaciones de las nociones más concretas.
Platón utilizó algo tan concreto y común como es el caso de una caverna, para
representar algo tan abstracto e inaccesible para la mayoría de sus
contemporáneos, como es su teoría de las formas. No solamente la obra de
Platón, sino la mayor parte de las obras de los filósofos clásicos está plagada
de metáforas y alegorías. El pensamiento filosófico abstracto solo pudo nacer
en el seno del pensamiento poético intuitivo. La isla de la filosofía emergió
del misterioso y extenso mar de la poesía.
Heráclito fue el poeta que
cantó al río que fue el espejo del tiempo: así legitimó la noción supuesta de
que el tiempo fluye o transcurre de forma sucesiva. Parménides reconoció haber
sido iniciado en la sabiduría por una diosa de la palabra, y representó al ser
como un círculo para poner en relieve sus atributos de plenitud y perfección.
Zenón invocó a Aquiles para desafiar en una carrera a la irracionalidad del
movimiento. Lucrecio endulzó con su poesía la amarga doctrina de Epicuro, cuya
metáfora del átomo acarreó la indiferencia de los dioses y la mortalidad del
alma. Platón expresó las apariencias en términos de sombras y el cuerpo en
términos de cárcel para el alma. Pitágoras descubrió la música que resuena detrás
de los números.
Los griegos conquistaron la
filosofía al mismo ritmo en que fueron conquistando el lenguaje para la
filosofía. No se podía desarrollar un pensamiento abstracto si no había un
lenguaje abstracto mediante el cual fuera posible tener acceso a él. La palabra
que designaba una idea filosófica, tenía para ellos una vitalidad que nosotros,
los herederos de la tradición, casi no podemos experimentar. Crearon una
metáfora griega para referir una experiencia griega, como puede hacerse patente
mediante el estudio de sus etimologías. Dicho análisis refleja el carácter
indispensable de la metáfora que tiene su causa en la imposibilidad de
socializar lo espiritual si no es por la transferencia de palabras que
originariamente tuvieron un sentido material. La idea resultante de una
metáfora llama la atención sobre una realidad más abstracta que los términos
que convinieron para engendrarla.
El hombre, háyalo querido o
no, fue forzado a hablar metafóricamente, y esto no porque no hubiese podido
frenar su fantasía, sino más bien porque debió esforzarse al extremo para
encontrar la expresión adecuada a las necesidades siempre crecientes de su
espíritu.[4]
Como es sabido, los primeros
filósofos describieron los principios de la Naturaleza con metáforas materiales
como el fuego, el aire o el agua. El fuego, por solo citar un ejemplo, era la
manera concreta de expresar la idea abstracta de la unidad de contrarios, la
unidad entre un principio de construcción y un principio de destrucción, ambos
coexistentes en el mismo elemento que se enciende o se apaga según
proporciones. Un filósofo olvidado, Friedrich Adolf Trendelenburg, en su Organische
Weltanschauung, explica el nacimiento de la lógica aristotélica como
resultado de un análisis de la gramática de la lengua griega, y relaciona a
cada categoría lógica con un sustrato gramatical correspondiente.
El mismo Aristóteles, al
presentar la genealogía de la Poética, sitúa al concepto de mímesis como el
instrumento de donde emana el poiema en su sentido amplio[5]. Dicho concepto lo identifica como una contemplación
por semejanza o comparación. Y luego, advirtió que el símil era solo una forma
ampliada de la metáfora[6], lo cual llama mucho la
atención, no solo porque fue convención en la tradición retórica posterior
subordinar la metáfora a la comparación[7]; sino porque
la metáfora parece poseer para él, una función primigenia en el espíritu, de
donde se extrae la materia prima para la disposición mimética o representación.
La metáfora no es una comparación abreviada, sino todo lo contrario, la
comparación es una metáfora desarrollada.[8] Si la
comparación se considera como una explicación de la metáfora, y la metáfora
como un conato poético del espíritu, la cuestión pendiente a responder escapa
de los límites de la poética hacia los umbrales de la gnoseología: ¿La metáfora
muestra una relación preexistente en las cosas o es capaz de crear esas
relaciones a partir de su fuerza poética?
Según Aristóteles, el símil
parece ser más lento, más evidente al entendimiento, la metáfora más
rápida, más evidente a la intuición y a los sentidos. Si reparamos
en algo nuevo, lo hacemos equivalente a algo conocido mediante una metáfora
perceptiva. Digo equivalente, porque el debate sobre si la metáfora aclara
o ensombrece al Ser es tan antiguo como estéril, porque no es un resultado que
dependa de las teorías poéticas, sino de las teorías ontológicas más
influyentes, a saber las de Aristóteles y Platón. Para el último, el Ser es
profanado por el lenguaje y los artificios de los poetas, y la metáfora sería
un disfraz o una sombra, una mediadora entre el ser y nosotros. Para
Aristóteles, en cambio, el Ser es lo más abstracto y general, de modo que no
puede ser definido, porque para eso sería necesario una categoría más general
que lo comprenda, por tanto, solo puede ser expresado de múltiples formas[9]. El disfraz del Ser no solo resulta ineludible para
Aristóteles, sino que constituye también la única vía de acceso a su plenitud.
La metáfora abre una
relación natural y fulminante con nuestro espíritu. Es un relámpago que
enciende un pedazo abigarrado de paisaje y deja el resto a oscuras, es el juego
de luces en un cuadro de Rembrandt, es un soplo de vitalidad al mismo tiempo
que un hálito mortecino. La metáfora no dice el ser ni lo oculta, no lo revela
pero tampoco lo encubre. La relación que ella establece no es de referencia
sino de sentido, no es de un qué sino de un cómo, no es de
acuerdo a las verdades de las cosas, sino de acuerdo a los criterios mediante
los cuales nos apropiamos de ellas. ¿Cómo podría decirse qué es lo que alumbra
la metáfora, si ni siquiera la luz podría conocer lo que ella misma alumbra?
Sin embargo, la fuerza de la
metáfora no solo restringe su actividad sobre la conformación de un pensamiento
lógico o filosófico. Tal como demuestra George Lakoff, el sentido común y la
vida cotidiana están plagados de metáforas que se han lexicalizado y asumido
como nociones independientes, en lugar de una mixtura de nociones. Aquí citaré
solo algunos ejemplos:
1-Un argumento es una
construcción: porque se pueden derrumbar, porque debe tener pilares fijos, una
estructura sólida, porque deben estar basados en algo firme o porque podemos
refugiarnos en ellos. Una noción que pertenece al campo del discurso, aparece
aquí en el campo de la arquitectura.
2-La vida o el discurso son
un tejido: así tenemos frases como “Perder el hilo o seguir el hilo de la
conversación”, “no poder hilvanar las ideas”, “no poder concatenar las ideas”,
“urdir una mentira”. También pudiera agregarse la propia etimología de textum
(tegere=tejer) o el imaginario de las parcas fieras que fabrican, tensan y
cortan el hilo de la vida.
3- Metáforas
orientacionales: Arriba es bueno y abajo es malo. Feliz es arriba, abajo es
triste. De estas metáforas se pueden citar muchísimos ejemplos: “Levantar
el ánimo o la moral”, “caer enfermo o caer en coma”, “estar deprimido
(etimológicamente presionado)”, “estar en alza o en baja”, “tener el control
sobre algo,” “estar bajo el control de algo”.
4-Una discusión es una
guerra. En este sentido se pueden citar las etimologías de “polémica” o de
“estrategia”, acaso frases como “hacer las paces”, “defender o atacar
posiciones”, “tener un punto débil”.
5-El tiempo es espacio. Está
metáfora es quizá la de raíces más profundas, ya que parecería ir contra el
sentido común afirmar que un sintagma tan literal como “el próximo viernes” es
una metáfora. Representamos el tiempo como una línea recta en el espacio y eso
permite afirmar que el pasado está detrás y el futuro delante, cuando las dos nociones
no están conectadas por naturaleza, puesto que se puede suceder en el tiempo y
retroceder en el espacio sin implicar contradicción alguna.
Lo que llama la atención de
esta influencia sutil de la metáfora en nuestra vida cotidiana es el hecho de
que no se limita solo al lenguaje, sino que determina de manera significativa
en nuestras actitudes y nuestras decisiones. Comprender una discusión como una
guerra significa experimentarla como una guerra. El lenguaje de la
discusión no es ni poético, ni imaginativo, ni retórico; sino literal[10]. El precio de que la metáfora potencie la fuerza de
sus términos (en este caso lo que hay de bélico en una discusión), implica que
perderá la oportunidad de resaltar aspectos de la discusión que podrían ser
provechosos como el consenso, la armonía, la estética o el intercambio. En el
caso citado arriba sobre la representación espacial del tiempo, se pueden
acarrear implicaciones psicológicas cuyo impacto puede configurar nuestra forma
de razonar. Por ejemplo, las dos formas espaciales de representación del tiempo
(como círculo o como línea recta), determina nuestros únicos dos criterios de
razonamiento y justificación causal: como círculo vicioso o como regreso al
infinito.
Permítaseme usar una
metáfora astrológica para presentar lo que pueda parecer abstracto de una
manera sensible e intuitiva. No es del todo una osadía mezclar el registro
semántico del discurso con el registro semántico de los astros, porque el
castellano ya tiene una bella etimología que cambió la mirada. La palabra
considerar (cum sidera, estar acorde a las estrellas) debió haber impresionado
más a quien creó la metáfora y vivenció su etimología, que a quien la
repite irreflexivamente. Las palabras tienen la fuerza del mar pero la memoria
del viento, y las metáforas que alguna vez brillaron como figuras en el firmamento,
luego fueron anuladas por el uso y la costumbre.
En el cielo de las palabras,
los significados colisionan y producen chispas fosforescentes, por un tiempo
tan prolongado como le permita su grado de extrañeza y singularidad. Las
palabras ambulan como las estrellas, crean la impresión de lentitud y levedad
sobre el cielo. Pero bruscamente pueden chocar entre ellas y rutilar
arborescencias irisadas o cruzar nuestra mirada como una epifanía súbita de
estela luminosa. Sin embargo, en este ejemplo, las metáforas no son las
estrellas sino las imágenes que ellas proyectan sobre el cielo: las
constelaciones.
A quien le sean ajenas las
figuras celestes habituales de las Pléyades, La lira o El cisne; la noche le
parecerá, como dijo el poeta, un monstruo de mil ojos. El primer orden sobre el
cielo desconocido serán las figuras que la vista advierta, y justo en ese
esfuerzo por ordenar la experiencia visual, justo en esa lucha contra la pereza
y la pasividad imaginativa, emana la actividad poética, emana la metáfora.
Compárese el cielo nocturno, tal como hemos aprendido a conocerlo, con el
lenguaje y el pensamiento que heredamos por tradición cultural. Y compárese
también, al cielo nocturno desconocido, a ese monstruo de mil ojos, con la
infancia del lenguaje y del pensamiento. Como el ingenuo que concibe una
discusión en términos de guerra, y solo puede experimentar “batallas verbales”;
del mismo modo, el ingenuo que mira al cielo nocturno, cree estar viendo
figuras fijas en un gran manto que se mueve. Jamás sospechará que se mueve
aquello fijo que lo soporta, ni sospechará que las estrellas viajan a grandes
velocidades por el firmamento, ni que las figuras que ellas forman pueden ser
descompuestas en otras figuras.
A quien haya sido ilustrado
en la astronomía y reconozca las constelaciones en el cielo, le costará mucho
esfuerzo desautomatizar las antiguas figuras y formar las suyas propias, aunque
esté al tanto de su carácter convencional y arbitrario. La línea entre
Betelgeuse, Rígel y Bellatrix ha sido imaginada; sin embargo no se puede evitar
reconocerla de manera más inmediata que las líneas que se puedan crear sobre
algunas estrellas al azar. Así pues, la línea entre el amor, la
heterosexualidad y la monogamia, es una línea arbitraria y socialmente construida,
una constelación automática; sin embargo ese conocimiento no es suficiente para
emanciparnos de la costumbre y la tradición.
Las estrellas nos
menosprecian como los dioses de Epicuro, sin sospechar acaso que pintamos sobre
ellas combinaciones y figuras mágicas. El brillo sideral que conmueve los ojos,
pudo haber marchitado tantos años en su viaje por el universo. Las metáforas
pueden haber muerto durante su largo curso a través de la lengua, y aunque su
brillo no pueda fascinarnos, al menos nos desnuda la noche bárbara y nos guía.
La poesía no es sino el
medio por el cual esas imágenes y esas conexiones se ponen de manifiesto,
brotan ligeras de la imaginación y se endurecen durante el paso del tiempo,
hasta convertirse en nociones sólidas y graves, casi marmóreas. El mito cuenta
que Pigmalión, habiendo tallado la estatua de una mujer hermosa, se enamoró
tanto de esa imagen, que fue necesario un regalo de Afrodita para calmar su
obsesión: Tentatum mollescit ebur, positoque rigore subsidit digitis[11]. Catulo modeló esos llamados “amores tóxicos”
con la estatua de Lesbia. El amor de Petrarca por Laura volvió arte un
sentimiento, del mismo modo que el amor de Apolo por Dafne devino en laurel.
Dante hizo posible a muchas donnas beatificadoras con su
representación de Beatriz. Wether dejó de ser imaginación de Goethe cuando
comenzó una larga moda de fracs azules y camisas amarillas, o cuando se suicidó
el primero de una larga lista de lectores conmovidos. Fortis imaginatio
generat casum[12], dicen los sabios antiguos.
La poesía habla de manera
sensible sobre lo ideal, mientras la filosofía habla de manera ideal sobre lo
sensible. La imagen es esencial a la poesía porque ella crea el mundo poético,
porque crea ese imposible verosímil que Aristóteles comentó en su Poética. La
imagen es el núcleo de lo que llamamos ficción. Los poetas hacen posible
ciertas visiones del mundo a partir de hacer visibles ciertas imágenes mediante
las cuales compararlo y por tanto comprenderlo. El heterogéneo mundo de las
cosas deviene unidad de imágenes en virtud del acto poético.
Épica, dramática o lírica,
condensada en una frase o desenvuelta en mil páginas, toda imagen acerca o acopla
realidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí. Esto es, somete a unidad
la pluralidad de lo real.[13]
No es ni el filósofo ni el
científico, sino el poeta quien crea los valores en el mundo. Nunca prestamos
más atención a las reflexiones que a las vivencias. No damos crédito a los
razonamientos justamente porque son presentados como razonamientos. Hacen mucho
ruido, son extravagantes y muy poco razonables, llaman demasiado la atención
sobre que vienen a cambiarnos la vida y por eso tendemos a defendernos y a
dudar de ellos. Sin embargo el poeta es sutil, silencioso y escurridizo. Repta
por las rendijas de nuestros recelos y prejuicios: así logra desarmarnos. No
queremos defendernos contra ellos porque no nos dicen cómo tenemos que vivir,
sino que lo insinúan de una manera tan astuta que nos produce la impresión de
que hemos arribado a tal decisión por nuestro propio genio y voluntad. La
representación del carácter trágico de la vida es más locuaz en los escenarios
de Atenas que en un volumen de Schopenhauer o de Unamuno. El poeta presenta
vivencias, ataca a la sensibilidad y la intuición, presentan los modos en los
cuales son los caracteres y los modos en que son posibles los acontecimientos.
Homero forjó las cualidades de los griegos sin usar siquiera un silogismo.
Así pues, el imperio del
poeta obedece a su fantasía. Lo que pueda oscurecer o hacer visible con las
metáforas, determina la fuerza y el alcance en la creación de valores. Es
posible hacer cosas con palabras solo cuando el lenguaje no ha
perdido su efecto mágico sobre el pensamiento, solo cuando las metáforas
revelan esas correspondances qui chantent les transports de l´espirit et
des sens[14]. La metáfora intelectualiza los
sentidos al mismo tiempo que sensibiliza el intelecto. Ellas han creado ese
bosque de símbolos que nos observan con miradas familiares y hacen posible
que los colores, los perfumes y los sonidos se respondan.
Aun cuando las palabras
regresen a su silencio cotidiano, conservarán su material inflamable, prestas a
calcinar la realidad ante el menor roce con la fantasía. Las constelaciones no
desaparecen cuando llega el día ni las metáforas desaparecen cuando llega el
uso irreflexivo, ambas solo pueden ocultarse ¿Dónde, pues, podría esconderse un
destello, sino en una claridad más poderosa?
El intelecto es apenas una
silueta que dura después de que la luz de la imaginación se ha consumido tras
el paisaje de la conciencia. Bienaventurados aquellos cuya imaginación les
avasalla y, sin embargo, alcanzan a escuchar tras la agonía, el eco sofocado de
un pensamiento.
[1] Llamo
metáfora a la facultad del pensamiento de mostrar conexiones entre al menos dos
términos, de modo que la traslación de sentido sea posible solo en la medida en
que, con cada conexión establecida, se fijen también los distintos modos de
acceso entre dichos términos. De aquí se sigue que tanto la comparación
(símil), como la analogía, la metonimia, la epífora o cualquier recurso
traslaticio de sentido, se deben concebir como modos particulares en los cuales
se configuran tales conexiones.
[2] Nietzsche,
Friedrich: Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, p 21.
[3] Tal y como lo indica su
etimología, la epífora debe asociarse a la acumulación y a la superposición de
géneros y especies, no restringirse solo a una figura de sintaxis.
[4] Cassirer,
Ernst: Mito y Lenguaje, p 92.
[5] «En
total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y
ambas naturales: primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir
imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales en que es muy más
imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante
imitación; segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas»
[6] Consúltese
Ricoeur, Paul: La metáfora viva, p 43. Editorial Trotta. Madrid, 2001.
Allí se pueden hallar al menos seis referencias a citas de Aristóteles, donde
este subordina el símil a la metáfora.
[7] «In
totum autem metaphora brevior est similitudo». Quintiliano: De Institutione
Oratoria. Libri 12, VIII 6,8-9.
[8]«Así
se puede advertir en el capítulo décimo del libro tercero de la Retórica: La
comparación es, como hemos dicho antes, una metáfora que solo se diferencia por
el modo de presentación; también es menos grata, por ser expresión demasiado
larga; además, no se limita a decir esto es aquello; tampoco colma los deseos
de búsqueda del espíritu». Aristóteles: Retórica, p 272. Alianza editorial
Madrid, 2012.
[9] Τό
όν λέγεται πόλλαχwς. Aristóteles: Metafísica, Libro Z, 1. Franz Brentano dedicó
uno de sus libros más famosos a este asunto: Las múltiples significaciones
del Ser en Aristóteles.
[10] Lakoff,
George: Metáforas de la vida cotidiana, p 41.
[11]
Toca el marfil, y este, abandonando su dureza natural, se ablanda y cede bajo
la presión de sus dedos. Ovidio, Metamorfosis, X, 283.
[12] La
fuerte imaginación produce el hecho.
[13] Paz,
Octavio: el arco y la lira, p 36.
[14] Las
correspondencias que cantan los transportes del espíritu y de los sentidos. El
verso de Baudelaire ha sido tenuemente modificado en función del interés de la
frase.