¿QUE HACER CON LOS ISMOS?
(Por: Yassel A.
Padrón Kunakbaeva, publicado en "La Trinchera",
http://www.desdetutrinchera.com/)
A lo largo de mi vida
me he encontrado con personas que aseguran no creer en ningún “ismo”, sea
socialismo, comunismo, capitalismo o fascismo. Son personas plenamente
integradas a la postmodernidad. El discurso de estos plenamente integrados
individuos es tan autorreferencial, que normalmente no vale la pena discutir
con ellos. Sin embargo, puede resultar útil analizar la parte de razón que
llevan. ¿Tiene alguna vigencia el lenguaje de los ismos en el siglo XXI? ¿No
estarán los movimientos sociales progresistas enganchados a la bola de hierro
de una lengua muerta?
Siempre me ha llamado
la atención que los políticos capitalistas no han adoptado nunca de buen grado
las denominaciones que implican un “ismo”, como capitalismo o neoliberalismo.
Ellos prefieren usar palabras más viejas, pero que conservan mucho más brillo,
como democracia, derechos o libertad. Resulta interesante observar cómo los
socialistas han sido incapaces de hacer lo mismo, cuando podrían recurrir a
expresiones como la de justicia social, o disputar el sentido de la palabra
libertad. Por el contrario, estos siguen comprometidos con un discurso que los
hace entender el mundo como una arena en la que distintos “ismos” se enfrentan
a muerte. Se da la paradoja de que los progresistas parecen ser quienes están
atados al gris pasado de la guerra fría.
Para entender de
dónde vienen los “ismos” se hace necesario descender hasta las raíces mismas de
la modernidad. En la Europa de comienzos del segundo milenio se dieron las
condiciones para que un grupo humano- la burguesía- aprendiese a vivir de un
modo nuevo. Al surgir el capital como relación social, surgió la posibilidad de
que el individuo entendiese el mundo como un espacio de realización suyo y
potencialmente infinito. Se dieron las condiciones para que aquellas
dimensiones conceptuales y valorativas que habían sido puestas en la figura de
la divinidad pudiesen ser pensadas como parte del mundo terrenal.
Sin embargo, la
estructura ideológica de la modernidad capitalista siempre ha tenido un
defecto. La base de su fortaleza constituye también su debilidad. Como proyecto
metafísico, la modernidad nació vinculada a la noción de un individuo autónomo
que se encuentra esencialmente en oposición al resto de la especie. Esto era
especialmente funcional a una sociedad necesitada de la existencia de
individuos que pudiesen vender libremente su fuerza de trabajo. Sin embargo,
el auge de esta noción contribuyó a potenciar aquello que Hegel llamó la
escisión: una sociedad dónde los hombres han perdido la idea de “comunidad” y
se enfrentan en una guerra de todos contra todos.
La modernidad nació
así con una paradoja implícita. El mismo principio de la libertad, que permitía
los más grandes avances en la ciencia, el descubrimiento geográfico o el
crecimiento económico, resultaba torpe a la hora de ofrecer una idea de
comunidad que pudiese sustituir a la vieja comunidad premoderna. En ayuda de
los hombres modernos, por supuesto, vinieron los conceptos de la antigüedad
clásica, sobre todo el de república. Pero la tarea de generar un proyecto de
comunidad moderna fue de los grandes pensadores racionalistas, que se dedicaron
a idear un mundo en el que la libertad no fuese ya algo solo individual, sino
también general.
Es necesario entender
que, a pesar del auge del individuo moderno autónomo, las sociedades
capitalistas siguen necesitando de la idea de comunidad. Incluso, como sociedades
que poseen normalmente un alto grado de antagonismo social, las naciones
capitalistas están más necesitadas que muchas otras de una idea “identitaria”
de comunidad que contrarreste y les quite fuerza a los conflictos. De manera
habitual, este papel lo juegan los nacionalismos- y aquí vamos vislumbrando
cual es el papel de los “ismos”-, lo cual se ve en el ejemplo del Reino Unido,
que todavía hoy es un reino con leyes semifeudales. El amor a la Corona ha sido
imprescindible en ese país para mantener la paz social. Pero también puede ser
que la idea de comunidad humana sea restablecida a través de un proyecto
utópico de sociedad racional de hombres libres, con el lema de: ¡Libertad,
Igualdad, Fraternidad!
Así vemos como la
propia modernidad, más allá de su nacimiento originario en las manufacturas de
los burgueses europeos, generó una serie de proyectos de comunidad dotados de
una fuerza tremenda. Estos proyectos son los “ismos” que conocemos:
nacionalismo, liberalismo, socialismo, comunismo, feminismo, anarquismo, etc.
Tienen que ser fuertes, porque surgen con el fin de contrarrestar la tendencia
inmanente a la disolución individualista. No actúan solo a nivel nacional, sino
que pueden elevarse al plano internacional (internacionalismo), así como pueden
servir de bandera para cualquier minoría (feminismo, indigenismo), e incluso
pueden tener metas totalmente opuestas entre sí. Lo común a todos ellos es que
generan una militancia, llevan a quienes los asumen a unirse a causas
colectivas.
El surgimiento de “ismos”
fue tan natural a la modernidad como el auge del individuo autónomo, aunque
parezcan dos procesos opuestos. A esto no escapa ni siquiera el comunismo
marxista mismo, a pesar de sus pretensiones de superación total del
capitalismo. El socialismo también es un hijo de la modernidad capitalista. E
incluso se puede decir lo mismo para el actual posmodernismo, la utopía de un
mundo sin utopías ni causas colectivas.
No obstante, el
tiempo ha pasado, y la humanidad ya pasó por el siglo XX, un siglo marcado por
una lucha entre “ismos” de proporciones descomunales. Surgió incluso un “ismo”
anti-moderno y anti-racionalista: el fascismo, que en su variante nazi
pretendía durar mil años. La gente, cuando oye hablar hoy de comunismo o
socialismo, normalmente piensa en primer plano en el Muro de Berlín, en torres
de vigilancia, ladrillos al descubierto y alarmas antiaéreas. Eso cuando no
piensa en campos de concentración. La propaganda del capitalismo tardío también
se ha encargado de afianzar esa percepción. Continuar hablando en el lenguaje
de los “ismos” es arriesgarse a una malinterpretación radical.
Actualmente se hace
más necesario que nunca quitar por un momento los ojos de la bandera propia y
recordar por qué se lucha. El socialismo parte de una crítica al mundo de la
modernidad capitalista, que promete la libertad y solo ofrece un mundo de
antagonismo y acumulación. El socialismo es la inconformidad con que el
infinito entre a la realidad solo como cuenta bancaria, es la pretensión de que
el “infinito amor” de la divinidad premoderna penetre verdaderamente a la
realidad como “infinita justicia”. Por eso no se le puede desechar: la idea del
Bien Supremo no puede ser abandonada por la política, que se encuentra bajo el
asecho del conformismo, el verdadero Mal Supremo de nuestra época.
No se puede desechar
del todo el lenguaje de los “ismos”, ya que son muchas las personas que solo
pueden reconocer una bandera cuando viene diseñada de esa forma. Pero es
necesario poner el acento sobre qué es lo que queremos y nos proponemos. Los
socialistas somos aquellos que tomamos partido por el maximalismo de la
justicia, ya que creemos que es un valor absoluto que no puede ser desechado y
que debe entrar de lleno a la realidad. Que alrededor de ese programa hemos
construido una bandera y un oasis en medio del océano individualista, como han
hecho todos los creadores de “ismos”, es cierto. Pero no por eso debemos
olvidar que luchamos por un día en el que no hagan falta “ismos”, porque el sol
brillará generoso por igual para todos.