(Por Iroel Sánchez,
publicado en La Pupila Insomne)
El semanario Tribuna de La
Habana publica una conmovedora crónica con el título “Mi amigo sin nombre” que
cuenta un hermoso gesto de su autora hacia una de esas personas que cada vez
con más frecuencia nos encontramos en esta capital en condiciones a las que no
podemos ser indiferentes.
Pero no creo la caridad sea
solución en una sociedad como la nuestra ni tampoco que quienes
“piden dinero para luego gastarlo en cigarros y ron” sean culpables de su
situación cuando son enfermos para los que tenemos un sistema de salud y un
tejido social e institucional que debe ocuparse de ellos. ¿Por qué no pasa un
día en
La Habana sin que veamos a
alguna de esas personas en una situación que ha sido excepción hasta en los
momentos más duros del Periodo Especial?¿Qué falla en nuestro funcionamiento
para que sea así, cuando hemos leído en nuestra prensa que se han creado
instituciones, asignado recursos y trazado políticas para evitarlo? De nada
vale que afortunadamente se recuperen parques, fuentes y edificaciones si no
nos detenemos a enfrentar en profundidad, con el humanismo de la Revolución,
las causas y consecuencias de realidades como estas y permitimos que se
naturalice lo que es incompatible con la sociedad que defendemos.
En junio de 2014 escribí
un post que motivó un intercambio con la dirección de la Unión de
Empresas de Recuperación de Materias Primas sobre un tema que comprendo
trasciende con mucho a esa entidad e involucra a varias
instituciones de nuestra capital pero lo que acabo de leer en Tribuna me
hace volver sobre ello:
Un
tesoro en el que nos va la vida
Cuando era niño y recién
había aprendido a leer me detenía ante todo lo que me encontraba por la calle
que tuviera letras. En la medida en que crecemos uno va perdiendo esa
costumbre, pero desde entonces hay un cartel que no ha dejado de llamarme la
atención. Está a la entrada del hospital habanero Calixto García con una frase
del Che: “Vale, pero millones de veces más, la vida de un solo ser humano,
que todas las propiedades del hombre más rico de la tierra”.
A lo largo de los años, el
cartel ha cambiado de formato pero el texto sigue siendo el mismo. En su
versión más reciente, las imágenes de Fidel y el Che escoltan las palabras
pronunciadas por el Comandante Ernesto Guevara el 20 de agosto de 1960 en la
inauguración de un “curso de adoctrinamiento” organizado por el Ministerio de Salud
Pública de Cuba. Entiendo aquí “adoctrinamiento”, no en el sentido peyorativo
con el que suele utilizarse el término, sino en el de divulgación de una
doctrina que —como explica el Che en ese discurso— antepone la solidaridad
a la caridad. Reconoce el médico devenido combatiente, dirigente político y
ministro que hasta entonces los médicos se han acercado al pueblo “practicando
la caridad, y lo que nosotros tenemos que practicar hoy, es la solidaridad”.
Decía el Che:
“…la
Revolución hoy exige que se aprenda, exige que se comprenda bien que mucho más
importante que una retribución buena, es el orgullo de servir al prójimo, que
mucho más definitivo, mucho más perenne que todo el oro que se pueda acumular,
es la gratitud de un pueblo. Y cada médico, en el círculo de su acción, puede y
debe acumular este preciado tesoro, que es el de la gratitud del pueblo”.
A pesar de deficiencias y
obstáculos ese tesoro está vivo. Por razones de salud de uno de mis hijos y mi
madre he visitado en las últimas semanas cuerpos de guardia de hospitales
cubanos en horas incómodas. El médico atento, las pruebas radiológicas y los
análisis clínicos rápidos, los medicamentos suministrados con oportunidad, las
ambulancias llegando y partiendo en función de salvar vidas fue lo que viví.
Los médicos son un ejemplo
de la lealtad de no pocos cubanos a esa concepción solidaria. Aún cuando
durante las dos últimas décadas la retribución de su labor no haya sido buena,
la mayoría de ellos, como también muchos deportistas, entrenadores, maestros,
científicos, han permanecido en sus puestos y rechazado ofertas de abandonar el
compromiso con el prójimo. El desarrollo en el tiempo de una concepción que
coloca al ser humano en el centro de las decisiones llevó en Cuba a la creación
de un tejido que, integrando organizaciones comunitarias como los Comités de
Defensa de la Revolución y la Federación de Mujeres Cubanas, instituciones de
salud como el Médico de la Familia y el delegado del Poder Popular, convierten
a la sociedad cubana en la mejor preparada para evitar fenómenos que inundan
las ciudades latinoamericanas y del Tercer Mundo. Allí abunda el trabajo
infantil, la pernoctación callejera, la represión policial a lo que suele
llamarse “la cultura de la pobreza” que ya se ha vuelto endémica en nuestros
países muchas veces con su carga de violencia y drogadicción.
Es también ese tejido social
cubano el que ha permitido al liderazgo revolucionario afirmar reiteradamente,
desde que comenzaron los cambios socioeconómicos impulsados al calor de la
aplicación de los Lineamientos económicos y sociales, que nadie quedará
abandonado. Si en el capitalismo los pobres venden su sangre y sus órganos, y
ya hasta las mujeres pobres alquilan sus úteros para que los ricos se ahorren
esos menesteres, en Cuba aspiramos a que eso no ocurra jamás.
La presencia en algunas
zonas céntricas de la capital, y otras del país, de fenómenos que prácticamente
desaparecieron del paisaje cubano con la Revolución, como la mendicidad y el
“buceo” en los depósitos de basura, no puede ser vista con indiferencia
ciudadana e inercia institucional. Y detrás de las condiciones para que ocurran
hay algún vacío en la articulación concreta de ese tejido social para con
cualquiera de esos cubanos y cubanas que primero que todo son hijos de la
Revolución aunque muchas veces sus familias les hayan dado la espalda. Con el
mismo empeño que se salva la vida de cualquier hombre o mujer sin preguntar si
tiene o no cuenta bancaria, hay que evitar el daño progresivo a la dignidad
individual y colectiva que puede suponer que uno solo de los seres humanos que
habita en esta isla asegure su existencia desde una situación así.
Por supuesto, esos vacíos
son utilizados propagandísticamente para poner en entredicho la voluntad de no
permitir el abandono de un solo cubano y cuestionar la efectividad del conjunto
de organizaciones e instituciones que el país ha creado desde 1959 para
concretar su doctrina solidaria. Como hace el corresponsal extranjero que desde
la comodidad que le brindan sus ingresos en euros se erige en voz de
los afectados, generaliza la situación descrita arriba como la de “los
ancianos” en Cuba y termina diciendo “las campanas que hoy suenan por ellos
sonarán, tarde o temprano, por cada uno de nosotros”, luego de citar a un
cubanólogo que ha hecho carrera intentando demostrar la inviabilidad de la
Revolución. En Cuba existen un millón 700 mil jubilados, cuyas pensiones —en palabras del
Presidente Raúl Castro— “son reducidas e insuficientes para enfrentar el costo
de la canasta de bienes y servicios” pero si la generalización que hace el
corresponsal fuera cierta tendríamos casi dos millones de mendigos. Mucho más
cerca de la verdad está la “Carta abierta sobre Cuba” de Pablo González
Casanova:
“Es
bien sabido. En Cuba todos los niños y jóvenes en edad de aprender tienen
escuelas, universidades e institutos, todos los enfermos médicos, medicinas y
hospitales, todos los trabajadores empleo, y los ancianos asistencia… Es cierto
que uso aquí la palabra “todos” como la definió García Márquez, como el 80% o
más de la población, o mucho más, con limitaciones de que se encargarían los
cubanos si en la práctica los hubierais dejado cumplir con vuestros buenos
deseos”.
Sin embargo, lo doloroso es
que oportunismos y manipulaciones puedan encontrar algún asidero y causa en
nuestra realidad. Si una empresa ingresa millones de dólares reciclando materia
prima y provoca de manera indirecta pero creciente que un grupo de personas —no
solo ancianos— arriesgue su salud hurgando en los desechos en busca de
aluminio, plástico, cristal y cartón, en el socialismo próspero y sostenible al
que aspiramos tal empresa debería ser responsable de organizar la entrega
segura de esos desechos a esas personas por los establecimientos gastronómicos
y comerciales que los generan antes de que lleguen a los contenedores de
basura.
Suministrarles a un precio
en relación con sus ingresos medios de protección, ropa e instrumentos de
trabajo y transporte, conveniar con las organizaciones de la comunidad lugares
para entregarlos, como antes ocurría en las farmacias con los frascos de
medicamentos, sería una vía entre muchas posibles.
Se ha explicado, con toda
razón, que no podemos elevar salarios y pensiones sin aumentar la productividad
y crear riqueza, pero lo que no debería ocurrir en una sociedad como la nuestra
es que alguien gane dinero convirtiendo en normal y frecuente que seres humanos
hurguen entre lo que otros desechan, mientras ponen en peligro su salud y la de
la comunidad, y verlos regresar a los inicios del homo sapiens machucando en
plena calle latas de cerveza y refresco con una piedra. Como planteó el Che, la
salud y la dignidad de uno solo de ellos vale mucho más que todo lo que pueda
recaudarse con eso. Por ese peligroso camino, mañana nos podría parecer normal
que entre quienes hagan esa labor haya niños y pasado que esos niños duerman en
las calles como ocurre en casi todos los países “normales”.
Otra cosa es el fomento al
vandalismo que provoca aceptar cualquier cosa como materia prima, que en
ciudades como Santa Clara —según escuché en un reportaje radial— ha llevado a
que la búsqueda de aluminio y bronce a cualquier costo deje sin identificación
calles y casas. A pesar de lo que declaró un empresario al
diario Granma, explicando por qué su entidad estuvo quince años contaminando
las aguas del río Cuyaguateje, en el socialismo el mercado no “es quien dice la
última palabra”.
El mercado es en el
socialismo, como lo definen los Lineamientos, un instrumento que puede ser
muy útil, pero nunca el sustituto de la política ni de la acción social. A
mediados de la década de 1960, en su libro Capitalismo y libertad, el
fundador del neoliberalismo, Milton Friedman, confesó la relación entre mercado
y política:
“Cuanto
más amplio sea el uso del mercado, menor será el número de cuestiones en las
que se requieren decisiones expresamente políticas y, por tanto, en las que es
necesario alcanzar un acuerdo”.
¿Diremos en Cuba adiós a la
movilización política para la promoción de una cultura del reciclaje y la
salud? ¿No hacen falta ya acuerdos entre los CDR, la Organización de Pioneros y
la Empresa de de Recuperación de Materias Primas? ¿Todo lo resolverá el
mercado? ¿Dejamos sólo a las Direcciones de Servicios de Comunales el cuidado
del ornato público y la higiene colectiva? Basta asomarse al paisaje sucio y
enyerbado que ofrecen no pocas esquinas de La Habana para ver lo bien que nos
va.
Como afirmó Raúl en un
Consejo de Ministros “no es perfecto lo que hacemos, a veces nos falta
experiencia en algunos temas y cometemos errores, por eso cada asunto tiene que
estar sometido constantemente a las observaciones críticas”. Los mecanismos
solos no resuelven los problemas, es necesaria la actuación comprometida de las
personas y la regulación que evite a tiempo distorsiones y efectos indeseados.
La insistencia de Fidel, durante el proceso de rectificación de errores y
tendencias negativas, en que no son los mecanismos los que construirán el
socialismo está hoy —a mi juicio— más vigente que nunca. Se necesita una nueva
mentalidad, cambiar y crear mecanismos, pero sin abandonar algo que nos ha
traído victoriosos hasta aquí: la educación, participación solidaria y acción
consciente del pueblo. A eso llamó en aquellos años Raúl con su enérgico “Sí se
puede” que permitió atravesar lo más duro del llamado Período Especial con
muchas carencias, pero sin que el paisaje urbano se poblara de lo que llamamos
indisciplina social y que no es más que la actuación en parte de nuestra
cotidianidad de la ley de la selva propia del capitalismo subdesarrollado.
En aquellas sociedades se
maneja con represión y a veces con algo de caridad lo que no puede tener
solución en los marcos de ese sistema. En el socialismo estamos obligados a
solucionarlo con la solidaridad, la participación y la educación, que no
excluye en última instancia la coerción basada en la legalidad y el trato
humanista, hurgando primero que todo en las causas del problema. Porque como
reconoció en el Encuentro Eclesial Cubano la Iglesia Católica, en lo que el
reverendo Raúl Suárez califica como su mejor documento desde 1959:
“La sociedad socialista nos ha enseñado a dar por justicia lo que antes dábamos
por caridad”.
Precisamente, en los días
del proceso de rectificación —ante el escepticismo de unos y la duda de otros—
andaba Fidel prometiendo que Cuba sería una potencia médica e impulsando en
medio de escaseces la biotecnología al servicio de nuestro pueblo. A los que
reniegan de Fidel y sus ideas y los presentan a él y al Che como responsables
de nuestras carencias económicas, vale recordarles que esa concepción humanista
y solidaria de la medicina -que hace a los médicos cubanos ir a donde muy pocos
de sus colegas de otros países han puesto un pie y tratar a cualquier persona
como un igual- es la que le reporta hoy al país su mayor ingreso por exportaciones,
8 200 millones de dólares este año, según se informó a raíz del aumento
salarial a los trabajadores de la salud.
Es también su visión de la
formación masiva de profesionales —procedentes de los sectores más humildes del
pueblo— en todas las ramas la que permite hoy que Cuba pueda proponerse atraer
la inversión extranjera en condiciones más ventajosas que cualquier otro país
de nuestro entorno.
Como pidió el Che, la
Revolución pintó la Universidad de negro, de mulato, de obrero y de campesino.
El hecho de que mediante el fraude, como viene evidenciándose en los últimos
años, algunos quieran volver a pintar la Universidad del color del dinero no es
un síntoma aislado sino prueba de la emergencia de quienes piensan que todo
puede tener un precio, incluyendo la sanidad y la educación. Es el mismo
espíritu actuando en realidades distintas el del que vende lo que tiene a mano,
ya sea un examen, una gestión pública o alcohol metílico, poniendo en peligro
la salud ética y hasta la vida misma de sus conciudadanos, y el de quienes en un lenguaje
aparentemente cultivado edulcoran el propósito de arrebatarle a nuestro
pueblo sus conquistas por invitación de un poder extranjero.
“¡La Revolución sigue igual,
sin compromisos con nadie en absoluto, solo con el pueblo!”, dijo Raúl el 1ro.
de enero en Santiago de Cuba. Permitir que por interés empresarial o personal,
por desidia burocrática o insensibilidad política, se pongan en entredicho los
valores que nos han traído hasta aquí y que un oportunista lucre en base a
ello, cuestionando la lealtad al espíritu fundacional de la Revolución que
expuso Fidel en La historia me absolverá, al enseñarnos quién es el
pueblo, sería traicionar la gloria que se ha vivido y perder un tesoro que va
con el orgullo de ser cubanos.