MARXISTAS
SOMOS TODOS
(Por
Atilio A. Boron, en su blog https://atilioboron.wordpress.com/)
Los trogloditas de la derecha argentina
quisieron descalificar a Axel Kicillof acusándolo de “marxista”. Este ataque
sólo revela el primitivo nivel cultural de sus críticos, ignaros de la historia
de las ideas y teorías científicas elaboradas a lo largo de los siglos.
Es obvio que en su inepcia desconocen que Karl Marx produjo una
revolución teórica de enormes alcances en la historia y las ciencias sociales,
equivalente, según muchos especialistas, a las que en su tiempo produjera
Copérnico en el campo de la Astronomía. Por eso hoy, sepámoslo o no (y
muchos no lo saben) todos somos copernicanos y marxistas, y quien reniegue de
esta verdad se revela como un rústico sobreviviente de siglos pasados y
huéfano de las categorías intelectuales que le permiten comprender al mundo
actual.
Copérnico sostuvo en su obra magna, La
Revolución de las Esferas Celestes, que era el sol y no la Tierra quien
ocupaba el centro del universo. Y además, contrariamente a lo que sostenía la
Astronomía de Ptolomeo, comprobó que nuestro planeta no era un centro inmóvil
alrededor del cual giraban todos los demás sino que ella misma se movía y
giraba. Recordemos las palabras de Galileo cuando los doctores de la
Inquisición le obligaron a retractarse de su adhesión a la teoría copernicana: ¡Eppur
si muove! , susurró ante sus censores que seguían ensañados con
Copérnico a más de un siglo de haber formulado su teoría.
Descubrimiento revolucionario pero no sólo en el terreno de la
Astronomía, toda vez ponía en cuestión cruciales creencias políticas de su
tiempo. Como lo recuerda Bertolt Brecht en su espléndida obra de teatro: Galileo,
la dignidad y sacralidad de tronos y potestades fue irreparablemente
menoscabada por la teorización del astrónomo polaco. Si con la teoría
geocéntrica de Ptolomeo el Papa y los reyes y emperadores eran excelsas figuras
que se empinaban en la cumbre de una jerarquía social en un planeta que era
nada menos que el centro del universo, con la revolución copernicana quedaban
reducidos a la condición de frágiles reyezuelos de un minúsculo planeta, que
como tantos otros, giraba en torno al sol.
Cuatro siglos después de Copérnico Marx
produciría una revolución teórica de semejante envergadura al echar por tierra
las concepciones dominantes sobre la sociedad y los procesos históricos. Su
genial descubrimiento puede resumirse así: la forma en que las sociedades
resuelven sus necesidades fundamentales: alimentarse, vestirse, abrigarse,
guarecerse, promover el bienestar, posibilitar el crecimiento espiritual
de la población y garantizar la reproducción de la especie constituyen el
indispensable sustento de toda la vida social. Sobre este conjunto de
condiciones materiales cada sociedad construye un inmenso entramado de agentes
y estructuras sociales, instituciones políticas, creencias morales y religiosas
y tradiciones culturales que van variando en la medida en que el sustrato
material que las sostiene se va modificando. De su análisis Marx extrajo dos
grandes conclusiones: primero, que el significado profundo del proceso
histórico anida en la sucesión de formas bajo las cuales hombres y mujeres han
enfrentado aquellos desafíos a lo largo de miles de años. Segundo, que estas
formaciones sociales son inherentemente históricas y transitorias: surgen bajo
determinadas condiciones, se expanden y consolidan, llegan a su apogeo y luego
inician una irreversible decadencia. Por consiguiente, ninguna formación social
puede aspirar a la eternidad y mucho menos el capitalismo habida cuenta de la
densidad y velocidad con que las contradicciones que les son propias se
despliegan en su seno. Malas noticias para Francis Fukuyama y sus discípulos
que a fines del siglo pasado anunciaban al mundo el fin de la historia, el
triunfo final del libre mercado, la globalización neoliberal y la victoria
inapelable de la democracia liberal.
Al igual que ocurriera con Copérnico en la
Astronomía, la revolución teórica de Marx arrojó por la borda el saber
convencional que había prevalecido durante siglos. Este concebía a la historia
como un caleidoscópico desfile de notables personalidades (reyes, príncipes,
Papas, presidentes, diversos jefes de estado, líderes políticos, etcétera)
puntuado por grandes acontecimientos (batallas, guerras, innovaciones
científicas, descubrimientos geográficos). Marx hizo a un lado todas
estas apariencias y descubrió que el hilo conductor que permitía descifrar el
jeroglífico del proceso histórico eran los cambios que se producían en la forma
en que hombres y mujeres se alimentaban, vestían, guarecían y daban continuidad
a su especie, todo lo cual lo sintetizó bajo el concepto de “modo de
producción”. Estos cambios en las condiciones materiales de la vida social
daban nacimiento a nuevas estructuraciones sociales, instituciones políticas,
valores, creencias, tradiciones culturales a la vez que decretaban la
obsolescencia de las precedentes, aunque nada había de mecánico ni de lineal en
este condicionamiento “en última instancia” del sustrato material de la vida
social. Con esto Marx desencadenó en la historia y las ciencias sociales una
revolución teórica tan rotunda y trascendente como la de Copérnico y, casi
simultáneamente, con la que brotaba de las sensacionales revelaciones de
Charles Darwin. Y así como hoy se convertiría en un hazmerreir mundial quien
reivindicase la concepción geocéntrica de Ptolomeo, no mejor suerte correrían
quienes increpasen a alguien acusándolo de “marxista.” Porque al hacerlo
negarían el papel fundamental que la vida económica desempeña en la sociedad y
también en los procesos históricos (y que Marx fue el primero en colocar en el
centro de la escena). Quién profiriese semejante “insulto” confesaría, para su
vergüenza, su desconocimiento de los últimos dos siglos en el desarrollo del
pensamiento social. Grotescos personajes como estos no sólo se vuelven
pre-copernicanos sino también pre-darwinistas, pre- newtonianos y
pre-freudianos. Representan, en suma, una fuga a lo más oscuro del medioevo.
Bien, pero ¿alcanza lo anterior para decir que “todos somos marxistas”? Creo
que sí, y por estas razones: si algo caracteriza al pensamiento y la ideología
de la sociedad capitalista es la tendencia hacia la total mercantilización de
la vida social. Todo lo que toca el capital se convierte en mercancía o en un hecho
económico: desde las más excelsas creencias religiosas hasta viejos derechos
consagrados por una tradición multisecular; desde la salud hasta la educación;
desde la seguridad social hasta las cárceles, el entretenimiento y la
información. Bajo el imperio del capitalismo las naciones se degradan al rango
de mercados y el bien y el mal social pasan a medirse exclusivamente por las
cifras de la economía, por el PBI, por el déficit fiscal o la capacidad
exportadora. Si alguna impronta ha dejado el capitalismo en su paso por la
historia –transitorio, pues como sistema está condenado a desaparecer, tal como
ocurriera sin excepción con todas las formas económicas que le precedieron- ha
sido elevar a la economía como el parámetro supremo que distingue a la buena de
la mala sociedad. El orden del capital ha erigido al Mercado como su Dios, y
las únicas ofrendas que este moderno Moloch admite son las mercancías y las
ganancias que produce su intercambio. El sutil y cauteloso énfasis que
Marx le otorgara a las condiciones materiales –siempre mediatizadas por
componentes no económicos como la cultura, la política, la ideología- alcanza
en el pensamiento burgués extremos de vulgaridad que lindan con lo obsceno.
Oigamos lo que Bill Clinton le espetara a George Bush en la campaña
presidencial de 1992: “¡es la economía, estúpido!”. Y basta con leer los
informes de los gobiernos, de los académicos y de los organismos
internacionales para constatar que lo que distingue el bien del mal de una
sociedad capitalista es la marcha de la economía. ¿Quieres saber cómo está un
país? Mira cómo se cotizan sus bonos del Tesoro en Wall Street, o cuál es el
índice de su “riesgo país”? O escucha lo que te dicen una y mil veces los
gobernantes de la derecha cuando para justificar el holocausto social al que
someten a sus pueblos por la vía de los ajustes presupuestarios afirman que
“los números gobiernan al mundo”.
Personajes como estos conforman una clase especial y aberrante de “marxistas”
porque redujeron el radical descubrimiento de su fundador y toda la complejidad
de su aparato teórico a un grosero economicismo. El “materialismo economicista”
es una versión abortada, incompleta, deformada del marxismo pero que
resulta muy conveniente para las necesidades de la burguesía y de una sociedad
que sólo sabe de precios y nada de valores. Un marxismo deformado y abortado
porque la burguesía y sus representantes sólo se apropiaron de una parte del
argumento marxiano: aquella que subrayaba la importancia decisiva de los
factores económicos en la estructuración de la vida social. Con certero
instinto hicieron a un lado la otra mitad: la que sentenciaba que la
dialéctica de las contradicciones sociales –el incesante conflicto entre
fuerzas productivas y relaciones de producción y la lucha de clases
resultante- conduciría inexorablemente a la abolición del capitalismo y a la
construcción de un tipo histórico de sociedad pos-capitalista. Que esto no sea
inminente no quiere decir que no vaya a ocurrir. En otras palabras: el
“marxismo” del que se apropiaron las clases dominantes del capitalismo a través
de sus intelectuales orgánicos y sus tanques e pensamiento quedó reducido a un
grosero materialismo economicista.
Por eso, hoy todos somos marxistas. La
mayoría marxistas aberrantes, de “cocción incompleta”, al exaltar hasta el
paroxismo la importancia de los hechos económicos y ocultar a sabiendas que la
dinámica social conducirá, más pronto que tarde, a una transformación
revolucionaria de la sociedad actual. Este economicismo es el grado cero del
marxismo, su punto de partida más no el de llegada. Es un marxismo
tronchado en su desarrollo teórico; contiene los gérmenes del materialismo
histórico pero se estanca en sus primeras hipótesis y soslaya –u oculta a
sabiendas- su desenlace revolucionario y la propuesta de construir una sociedad
más justa, libre, democrática. Pero hay otros marxistas para quienes la
revolución teórica de Marx no sólo corrobora la transitoriedad de la
sociedad actual sino que insinúa cuáles son los probables senderos de su
histórica superación, sea por distintas vías revolucionarias como por la
dinámica incontenible de un proceso de reformas radicalizadas. En contra de los
marxistas inacabados, de “cocción incompleta”, apologistas de la sociedad
burguesa, defendemos la tesis de que el modo de producción capitalista será
reemplazado, en medio de fragorosos conflictos sociales (porque ninguna clase
dominante abdica de su poder económico y político sin luchar hasta el fin) para
finalmente dar nacimiento a una sociedad post-capitalista y, como decía Marx,
poner fin a la prehistoria de la humanidad. Pero más allá de estas diferencias,
unos a medias y mal, y otros por entero y bien, todos somos hijos del marxismo
en el mundo de hoy; es más, no podríamos no ser marxistas así como no podríamos
dejar de ser copernicanos. El capitalismo contemporáneo es mucho más “marxista”
de lo que era cuando, hace casi dos siglos, Marx y Engels escribieron el Manifiesto
del Partido Comunista. La diatriba contra Axel Kicillof es un exabrupto que
pinta de cuerpo entero el brutal anacronismo de vastos sectores de la derecha
argentina y latinoamericana, de sus representantes políticos e intelectuales,
que en su escandaloso atraso recelan de los avances producidos por los grandes
revolucionarios del pensamiento contemporáneo: desconfían de Darwin y Freud y
creen el marxismo es el delirio de un judío alemán. Pero, como Marx decía
con socarronería, algunos son marxistas a la Monsieur Jourdain, ese curioso
personaje de El Burgués Gentilhombre de Molière que hablaba en
prosa sin saberlo. Balbucean un marxismo ramplón, convertido en un burdo
economicismo y sin la menor consciencia del origen de esas ideas en la obra de
uno de los más grandes científicos del siglo diecinueve. Y otros, en cambio,
sabemos que es la teoría que nos enseña cómo funciona el capitalismo y, por
ende, la que proporciona los instrumentos que nos permitirán dejar atrás ese
sistema inhumano, predatorio, destructor de la naturaleza y las
sociedades y que se alimenta de guerras infinitas e interminables que
amenazan con acabar con toda forma de vida en este planeta. Por eso, lejos de
ser un insulto, ser marxista en el mundo de hoy, en el capitalismo de nuestro
tiempo, es un timbre de honor y una mácula imborrable para quien lo profiere como
un insulto.