(Por Leonardo Padura en su libro “Aquello estaba deseando
ocurrir”)
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Siempre había oído decir que llamar a las desgracias acaba por
traerlas. Y el Jornal de Angola anunciaba otra vez una inminente invasión
sudafricana. Cada semana se repetía aquella información, con certezas y
evidencias consideradas irrebatibles, con datos logísticos y declaraciones
gubernamentales, y aunque en los últimos veintitrés meses los bóers habían
atravesado varias veces la frontera de Namibia con algún que otro avión
amenazante y unos tanques innegables, la anunciada invasión no se concretaba.
Pero leer esa noticia siempre le producía el mismo escalofrío. Era un miedo
oscuro y tangible que nacía en el estómago y le debilitaba las piernas y le
hacía rogar a lo que fuera que lo inminente esperara hasta después de febrero,
cuando él ya estuviera bien lejos de todo aquello y sus dos años de misión en
Angola se hubieran convertido en más pasado irreversible.
Sólo que aquel miedo sí podía tener efectos inmediatos. Apenas
había leído el titular y unas líneas del primer párrafo y debió abandonar la
cama y andar deprisa hacia el baño, con el periódico bajo el brazo, mientras
desabotonaba su pantalón. Al cabo de tantos meses ya conocía las causas y
efectos de aquel sentimiento incontrolable que había adquirido en Angola y, de
algún modo ambiguo hasta para sí mismo, lo disfrutaba con la tranquila
convicción de que su miedo no era precisamente cobardía. Por eso, sentado en la
taza, se dedicó a rasgar con esmero la parte de la primera plana que desataba
sus angustias, dispuesto a vengarse del modo más escatológico y simbólico que
conocía: se limpiaría el culo con la noticia, y mientras esperaba el fin de
aquel reflejo incondicionado, volteó el pedazo de periódico y descubrió una
breve cuña con un título de apenas diez puntos que advertía: «TODO VELÁZQUEZ»,
y luego reseñaba que entre el 23 de enero y el 30 de marzo estaría abierta en
el Museo del Prado la llamada exposición del siglo, donde se reunían, por
primera y única vez desde que fueron pintadas, setenta y nueve obras maestras
del artista sevillano, llegadas desde todas partes del mundo para sumarse a los
fondos del gran museo español.
Mientras se aplicaba concienzudamente a limpiarse con la
página deportiva del periódico, se dedicó a pensar en otra de sus obsesiones
predilectas: «El mundo es una mierda», se dijo, «yo cagándome en Angola y la
gente en Madrid preparándose para ver, justamente, una irrepetible exposición
de Diego Velázquez». Desde que había salido de Cuba, hacía ya casi dos años, ni
un solo instante había dejado de pensar de ese modo. Lo pensaba cuando, dos
veces por semana, le escribía a su mujer aquellas cartas interminables y
desgarradas en las que volcaba su desesperación; lo pensaba en las tardes,
cuando se asomaba a la ventana de su cuarto y se ponía a estudiar la vida en el
campamento que varias familias habían instalado en un almacén abandonado por
los portugueses en 1976, y veía cómo los hombres, acuclillados y mascando unas
hierbas, veían a su vez a aquellas mujeres marchitas que hervían la yuca y el
pescado para el funche en un fogón de leña, mientras les daban de mamar a unos
niños mocosos y lentos que quizás nunca sabrían ni de la existencia de la
palabra felicidad. También lo pensaba caminando por las calles de Luanda,
esquivando los basureros de cada esquina, volteando la cara al paso de los incontables
mutilados de una guerra real e interminable, cuando solía preguntarse por qué
carajos había gentes condenadas a vivir así, mientras él, precisamente él,
deambulaba sin expectativas ni hambre, por aquella ciudad enferma y ajena que
no se le entregaba ni se dejaba comprender y cuyo destino final tampoco lograba
imaginar.
Cada amanecer, desde entonces, era una cruz en los tres
almanaques pegados sobre su cama, el último de los cuales terminaba
abruptamente: era apenas el mes de enero de 1990 y ahora le faltaban sólo ocho
números por tachar.
—Pero ¿con qué la ligaste, compadre, ron, marihuana y qué más?
Porque esa nota no puede ser normal, por mi madre que no. —Y el director del
periódico parecía tan convencido que negó además con la cabeza, y sonrió. Habitualmente,
casi todo le daba risa, aunque de cierta forma ahora tenía razón, se dijo, pero
insistió.
—Mira, Alcides, tú sabes que yo no soy bobo. Aquí hay una pila
de gente que se va por Berlín o por Madrid, y si tú empujas yo me puedo ir por
Madrid.
—¿Y qué digo, que quieres ver unos cuadros en España? Mira,
Mauricio, si digo eso lo menos que me pasa es que me interrumpen la misión por
comemierda.
Afuera se levantó una brisa inesperada y el director tuvo que
lanzar sus brazos para evitar que se le volaran los papeles del buró. Parecía
que por segunda vez en todo aquel verano llovería sobre Luanda, y Mauricio
deseó que cayera un aguacero asolador.
—¿Por qué?, porque van a pensar que yo lo que quiero es
quedarme en España, ¿no? Esto es del carajo, Alcides. Aunque hayas estado dos
años «aruñando» en Angola, y te hayas quedado cegato con la cloroquina y se te
hayan jodido hasta las tripas de comer carne en lata, siempre hay algún cabrón
que va a pensar que te quieres quedar. Eso me parece encantador…
El director terminó de acomodar los papeles y encendió un
cigarro. Había dejado de reírse y se pasó una mano por la cara, como si tratara
de borrar con el gesto todo el cansancio y las arrugas que había acumulado en
los últimos meses. En Cuba era apenas subdirector de un periódico provincial,
pero era también un cuadro confiable y lo mandaron entonces a dirigir el
semanario de los colaboradores en Angola, donde hacía su trabajo con la mayor
seriedad. De todas formas, era un hombre afable y hasta inteligente.
—Mira, Mauricio, yo creo que te conozco —dijo al fin sin
sonreír—. Yo creo que aquí en el Africón se conoce mejor a la gente, pero no
quieras que los demás piensen como yo. Tú tienes un mojón en el expediente y
eso lo sabe aquí hasta el loco que anda en cueros por la plaza Kinaxixi. Y si
te quedas en España no serías el primero, y tú lo sabes. Además, está el lío
del pasaje…
—Entonces me van a seguir sacando eso, ¿no? Lo jodido es que
para otra gente no hay líos. Por lo menos para los que se han quedado.
El director volvió a sonreír, apenas sin deseos de hacerlo, y
desde su asiento lanzó el cigarro por la ventana.
—No me chantajees, cabrón… Así que una exposición de
Velázquez… Está bien, voy a ver qué te resuelvo, pero acuérdate que si haces
una locura a mí me cortan los cojones.
—Sería un buen pretexto —dijo Mauricio, y pensó que a veces la
vida no era sólo una mierda.
Para Velázquez, al menos, la vida no fue una mierda. Algo así
trataba de demostrar Emma Micheletti en el librito sobre el pintor que Mauricio
había encontrado en una de las tres librerías de Luanda durante sus primeros
meses de misión, cuando todavía visitaba los museos y las librerías. El tomito Velázquez
estaba empolvado y manchado, en un estante del fondo y junto a otros libros
insólitos —La República, de Platón, en alemán; las Obras escogidas, de Erasmo,
en italiano; y unos folletos sobre fútbol soccer en portugués—, y aunque lo
vendían como nuevo, el libro ya había tenido un dueño: María Fernanda, quien
además de firmarlo y fecharlo (9-7-1974), había subrayado varios párrafos y
oraciones que le parecieron notables por diversas razones —o quizás por una
única—. Tal vez por su misma incapacidad para ver más allá de lo anecdótico o
por su total inhabilidad para marcar dos trazos, Mauricio nunca había sido un
conocedor profundo de la pintura, pero desde que descubrió las marcas de María
Fernanda, aquel volumen n.º 26 de la colección «Los diamantes del arte»,
publicado por Ediciones Toray, de Barcelona, en 1973, se convirtió en una
amable incógnita para él. El hecho de que aquel libro estuviera en venta era el
primer enigma, y la persona de la tal María Fernanda fue el segundo y más
provocador misterio. Al principio se dijo que debía de ser uno de los
portugueses que en 1975 y 1976 huyeron de Angola dejando atrás negocios, casas
y hasta perros y libros; pero cuando rastreó sus huellas y obsesiones y la
conoció mejor, decidió que tal vez María Fernanda había sido una incontrolable
enamorada a la que siempre se le había negado el amor.
Dos subrayados del libro lo indujeron hacia este poético
convencimiento: en la página cinco, en el extremo superior y señalado por dos
barras paralelas en cada margen de la hoja, la dueña original había marcado con
un bolígrafo azul: «En 1624 se establece en Madrid con su familia, en la calle
de la Concepción. Su relación con el rey sólo terminará con la muerte del
pintor y, si alguna vez esta condición disminuyó su libertad, en cambio le
ofreció la posibilidad de una vida tranquila, libre de preocupaciones
financieras y, por otra parte, el soberano nunca le oprimió exageradamente con
obligaciones ni condiciones».
Tres páginas después, al comenzar el epígrafe «La obra», la
presunta amante desafortunada había subrayado todo el primer párrafo, ahora con
tinta roja, y al final había abierto una desconsolada admiración. «La
existencia de Velázquez», decía Emma Micheletti para el agrado o preocupación
de María Fernanda, «fue decididamente feliz y, al observar algunos de sus
elementos, es casi instintivo considerarla paralela a la de Rubens, quien, como
hemos visto, se hizo amigo suyo. Nacidos los dos en junio, parecen extraer
ambos de este nacimiento en el luminoso mes estival los auspicios para una vida
acomodada y feliz y para una afirmación artística precoz, segura y gloriosa. Ambos
estuvieron al servicio de soberanos comprensivos y generosos a los que
sirvieron con fidelidad y con amor; ambos murieron en edad todavía vigorosa,
apenas superados los sesenta años, alcanzada ya la meta ideal de su vida
artística, cuando verdaderamente poco habrían podido añadir a su estilo y su
técnica más perfeccionados. Diferentes, tal vez, fueron en cuanto a su
espíritu, en cuanto a su fuerza expresiva y emotiva; en cuanto al carácter,
Rubens era violentamente vital, inmediato y extravertido; Velázquez calmoso,
reflexivo y observador atento.» (!)
Sólo un espíritu sensible y enamorado, con cierta inclinación
al suicidio, se preocupa tanto por la felicidad y la seguridad, se dijo
Mauricio, y lo persuadió definitivamente en su idea la huella más insólita
dejada por María Fernanda en aquel libro que tanto debió de haber querido. Eran
dos puntos, apenas perceptibles, en el borde inferior de las ilustraciones
sesenta y tres y sesenta y cuatro del catálogo de obras de Velázquez que
ocupaba la segunda mitad de la obra. Mauricio descubrió los puntos porque a él
también lo habían atraído aquellas dos pinturas, menos célebres que Los
borrachos, Las Meninas, La Venus del espejo o La túnica de José, pero
singulares y magnéticas por su tema y concepción. En la referencia a las obras
se leía: «63. VISTA DEL JARDÍN DE LA VILLA MÉDICIS. Sobre tela, 48 × 42 cm.
Madrid, Prado. Se lo conoce como La tarde. Con su pareja, llamado El mediodía,
fue realizado probablemente en 1650. Los dos cuadros son una verdadera
excepción en la producción del maestro. Figuraban ya en los inventarios del
Alcázar en 1666 y están en El Prado desde 1819».
Desde entonces, Mauricio soñó con María Fernanda y con visitar
El Prado para ver aquel díptico deslumbrante en el que Velázquez abandonaba los
espacios cerrados, los reyes, papas, príncipes y bufones y anunciaba
displicentemente, aunque con dos siglos de adelanto, a Corot, y también a Van
Gogh, Renoir, Monet y el impresionismo del XIX. Sobre todo en La tarde:
aquellos árboles que Mauricio decretó que debían ser cipreses, aunque nunca
había visto un ciprés en su vida, de hojas difuminadas sobre los arcos de una
galería renacentista, y la luz imprecisa y tibia, pero resuelta, que borraba
los contornos de los dos personajes prestos a conversar en un primer plano y
del hombre de la capa que, al fondo, disfruta de espaldas al espectador del
paisaje de pinos y sauces que se pierden en la distancia. Aquella tarde
magnífica en el jardín de los Médicis daba deseos de vivir y transmitía el
júbilo que debió de sentir el artista mientras dejaba correr, libre y sin
compromisos con reyes más o menos comprensivos y generosos, sus mejores
pinceladas de hombre apacible.
Al cabo de un tiempo, Mauricio no tuvo ya ninguna duda: Diego
Rodríguez de Silva y Velázquez había sido feliz al menos una tarde de su vida y
María Fernanda era una mujer etérea y encantadora, que andaba por el mundo con
aquel libro que la volvía loca de envidia por no haberse sentido feliz siquiera
un mediodía. María Fernanda había comprendido que la felicidad es un privilegio
demasiado esquivo para los que no son reyes y quizás se había perdido en la
selva africana buscando su propio reinado en la soledad.
—Dale, compra una botella de ron, que me la debes —le dijo
Alcides y, por supuesto, sonrió. Pero Mauricio lo miró serio, incrédulo y
esperanzado.
—No me jodas, Alcides.
—Te vas el día tres por Madrid. Llegas allá a las cuatro de la
tarde y sales el cuatro a las diez de la mañana para La Habana. Te da tiempo,
¿no?
Mauricio fue al cuarto y buscó las siete mil kwanzas. Aquello
bien merecía el ron que el director le exigía y bajó hasta el cuarto piso.
Ortelio, el del almacén central, siempre tenía, para él y para sus amigos, era
el eslogan de su negocio, para los amigos a siete mil kwanzas la botella de
Havana Club tres años, y algunas otras menudencias más o menos apetecibles:
cartones de cigarros, por ejemplo.
Sentados en el balcón del apartamento descorcharon el litro y
Mauricio no pudo evitar que se le ocurriera un brindis.
—Por Velázquez.
—Por mí, qué carajos —dijo Alcides y rozó el vaso de su
subordinado—, porque si no es por mí, se jode Velázquez.
Y bebieron. Bebieron varios tragos hablando del calor, del
tiempo que le faltaba a Alcides y de las cosas que haría Mauricio al llegar a
La Habana: templarse diez veces seguidas a su mujer, pasarse una semana en la
playa, comerse una pizza en La Rampa y no hacerse una paja más nunca en su
vida, porque se le había puesto el tubo que parecía un manubrio de bicicleta:
tenía los cuatro dedos marcados. Y sobre todo caminar por las calles en la
noche, sin que nadie se lo prohibiera ni en la oscuridad lo esperara un enemigo
invisible.
—¿Y qué vas a hacer en el periódico?
Mauricio terminó su quinto trago antes de responder.
—No sé, espero que después de estos dos años me quiten el pie
de arriba y me dejen escribir otra vez de cultura.
Alcides lanzó la colilla a la calle.
—Te llevaron recio, ¿no?
—Recio y pico. Primero me pusieron a reescribirles los trabajos
a los corresponsales de provincia y después me mandaron para acá, para
probarme.
—A mí me pusieron la cabeza así contigo. Me advirtieron que te
vigilara y todo.
—¿Y me lo dices ahora, cabrón?
Alcides encendió otro cigarro y bebió más ron.
—¿Qué tú querías, que me tirara de barriga contigo sin saber
quién coño tú eras? No jodas, Mauricio.
Mauricio sonrió y vio cómo el sol se perdía detrás del Hotel
Trópico.
—Pero me alegro de haberte conocido bien. Tú eres el mejor
periodista que ha trabajado conmigo.
—Gracias por el cumplido, jefe.
—Ojalá que las cosas te salgan bien y que no te quedes en
España. No por mí, sino por los que te jodieron. No les des la razón.
—Parece que voy a pasarme la vida a prueba, como el Challenger.
—Dame más ron. Parece que va a llover otra vez.
—Te imaginas que voy a ver la exposición del siglo, compadre.
Que voy a ver por fin la Vista del jardín de la Villa Médicis…
Y otra vez Alcides sonrió y bebió otro sorbo de ron.
—Tú terminas loco o metiéndote a maricón. Me la juego que sí.
—Pero esta vez no sonrió. Miró a los ojos de Mauricio y le dijo—: ¿Tú crees que
en Cuba nos volvamos a ver?
El ron y la noticia de su viaje a Madrid le habían provocado
cierta euforia ligera y Mauricio pensó hacer un chiste, pero se contuvo.
—¿Tú crees que después que salgamos de aquí sigamos siendo
amigos?
—Me gustaría que sí —suspiró Alcides y parecía triste.
Generalmente el alcohol le ponía a flote sus más íntimas nostalgias—. Porque
creo que te voy a extrañar. Son como quince meses viéndote la cara todos los
días.
—Ojalá pudiéramos seguir siendo amigos. Cualquier guerra es
demasiado jodida para que al final uno se quede sin las cosas más importantes,
¿no?
—Te voy a visitar un día y yo voy a llevar el ron. De verdad
que me gustaría.
Mauricio miró hacia la calle, que se oscurecía con las nubes
cada vez más bajas, y lamentó la desconfianza que durante varios meses sintió
por aquel hombre. En Cuba tal vez Alcides nunca hubiera sido su amigo, quizás
ni siquiera habrían conversado jamás, pero allí, entre tantas nostalgias,
miedos y soledades, todo podía ser distinto y definitivamente indeleble: sí, se
alegraría al verlo otra vez, con sus tres bolígrafos en la guayabera, su
sonrisa insoportable y sus manías de hombre atinado y demasiado responsable.
—Espero por el ron —dijo al fin.
—Hasta tengo ganas de abrazarte —dijo el otro.
—Tú también terminas loco o maricón —dijo Mauricio y trató de
imitar la sonrisa perenne del director.
Todavía le parecía mentira. La cadena de contingencias que lo
habían puesto en Madrid, aquel 3 de febrero de 1990, era demasiado compleja
para ser posible y mucho menos real. Pensó cuánto le hubiera gustado contarle
todo eso a María Fernanda: desde sus problemas en el periódico hasta el
hallazgo de su libro, y pedirle que lo guiara hacia El Prado para ver juntos
las setenta y nueve pinturas del sevillano y convencerse al fin de que la dueña
del libro era precisamente esa mujer que lo había buscado toda la vida sin
imaginar siquiera que él vivía en un barrio polvoriento y pendenciero de La Habana,
que hasta dos años antes jamás imaginó cuánto lo podría añorar… Cuando era muy
joven y leía biografías de hombres notables, Mauricio se aficionó a desentrañar
los vericuetos que van haciendo las vidas de las gentes: un encuentro casual,
una decisión inesperada, un acto fortuito: ¿por qué en su propia vida no habría
nada de eso? Él mismo se consideraba una equivocación y su existencia le
parecía una sucesión de frustraciones y errores que lo habían llevado a perder
todas las ambiciones, todos los sueños. Si él no era un aficionado a la pintura
y jamás en su vida se había detenido a observar una reproducción de Velázquez,
¿por qué se había encontrado sólo aquel libro y no a la mujer que lo había
marcado con sus desvelos? Últimamente había empezado a imaginar el físico de
María Fernanda. Al principio era sólo espíritu, voz y misterio, pero ahora se
le aparecía como una mujer pálida y apacible, de ojos grandes y muy húmedos,
que sonreiría a través de un espejo al verlo llegar. Así la encontró en la ilustración
sesenta y siete del libro, tendida y desnuda. Pero ella nunca lo vería llegar.
Por ahora debía conformarse con la Venus de Velázquez.
—Por favor, ¿hasta qué hora está abierto el Museo del Prado?
El guardia de inmigración miró la foto del pasaporte y entonces
levantó la vista.
—La verdad, señor… —respondió y alzó los hombros, desamparado
y confundido.
—No importa —dijo Mauricio y recogió sus papeles. Pasó al
salón de equipajes y no pudo evitarlo: la brillante limpieza del aeropuerto lo
deslumbró. Dos años caminando por calles que sólo limpiaban el viento y los muy
esporádicos aguaceros de Luanda y viviendo en un apartamento con otros tres
hombres que se turnaban para no barrer, bastaban para que aquel piso sin polvo
ni colillas lograra encantarlo.
Miró su reloj y suspiró: las cuatro y veinticinco. Nadie a su
alrededor tenía cara como de saber a qué hora cerraba el museo. Había calculado
que estaría abierto hasta las nueve. Que saldría del aeropuerto a las cinco,
pasaría por el hotel a dejar las maletas y a más tardar a las seis estaría en
El Prado, con tiempo suficiente para emborracharse de Velázquez.
Fue al baño y mientras orinaba miró de nuevo el reloj: «Sí,
estoy en Madrid», se dijo, a las cuatro y media de la tarde, y al salir
comprendió que era feliz pues su maleta corría por el río mecánico de los
equipajes. Secó el sudor de sus manos y se prohibió mirar otra vez el reloj.
El autobús lo dejó en la Puerta del Sol. Su compañero de
asiento en el viaje desde el Hotel Diana le había explicado cómo tenía que
hacer: una de las calles que desembocan en la Puerta del Sol es Alcalá. Tomas
todo Alcalá y cuando llegues al Banco de España ya estás en Paseo del Prado,
tuerces a la derecha en la fuente de Cibeles y ahí está el museo, macho, le
dijo y le confirmó lo más importante: Está abierto hasta las nueve.
Atravesó la plaza y resistió todas las tentaciones: los cafés,
las tiendas, los candongueros africanos devenidos vendedores callejeros de
gafas, aretes y otras baratijas de contrabando. Ahora sufría un imprevisto
ataque de nostalgia: desde que su compañero de autobús le habló del Paseo del
Prado, dos leones de bronce, traídos desde el Prado habanero, se habían
instalado en su memoria y le reavivaron los deseos de estar al fin en su casa,
con la mujer, los perros y los libros que tanta falta le hacían para vivir.
El frío de Madrid era soportable: una pizarra digital, junto a
un semáforo, marcaba la temperatura y la hora: trece grados y las 5:39 de la
tarde. Y Mauricio sintió deseos de correr. La gente caminaba deprisa,
conversaban sin parar y fumaban como condenados. Entraban y salían de los bares
acomodándose sus abrigos de piel o de lana. Miraban los escaparates de las
tiendas y calculaban si era cierto lo de las rebajas de fin de temporada.
Corrían hacia la boca del metro con un desenfreno capaz de llevarse por delante
cualquier obstáculo humano. A Mauricio le agradaba pensar que ninguna de
aquellas gentes, sin embargo, podría tener la más mínima idea de quién era él y
qué hacía en Madrid, con deseos de correr y eufórico como hacía mucho tiempo no
llegaba a sentirse. Las manos ya no le sudaban y sólo quería detenerse para
tomarse un café, pero no se permitió ese lujo. Toda su fortuna eran dieciséis
dólares y ya había tomado bastante café en Angola.
El Paseo del Prado lo sorprendió: estaba ahí, frente a él,
inconfundible aunque sin leones de bronce, y se colocó entre los que esperaban
el cambio de luz. Sin darse tiempo para contemplar la celebridad de la Cibeles,
atravesó la calle y dobló a la derecha en el corredor central de la avenida,
poblado de árboles, tal vez cipreses, desnudos y oscuros. Estaba a menos de
doscientos metros del museo y al fin le pareció que sí, que era verdad, y por
un momento se acordó de Alcides. En el recuerdo, Alcides sonreía. Y entonces
empezó a correr hacia el apacible atardecer en la Villa de los Médicis.
Cuando el celador del museo le explicó que la instalación
cerraba los lunes y abría los martes a las nueve de la mañana, y que le daba
pena que hubiera venido desde Angola, eso queda por el Congo, ¿no?, y se fuera
al día siguiente, pero que él no podía hacer nada, que estaba cerrado-cerrado,
señor, Mauricio se convenció de que la vida era una mierda, aunque uno
estuviera un 3 de febrero ante las puertas del Prado, a sólo una pared de distancia
de setenta y nueve obras maestras del afable Diego Velázquez. Sobre todo si era
lunes.
Un lunes había muerto su madre, recordó. Un lunes la UNITA
había atacado la caravana donde iba su socio Marquitos, el fotógrafo, que fue
el único muerto en la escaramuza; un lunes lo habían llamado a la dirección del
periódico para halarle las orejas y hasta la vida. También se había casado un
lunes, y se dijo que no tenía constancia ni para la mala suerte.
La fuente de Cibeles lanzaba sus chorros de agua sobre la
carroza de mármol y Mauricio tuvo que sonreír ante el detalle que podían
gastarse los europeos: un pequeño cartel advertía que los tulipanes rojos,
amarillos y púrpuras, sembrados alrededor del monumento, eran un obsequio de la
alcaldía de Ámsterdam al Ayuntamiento de Madrid. Se detuvo en el nacimiento de
aquel Paseo del Prado desprovisto de leones y se sintió vacío y extenuado.
Pensó en regresar al hotel, taparse la cabeza y dormir hasta olvidarse de todo,
pero una señal en la calle y una canción lo obligaron a cambiar el rumbo: PUERTA
DE ALCALÁ, decía, y una flecha indicaba hacia la derecha, cuando empezó a
cantar aquella melodía que dos años antes había llegado a odiar, cuando su
hermano copió el casete de Ana Belén y los moradores de la casa estaban condenados
a oír, a todo volumen y unas diez veces al día, «Mírala, mírala, mírala, \ la
Puerta de Alcalá, \ mírala, mírala, mírala…». Al carajo: la miraría.
Mirándola, Mauricio comprobó que hubo suficientes tulipanes
holandeses para engalanar también la Puerta de Alcalá, la monumental entrada al
viejo Madrid, que Carlos III ordenó construir a Sabatini en su propio honor de
rey ilustrado y victorioso. Bajo aquellos cinco arcos triunfales, ahora vedados
a los transeúntes por los canteros de tulipanes, corrieron durante muchos años
los mejores toros de lidia destinados a morir en la arena y pasaron reyes y
ejércitos, aguadores y mendigos. Tal vez su inefable María Fernanda miró
también alguna vez aquel monumento estricto después de recrearse en El Prado
con las luces y colores tan delicados de Velázquez y comprar en la boutique del
museo el librito que el destino llevaría años después hasta las manos de un
oscuro y sancionado periodista cubano, acusado de no poseer la suficiente
firmeza ideológica para ser un orientador de las masas, según constaba en su
expediente… ¿Qué tendría ella en su mente mientras la miraba? Mauricio quiso
imaginar lo que pensaba María Fernanda, pero terminó volviendo a sí mismo:
¿tendría una segunda oportunidad en su vida para estar en Madrid y atravesar
por fin las puertas de El Prado? ¿Qué haría con sus escuálidos dieciséis
dólares: intentaba emborracharse y rendir su particular triunfo a Baco, o se
comía un cocido madrileño, o le compraba a su mujer los ajustadores que le
había encargado? ¿Qué sucedería cuando regresara al periódico, purificado y
redimido al fin por su abnegada estancia en Angola, evaluada de
excepcionalmente positiva, laboral, ideológica, militar y políticamente por
Alcides y refrendada por el núcleo del Partido y la jefatura de la Misión?
Pensando y mirando la Puerta de Alcalá, Mauricio hasta se olvidó de la canción
y de Velázquez, y se decidió por el cocido madrileño cuando vio al hombre
vestido con un elegante traje gris que, en la otra punta de la calle de Alcalá,
justamente en la línea que sus ojos tendían bajo el arco principal de la
puerta, miraba concentrado las figuras que coronaban el monumento. Entonces el
hombre bajó la vista y su mirada hizo el mismo recorrido, pero en sentido
inverso, al trazado por la mirada de Mauricio: sobre los tulipanes, a través de
la puerta, sorteando el tráfico de la calle, y también lo vio. No puede ser,
dijeron Mauricio y el hombre del traje gris en el mismo instante, cada uno en
su lado de la Puerta de Alcalá.
Faltaban apenas tres meses para graduarse, Mauricio de
filólogo y Frankie de arquitecto, cuando Charo, la novia de Frankie, llamó a
Mauricio y le dijo: «Frankie se fue por el Mariel. Fue a la oficina que
abrieron en el Cuatro Ruedas y dijo que era maricón y le dieron la salida. Te
dejó dos libros».
Los libros eran los dos tomos de la Historia de la
arquitectura moderna, de Leonardo Benevolo, que Mauricio siempre había querido
tener y, sin embargo, jamás volvió a leer desde que fueron suyos.
Se habían conocido cuando comenzaron el décimo grado en una
secundaria de La Víbora y fueron compañeros de aula hasta terminar el pre. Los
cinco años de la carrera los distanciaron un poco, se veían alguna noche para
ir al estadio si los Industriales estaban en buena racha o los sábados para oír
discos de Chicago y los Creedence y tomarse unos tragos de ron, pero Mauricio
siempre lo consideró un buen amigo. Además, tenían otros gustos en común
—Marilyn Monroe (como excepción) y las mujeres trigueñas (como patrón), las
novelas de Raymond Chandler, el bar del Hotel Colina con su mural de perritos
bebedores y los blue-jeans y las sandalias sin medias— y sentían lástima por
los perros callejeros y cierta inquina indefinible por los maricones. Y como
Frankie era católico y Mauricio ateo maldiciente, nunca hablaban de religión:
preferían soñar qué serían en el futuro. Claro: un gran arquitecto y un
escritor famoso.
Mucho tiempo después, cuando era el redactor joven más
solicitado del periódico y lo llamaban de la dirección para encargarle ciertos
trabajos especiales, Mauricio escribió un laureado reportaje sobre la
inmigración china a Cuba y tuvo por primera vez una idea cabal del drama del
desarraigo. Entonces pensó en su antiguo compañero de aula y aficiones, y
recordó que una tarde, caminando por el barrio chino, habían hablado algo sobre
aquel tema.
«¿No te da lástima? A mí me parten la vida estos chinos, la
soledad se los está comiendo por una pata y ya no tienen base para donde
virarse», había dicho Frankie al ver a un chino viejísimo, sucio y escuálido,
que se sacaba las legañas de los ojos y luego las observaba en la punta de sus
dedos, con los párpados casi cerrados.
Por eso, cuando Charo lo llamó y le dijo lo que había hecho
Frankie —dijo que era maricón—, Mauricio se negó a creerlo. Jamás habían
pensado en la posibilidad de que su amigo se fuera de Cuba; y aunque en los
últimos dos meses, enfrascados en sus tesis de grado, sólo habían hablado por
teléfono, Mauricio pensó que nadie decide en ese poco tiempo algo tan
definitivo e irreversible. Y entonces buscó sin éxito una nota entre las
páginas de los libros de arquitectura, conversó con Charo y la muchacha le juró
que tampoco sabía nada, habló con los padres de Frankie y sólo consiguió
hacerlos llorar. Frankie lo había hecho todo en silencio, como alguien que
huye. ¿Por qué dos personas casi iguales pueden hacer cosas tan distintas?, se
preguntó y nunca encontró una respuesta convincente, ni recibió jamás una carta
con un intento de explicación. Era el fin de algo.
Habían bordeado la rotonda que envuelve a la Puerta de Alcalá
y se encontraron con una sonrisa. Frankie parecía saludable y satisfecho: su
traje gris era sobrio y preciso y el pullover de lana que llevaba bajo el saco
se veía cálido y protector. Mauricio no pudo evitarlo: se sintió en desventaja,
aunque más consecuente. Su blue-jean, medio desteñido, era un signo de su
fidelidad a una querida costumbre, y su jacket soviético, de guata y nailon,
amortiguó el abrazo que le brindó aquel hombre venido del pasado y la memoria.
Se miraron unos instantes sin hablar, hasta que Frankie propuso el tono:
—Cojones, Mauricio, cómo te han salido canas.
—Las pajas y la cloroquina… Vengo de estar dos años en Angola
—y rio.
Algunas veces, Mauricio había imaginado aquel encuentro:
pensaba que Frankie volvía a La Habana por unos días para ver a sus padres, y
lo llamaba por teléfono. Lo difícil era concebir la conversación: ¿Frankie se
justificaba? ¿Venía triunfante y le ofrecía dinero para lo que quisiera?
¿Estaba deshecho y jodido como un chino de Zanja? Pero Frankie nunca había
vuelto.
—¿Y qué tú haces aquí si estabas en Angola?
—Ni te lo imaginas… ¿Y tú?
—Vine a un congreso de arquitectura y me voy mañana por la
mañana.
—¿Te va bien?
—Creo que sí. ¿Y tú cómo estás?
—Jodido pero contento —dijo Mauricio, empleando la frase con
que solía responder el padre de Frankie al devolver el saludo.
—Pero esto es increíble. ¿Qué coño me iba a imaginar yo esto?
¿Y tu gente, cómo andan?
Frankie parecía ávido y conmovido. Quería saberlo todo y
lamentó lo de la exposición de Velázquez. Coño, y que yo la vi ayer, compadre,
dijo, mientras caminaban sin rumbo aparente alejándose de la Puerta de Alcalá.
—Oye, Mauricio, ¿y qué tienes que hacer ahora? —preguntó a la
altura de la Cibeles, y Mauricio respondió:
—Esperar a que sea mañana para irme pal carajo.
—Bueno, vamos, te invito a un café. Ahí está el Café Gijón, el
de los escritores. ¿Ya has escrito algún libro?
—Qué memoria tienes.
—Y dilo. Vamos, es allí enfrente.
—Oye, ¿no te perjudica estar aquí, hablando conmigo?
Mauricio estudiaba el ambiente agradable del viejo café
madrileño, propicio a las tertulias, y tuvo que mirar a Frankie.
—A lo mejor sí, pero no te preocupes. Yo soy un
internacionalista y tú uno que te fuiste, pero la verdad es que me alegro de
verte. Hace diez años que me dejaste con una pregunta en el directo.
—Dos cafés y dos jotabé —pidió Frankie—. ¿Con hielo el tuyo?
Mire, los dos sin hielo, por favor, en copa de coñac.
—Estás distinto.
—Y tú estás igualito. Más jodido que contento… Yo también me
alegro de verte. Nunca me atreví a mandarte una carta aunque te escribí como
diez. Sobre todo al principio.
—¿Y qué decías en esas cartas?
—Todo. Creo que todo. Que te quería con cojones, más que a mis
hermanas, y que siempre iba a querer ir contigo al estadio. Oye, man —dijo y
sonrió—, compadre, ya no voy nunca a la pelota.
El camarero regresó con el pedido y lo acomodó sobre la mesa
de mármol. Frankie sacó una cajetilla de cigarros Kaiser y una fosforera
dorada. Encendió un cigarro y probó el café.
—Vivo como Dios, como les gusta decir a los españoles. Bien
con cojones. Empecé trabajando en un banco y me matriculé en la universidad por
la noche y terminé la carrera en tres años. Conseguí una buena pincha, hacía
años que no decía eso, pincha, y gano buena plata y puedo venir de vacaciones a
España todos los veranos. New Jersey es terrible en julio y agosto.
—Y me vas a decir ahora que aunque tienes carro, casa,
televisión por cable y una cuenta en el banco te falta lo más importante. No me
vengas con ese cuento que me lo sé de memoria. ¿Te acuerdas cómo es La Habana
en julio y agosto? Lo jodido es que no hay otro lugar adonde ir…
Frankie sonrió y terminó su whisky de un golpe.
—Salud —dijo Mauricio al levantar el suyo y también lo acabó
de un trago.
—Dos más —pidió Frankie y aplastó el cigarro en el cenicero.
—La vida es una mierda —dijo Mauricio y por primera vez en
muchos días sintió verdaderos deseos de reír—. Mañana por la noche estoy otra
vez en La Habana —dijo al beber la segunda copa de whisky—. Y en vez de haber
visto a Velázquez te he visto a ti. ¿Has vuelto a saber de Charo?
—No, ni quiero que me cuentes. Tengo que protegerme y decidí
cortar con todo.
—También conmigo.
—No jodas, Mauricio. Mira, hace como tres años, leyéndome a
Proust me acordaba de ti, ¿te acuerdas que tú fuiste el único en el pre que se
leyó Un amor de Swann? Y hay una parte, creo que en A la sombra de las
muchachas en flor, en que el cabrón dice que, más o menos así, une más la
consanguinidad de espíritu que la identidad de pensamiento…
—Proust tenía serios problemas ideológicos. En mi periódico no
duraba una semana…
—¿Vas a seguir jodiendo?
—Yo también tengo que protegerme, ¿no? Pide más whisky, anda.
Te va a salir cara la nostalgia.
—Dos más y aceitunas verdes. Las negras saben a mierda. Oye,
Mauricio, ¿y de verdad no has escrito nada?
Mauricio se quitó el abrigo para darse tiempo. Se echó una
aceituna en la boca y acomodó su copa frente a él.
—Antes de ir para Angola todavía hacía el intento a cada rato.
Publiqué como tres cuentos, pero son una mierda, no es lo que quiero. Eran
cosas demasiado evidentes. Ahora a lo mejor escribo algo sobre una mujer que se
llama María Fernanda y se pierde en la selva, y de un periodista que se enamora
de ella y trata de imaginar qué le pasó.
—¿Y esa descarga, man?
—Nada, me gusta María Fernanda. Y tú, ¿cuántas casas has
hecho?
—Ninguna, trabajo en una compañía especializada en las
demoliciones. ¿Qué te parece?
—Demoledor —dijo y ambos rieron. Y Mauricio se preguntó si al
fin y al cabo Proust no tendría razón. Sentía que aquel hombre mundano de traje
gris y zapatos italianos hechos a mano con piel argentina, seguía siendo su
amigo y que nada que hiciera podía cambiar esa condición. Pero le dijo—: No sé,
creo que ya no te conozco. ¿No sabías que mi mamá se murió hace cuatro años?
La historia debía ser muy simple, pero de una simplicidad
conmovedora. Sería, en verdad, la historia de un desencuentro a través de
Europa y África, de dos personas que en realidad habían nacido para fundirse.
El personaje se llamaría María Fernanda, no podía imaginar otro nombre más
adecuado, y debía evitar cualquier influencia hemingwayana.
Algo de aquella ficción ya estaba completamente decidido: la
prosa tendría los colores de Velázquez y el físico de María Fernanda sería el
de La Venus del espejo, aquel imprevisible desnudo que inauguraba el género en
la pintura española, tan atrevido, humano y tangible. Esta decisión, en
puridad, no tenía un origen estético sino esencialmente cerebral: uno de los
días que hojeaba —y ojeaba— el libro de María Fernanda sobre Velázquez se había
detenido más tiempo de previsible en la figura 66-67 (La Venus del espejo.
Sobre tela, 124 × 180 cm. Londres, National Gallery) y el culo de la diosa
mitológica, entregado al espectador en un primer plano que se convertía en
centro focal del dibujo, le provocó a Mauricio una inesperada erección que
concluyó en una satisfactoria y abundante masturbación. Desde ese día pensó que
María Fernanda se debía parecer a Venus y que, si se encontraban alguna vez,
ella lo esperaría, desnuda y tendida, y lo miraría a través del espejo de
Velázquez.
Lo más difícil de trabajar, sin embargo, era el personaje
masculino. Mauricio sabía que iba a escribir en primera persona, aunque le
molestaba la cercanía entre autor y narrador-protagonista que le impondría
aquella perspectiva y, sobre todo, la carga autobiográfica que llevaría el
personaje: aunque él nunca se había lanzado por el mundo en busca de una mujer,
sus expectativas, deseos y desalientos iban a estar flotando sobre aquella criatura
y, definitivamente, terminaría pareciéndose a él. Y aquello era injusto
tratándose de una persona que no desea parecerse a sí misma, pensaba, que no
quiere ser como ha sido, pensaba, que nunca tuvo valor para aceptar los riesgos
que están más allá de una supuesta comodidad y piensa, no obstante, que su vida
es una mierda. ¿Cómo congeniar a aquel tipo con la vitalidad romántica y
existencial que debía tener María Fernanda?
Al final, Mauricio sabía que nunca podría escribir aquella
historia, por más que se lo propusiera. Sencillamente lo desbordaba, pero lo
complacía pensar en la aventura de María Fernanda porque era la única
demostración tangible, al cabo de tantos meses en Angola, de que no estaba seco
para siempre. Entonces observaba otra vez La Venus del espejo y admiraba la
valentía de Velázquez, y su sentido de la libertad artística que ningún rey le
pudo arrebatar del todo. ¿Quién fuiste, quién eres en realidad, María
Fernanda?, se preguntaba tratando de robarle a la penumbra del espejo el rostro
creado por el pintor, y soñaba.
Mauricio aceptó: Frankie conocía un excelente restaurant
argentino cerca de la Castellana donde, aunque el vino no era de primera,
servían los mejores filetes de todo Madrid. Traen la carne desde Buenos Aires,
dijo, seguramente recordaba que Mauricio nunca podía negarse ante un buen
bistec. Y aquello era más que un buen bistec: Mauricio calculó que su churrasco
pesaba cerca de una libra y lo acompañó con otra libra de papas fritas y media
botella de vino tinto de Mendoza y remató el banquete con unos crepes en
almíbar y un buen pedazo de turrón de Alicante.
—Eso era hambre vieja, man —sonrió Frankie mientras encendía
su cigarrillo.
—Nunca como en los aviones, me da ganas de vomitar. Y ya
estaba herido.
—¿Cómo están las cosas allá?
Mauricio sintió deseos de fumar. Hacía cinco años que había
dejado el cigarro y logró superar la crisis de los primeros meses en Angola sin
volver al vicio. Recordó que había sido precisamente él quien indujera a
Frankie a probar su primer cigarro, hacía ya veinte años, y él había desertado.
Encendió el cigarrillo, comprobó que era excelente.
—Creo que peor. Las cosas no andan bien —dijo, sin deseos de
ofrecer más explicaciones.
—¿Y no has pensado irte?
—No voy a irme. A pesar de todo, no voy a irme. ¿Tú sabes que
me tronaron hace tres años y mi misión en Angola fue parte del castigo? Pero no
puedo irme. Y lo peor es que no sé por qué…
—Eso mismo pensaba yo, y me fui, y mírame aquí: sí pude.
—Felicidades.
—No jodas, Mauricio, tú no te imaginas cómo me siento ahora
mismo. Hacía diez años que no te veía y no sé cuántos voy a estar sin ver a mis
viejos. Tu madre se murió hace cuatro años y yo ni lo sabía. Para irme tuve que
decir que era maricón, y por suerte otro mariconcito que estaba en la oficina
dijo que sí, que yo era un gallo tapao, pero que él me había visto con mis
amigas en Coppelia.
—Fue tu decisión, ¿no?
—Sí, fue mi decisión, y no me arrepiento. ¿Y tú, cómo la
pasaste en Angola? He leído que aquello es terrible.
Entonces Mauricio pensó decirle que la había pasado bastante
bien y que no era tan terrible con decían. Pero recordó a Alcides, sentado tras
su buró del periódico, terminando la carta que él debía entregarle a su mujer:
No le digas que me estoy poniendo viejo y que me sube la presión, y menos
todavía que me estoy volviendo un alcohólico de mierda, le pidió Alcides
mientras cerraba el sobre.
—La verdad es que siempre tuve miedo. Pero aguanté y me alegro
de haber resistido a pesar del miedo.
Frankie sonrió y extendió una mano por sobre la mesa, como si
quisiera apoderarse de aquel instante con sólo tocar la mano de su amigo, pero
se detuvo sobre los cigarros.
—Dice Fellini que el personaje que más odia es a Aquiles,
porque nunca tuvo miedo de nada. Me acordé de eso porque no se me olvida el día
que me dijiste que Amarcord era la mejor película del mundo.
—Ahora pienso que es Amadeus. Diez años no pasan por gusto.
Frankie miró a su alrededor, como si temiera que alguien los
estuviera escuchando. Mauricio sabía que iba a decirle algo que le parecía
importante.
—¿Vas a decirle a alguien que nos vimos?
—Aunque no te hubiera visto pensaba ir a ver a los viejos
tuyos. Claro que les voy a contar. No me has dicho si tienes mujer.
—No, ahora no tengo. No es tan fácil como en Cuba. Y a veces
me siento más solo que el carajo.
—Como un chino de Zanja… Yo también me siento solo a veces,
así que no te preocupes demasiado. Lo de Angola no fue fácil. De verdad que
estuve con miedo desde que llegué, con miedo a morirme sin volver, con miedo a
que Graciela me estuviera pegando los tarros, con miedo a quedarme seco para
siempre y no poder escribir más nunca. Todo tiene su precio y cada cual lo paga
como puede. Yo no tengo carro, ni televisor en colores y a mi mujer le hacen
falta unos ajustadores y no tenemos muchachos porque tendríamos que ponerlos a
dormir arriba de nosotros. Pero esa es mi decisión o mi falta de decisión. No
obstante, muchas veces me pregunto si todo eso está bien, si es inevitable que
viva así. No lo sé, la verdad. Lo jodido es que la vida de uno es un proyecto
irrepetible y, si estás equivocado, nunca vas a tener tiempo de arreglar lo que
ya pasó.
—Pero tú puedes cambiar ese proyecto…
—Mentira. No me vengas con cuentos. ¿Tú estás seguro de que no
te equivocaste, eh, dime?
Frankie tomó de su café y encendió otro cigarro.
—No. Todos los días pienso eso. Y sé que me va a costar mucho
trabajo volver a ser feliz.
—Así que feliz, ¿no? ¿Viste en la exposición de Velázquez los
dos cuadros de la Vista del jardín de los Médicis?
Frankie pensó un instante, antes de responder.
—¿Los que parecen impresionistas?
—Esos mismos. Esa es la felicidad más completa que conozco.
Creo que si un día yo pudiera escribir algo así, o sentirme como si estuviera
allí, creo que sería feliz.
—Te estás volviendo loco pal carajo.
—Más bien di que ya estoy loco: pero sé lo que te estoy
diciendo. Uno no puede pasarse la vida ni demoliendo edificios ni pensando que
todo es una mierda. Alguna vez tienes que hacer algo así, aunque no seas un
genio como Velázquez…
El silencio cayó de golpe sobre la mesa. Frankie y Mauricio se
miraron a los ojos. Mauricio vio cómo una lágrima se formaba en las pupilas de
su antiguo compañero y amigo, y bajó la vista para no verlo llorar.
—¿Te has dado cuenta de que a lo mejor nos estamos viendo por
última vez en la vida? —preguntó Frankie y Mauricio asintió, sin valor para
mirarlo.
—Dale tú gracias a Dios que nos hayamos visto otra vez. Yo se
lo voy a agradecer a Velázquez y a María Fernanda.
—Y no sé si es bueno o no haberte visto otra vez. Había cosas en
las que ya ni pensaba, y ahora…
—Tú siempre fuiste más sentimental que yo, por eso nunca me
pude explicar lo que habías hecho. Pero me alegro de haberte visto y de haberme
comido este bistec. Pide más vino, anda —dijo Mauricio y, sin pensarlo, sacó el
último cigarro del paquete y lo encendió tranquilamente—. Cada uno con su
propia cruz, ¿no? Por cierto, ¿viste qué culo tiene la Venus de Velázquez?
Ahora hacía frío en Madrid. El termómetro callejero marcaba
siete grados y, aunque la carne y el vino amortiguaban la frialdad, Mauricio
lamentó no haberse tomado el aguardiente de orujo que pidió Frankie con el
último café. Le gustaba, sin embargo, caminar por aquella ciudad gélida y
semidesierta a esa hora. Durante sus dos años en Luanda tuvo totalmente prohibido
andar por la ciudad después de las seis de la tarde, y vagar otra vez, en plena
madrugada, le hacía recuperar uno de sus hábitos más entrañables. Se imaginó
entonces que recorría Madrid junto a María Fernanda: la había encontrado en El
Prado, de pie y embrujada por la felicidad de Velázquez y la quietud de las Vistas
del jardín de los Médicis, y la reconocía de inmediato. Él le decía: «Tú eres
María Fernanda y yo vengo a devolverte tu libro», y los dos descubrían por fin
que se habían estado buscando durante muchos años…
—No quiero despedirme de ti —dijo entonces Frankie y se detuvo
en la acera—. Sé que va a ser irreversible. Por qué no damos una vuelta por
ahí…
—Ya es irreversible, man —dijo Mauricio y sonrió. Enseguida
comprendió que era un mal chiste y lo lamentó—. Vamos a la Puerta de Alcalá,
dale, para un taxi.
Viajaron en silencio. Algunos termómetros marcaban hasta cinco
grados y Mauricio sentía otra vez deseos de fumar. El taxi los dejó en la
esquina donde se habían encontrado y Frankie pagó.
—Oye, compadre —dijo entonces Mauricio—, regálame tu caja de
cigarros.
Frankie sonrió y le entregó la cajetilla de Kaiser, en la que
apenas faltaban dos cigarrillos.
—¿Vas a volver a fumar?
—Creo que sí. Vaya, te regalo uno.
Encendieron los cigarros y sonrieron.
—Mauricio, ¿quieres dinero para comprarte algo, los
ajustadores de tu mujer, cualquier cosa?
—No, creo que los ajustadores cuestan menos de dieciséis
dólares y no sé si me va a dar tiempo a comprarlos.
—Llévate el dinero, mira, para que te compres una botella de whisky
en el aeropuerto.
—No jodas más, Frankie. Hay cosas que son, como tú dices,
irreversibles… Regálame la fosforera.
Con cierta prisa Frankie buscó el encendedor dorado en su
bolsillo y se lo entregó a su amigo. Mauricio lo miró y dijo:
—Gracias —y lo guardó en el mismo bolsillo del que sacó el
libro. Miró un instante la portada donde, bajo el título y el crédito de Emma
Micheletti, se reproducía un detalle de Las hilanderas. Con la luz ámbar de los
faroles el dibujo parecía resplandecer. Mauricio hojeó el libro y se detuvo en
la página veintitrés, miró a Frankie, y entonces leyó—: «Al volver a Roma,
Velázquez visitó de nuevo la Villa de los Médicis y sintió, intensamente, la
dulce poesía del lugar y de las horas. Todo lo que él pinta casi parece el eco
de un momento lejano en el tiempo, vuelto a encontrar y revivido en una
sensibilidad más completa y madura…». Esto lo marcó María Fernanda. Por algo le
pareció importante, sabe Dios por qué. Es bueno pensar que alguna vez vamos a
visitar otra vez el jardín de los Médicis. Toma, te lo regalo. —Y le extendió
el libro a Frankie—. Por mí y por María Fernanda —agregó y lanzó el cigarro a
la calle.
—Gracias —dijo Frankie, después de leer otra vez el párrafo
marcado con tinta roja.
—Hasta luego, man —dijo Mauricio y comenzó a alejarse.
Sentía que le ardía la garganta y sabía que no era el frío ni
el regreso del cigarro, sino algo mucho más profundo y, justamente,
irreversible. Bordeó la rotonda de la Puerta de Alcalá y se detuvo en el lugar
desde donde la había mirado esa tarde. Allí estaban frescos y galantes los
tulipanes holandeses, la carroza triunfal de Carlos III, los arcos simétricos y
perfectos que daban entrada y salida a Madrid, y, al mirar a través del arco
central, vio al otro extremo de la calle a un hombre elegante, vestido de gris
y con un libro en la mano, desdibujándose en la niebla y la luz de oro que
derramaban las farolas. Parecía una visión irreal, salida de un momento lejano
en el tiempo, vuelta a encontrar y revivida en una sensibilidad más madura y
completa. Por fin lloró.
1991