Viaje a la Luna

Viaje a la Luna

Una memoria a mis antepasados, a mis vivencias...unos versos de futuro.

QUIEN NO SE OCUPA DE NACER SE OCUPA DE MORIR

martes, 8 de marzo de 2016


COOLIDGE EN LA HABANA: La visita anterior
(Por Fernando Martinez Heredia, publicado en www.cubadebate.cu)

Coolidge y Sandino son los nombres
que simbolizan el momento presente.
Toda la antítesis de la situación histórica está definida aquí.
(Julio Antonio Mella)


Se ha repetido, con razón, que Barack Obama será el segundo presidente de Estados Unidos que visite a nuestro país. Por cierto, cualquier lector que desconozca la historia de las relaciones entre ambos países se preguntará cómo es posible que, existiendo tantas relaciones entre ellos desde hace siglos y estando tan próximos geográficamente, solamente un presidente estadounidense haya visitado a Cuba en los casi ciento catorce años de establecido el Estado propio en nuestro país.
Pero, ¿quién fue el primero, el anterior? ¿A qué vino, por qué vino?
Durante 1927 hubo grandes contradicciones y conflictos. El presidente cubano elegido en 1925, Gerardo Machado Morales, pisoteó la legalidad republicana. Mediante la llamada Prórroga de Poderes fue dinamitado y se deslegitimó el sistema político: el Congreso aprobó la extensión de los mandatos para los cuales habían sido electos el ejecutivo y ellos mismos, y convocó una reforma constitucional para ratificar aquel engendro. El ejecutivo se reelegiría por seis años más, hasta 1935, y todos los legisladores se “prorrogaron”. Es decir, todos los politiqueros se pusieron de acuerdo para perpetuarse en el poder, y en sus prebendas y malversaciones. Liquidaron la alternancia liberal-conservadora, mantenida durante un cuarto de siglo mediante un activísimo y muy bien organizado sistema político que era uno de los pilares de la hegemonía burguesa neocolonial en la primera república cubana. Y sustituyeron la práctica política por una palabra intragable: cooperativismo. En realidad, conjugaron sus latrocinios y su ambición con la acción represiva que venía imponiendo Machado desde 1925. Estimaron que, para dominar la protesta popular en la etapa que se le venía encima al país, sería suficiente sustituir la democracia corrompida por una dictadura corrompida.
La  coyuntura anunciaba crisis para el modo de producción: iban a terminar ciento cincuenta años de grande y creciente exportación de azúcar. En la segunda mitad de ese lapso se había reducido la calidad del producto, a azúcar crudo, y su destino: de compradores diversos al predominio de Estados Unidos. De aquel modo se había configurado una relación de dependencia económica respecto a ese país, que fue completada a partir de 1898.
Desde 1895 lo decisivo había dejado de ser “la economía”, porque el pueblo de Cuba se fue en masa a la guerra contra el poder colonial, a conquistar la independencia, las libertades ciudadanas y la igualdad efectiva de las personas. José Martí, el organizador de la contienda, había producido un pensamiento de liberación nacional y justicia social mucho más avanzado que los hechos y las ideas que se movían en la colonia cubana, y la corriente radical encabezada por él y por Antonio Maceo pretendía consumar una revolución que educaría en su proceso guerrero al pueblo para la identidad y la cohesión como cubanos, y para los ejercicios cívicos y las reformas sociales en una república de nuevo tipo. La mayor y más organizada institución propia que había tenido la isla, el Ejército Libertador, las estructuras civiles y de colaboración, el gobierno de la República en Armas, libraron una guerra total en la que España apeló al genocidio, y con su abnegación, heroísmos y sacrificios derrotaron a la metrópoli, al precio de cuatrocientos mil vidas y la destrucción del país.
Entonces Estados Unidos le declaró la guerra a España e invadió a Cuba ayudado por tropas cubanas, obtuvo una fácil victoria y ocupó el país. El “águila avasalladora y rapaz”, como la había llamado Martí, desconoció a las instituciones de la Revolución y obtuvo su disolución, logró que los aspectos sociales del proyecto revolucionario se dejaran a un lado, estimuló y aprovechó la formación de un nuevo orden posrevolucionario y le impuso al país un duro régimen neocolonial –con ribetes de protectorado— como condicionante de su constitución en Estado nacional. Después de un siglo de indiferencia u hostilidad a todo intento de independizar a Cuba del colonialismo europeo –extraña manera de cumplir con la Doctrina Monroe–, y de varias maniobras e intentos en dirección a apoderarse de nuestro país, cuando al fin Estados Unidos tuvo fuerzas suficientes para imponer sus intereses y su voluntad en esta región las utilizó contra Cuba. Ya le era imposible anexarse a la nueva nación, pero quebrantó su proyecto, impidió que aspirara a un desarrollo autónomo, implantó su dominio, sometió a sus autoridades a la subordinación y la complicidad, explotó al país mediante el neocolonialismo y tuvo la aspiración de irlo absorbiendo culturalmente.
Un cuarto de siglo después, Gerardo Machado visitó Washington, en abril de 1927, en busca de un espaldarazo a su política de liquidación del sistema político cubano. Como era de esperar, lo obtuvo, sin que Estados Unidos se preocupara por la liquidación del régimen democrático y los ataques a los derechos humanos que Machado encabezaba en Cuba. Dos años antes había viajado allá, como presidente electo, en una gira triunfante de agasajos, anudamiento de negocios con corporaciones norteamericanas y un abierto entreguismo en lo político. Ahora llevaba también una invitación al presidente Calvin Coolidge a visitar La Habana para la inauguración de la Sexta Conferencia Americana Internacional, que se efectuaría en enero-febrero de 1928.
La sede habanera la había acordado la Quinta Conferencia, en Santiago de Chile, en 1923. Estos eventos, creados por iniciativa de Estados Unidos en 1889, tenían el objetivo de impulsar instrumentos suyos de control y ventajas económicas, y la ideología del panamericanismo, la ropa político-diplomática de su expansionismo imperialista. Entre septiembre de 1889 y mayo de 1991, José Martí analizó y denunció, en diversos medios de prensa, la naturaleza y los procedimientos de esa gran empresa yanqui, en el momento mismo de su nacimiento. El conjunto que forman aquellos textos y varias cartas  –esos documentos personales en los que pueden encontrarse elementos que no se considera conveniente publicar–, revela una campaña que aúna dedicación y sagacidad extraordinarias, dirigida a superar ignorancias y condenar complicidades, crear conciencia y unir voluntades en el continente, para que se enfrentaran al peligro inminente del nuevo imperialismo.
En la creación de este acervo iluminador para los cubanos de todos los tiempos, de esta lectura indispensable en los tiempos que corren, Martí vivió un trance doloroso. Sentía el retraso y la falta de preparación de muchos medios latinoamericanos para la tarea ciclópea que veía claramente –la segunda independencia–, y aún más sentía que no fuera a ser Cuba capaz de organizar y desatar muy pronto, a tiempo, su revolución de liberación nacional, que por su contenido y su proyección liquidaría el viejo colonialismo europeo y le cerraría el paso al nuevo colonialismo norteamericano, e inauguraría la época de la nueva liberación continental. Lo dice al inicio de Versos sencillos, una cumbre de su creación poética: “Fue aquel invierno de angustia…” Pero esos versos son coetáneos nada menos que de aquel opúsculo fundamental del continente, “Nuestra América”.
En una de sus cartas, Martí revela a un amigo una profecía:
Sobre nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos, y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla a la guerra para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres. Ni maldad más fría. ¿Morir, para dar pie en qué levantarse a estas gentes que nos empujan a la muerte para su beneficio? Valen más nuestras vidas, y es necesario que la Isla sepa a tiempo esto. ¡Y hay cubanos, cubanos, que sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses![2]
Los avances de Estados Unidos hacia el dominio de nuestro continente no estaban exentos de escollos y oposiciones. Por un lado, gran parte de los Estados latinoamericanos había nacido de gestas revolucionarias que reivindicaron una identidad de la región, y el nacionalismo particularizado era una ideología muy fuerte, generalizada desde el siglo XIX; idiomas y otros rasgos culturales muy arraigados resistían a las influencias de la república del Norte. Por otro, varios países mantenían grandes relaciones con Europa, sobre todo con Gran Bretaña. Pero la tendencia general en los Estados independientes latinoamericanos fue de numerosos recortes o conculcación de las libertades, negación de la justicia social, exclusión o represión de grupos étnicos y de luchas sociales, y gran número de conflictos entre países de la región. Al mismo tiempo, predominaron las relaciones económicas desventajosas con los países capitalistas de mayor desarrollo, agravadas por la cooptación que hacían de gobiernos y sectores dominantes en cada país, y por el uso de la violencia para imponerse. Dominantes y dominados a la vez, muchos beneficiarios de los sistemas de la región fueron subordinados o cómplices.[3]
Sin embargo, fue ganando terreno la oposición al uso de la fuerza por las potencias para cobrar deudas de países más débiles, y en la conferencia de Chile había surgido una corriente que reclamaba al panamericanismo establecer como principio la no intervención. Esto último era a todas luces muy sensible, porque Estados Unidos poseía una historia muy extensa de intervencionismo, se había convertido en el gendarme de la cuenca caribeña desde el inicio del siglo, y en 1927 mantenía el dominio colonial sobre Puerto Rico, fuertes controles sobre República Dominicana y la ocupación militar de Haití y Nicaragua.
En aquel momento, Nicaragua era el centro neurálgico –y escandaloso– de la actuación imperialista. Esta comenzó en 1909, al provocar la dimisión del presidente José Santos Zelaya, que había regido a su país desde 1893 con orden y un saldo de avances del Estado y la sociedad. La pugna entre liberales y conservadores, y entre entreguistas y nacionalistas de ambos partidos, fue atizada por el intervencionismo yanqui, hasta desembocar en una gran guerra civil en 1912. Ante el riesgo de ser derrotados, los entreguistas pidieron ayuda militar, y el país fue invadido a partir del 5 de agosto. El general repudio popular a la intervención fue aplastado mediante un baño de sangre, sobre todo en Masaya y en León, en octubre, y los invasores asesinaron al general Benjamín Zeledón, jefe liberal radical que se enfrentó resueltamente al imperialismo.[4]
Ni el republicano Taft ni el demócrata Wilson confrontaron dificultades internas al aplicar la política de ambas administraciones, idéntica, de aplastamiento de Nicaragua. Sin soberanía ni control sobre su economía, sujeto a exacciones y despojo de recursos, peón en la geopolítica norteamericana, administrado por lacayos desnacionalizados y corruptos de la ocupación, el país sufrió graves retrocesos. El “Tratado” Bryan-Chamorro, obligó a Nicaragua a cederle a Estados Unidos la concesión exclusiva para construir, operar y mantener un canal interoceánico por cualquier lugar del país y en el momento en que lo decidieran. Es decir, a no construirlo.
Solo en 1925 terminó la ocupación, pero un año después regresaron los marines para defender al presidente conservador Adolfo Díaz, favorito de Washington, de una insurrección liberal. El pretexto de tan bárbaro atropello puede leerse en un documento oficial, “Objetivos y políticas bolcheviques en México y América Latina”. Nadie ha aportado jamás ninguna evidencia de trabajo alguno de la URSS en la Nicaragua de 1926, pero el presidente Coolidge hizo este comentario para enfrentar las críticas: “No estamos haciéndole la guerra a Nicaragua, del mismo modo que un policía en la calle no le está haciendo la guerra a los transeúntes”.[5] Curiosa o muy despectiva manera de referirse a un país.
Los papeles no siempre son los mismos, y en aquella coyuntura el Congreso fue el que expresó fuertes objeciones a la acción del Ejecutivo. El complot comunista resultaba increíble, y se denunció que el presidente se había excedido en cuanto a sus atribuciones al ordenar que se volviera a ocupar Nicaragua. Como el gobierno alegó que las tropas yanquis estaban tratando de lograr que las elecciones nicaragüenses de 1928 fueran limpias, el senador George Norris declaró que si el presidente enviaba marines para garantizar que se dieran elecciones honestas, entonces debía enviarlos a Filadelfia y a Pittsburgh, notorias por la corrupción política que imperaba en ellas.[6]
Pero, como suele suceder, el destino de los pueblos agredidos no mejora ni cambia a consecuencia de los escarceos políticos y los desacuerdos jurisdiccionales que sucedan dentro de Estados Unidos. Marines, gobernantes, banqueros, políticos y medios de prensa se repartieron el trabajo de engañar a su opinión pública, aplastar la rebelión constitucionalista en Nicaragua, reprimir al pueblo y después pactar con los políticos liberales que les sirvieron para modernizar su dominación. Por ejemplo, el 8 de febrero de 1927, aviones norteamericanos bombardearon la ciudad de Chinandega, causando numerosas víctimas en la población civil y destrucción de viviendas. Pero tres meses después forzaron a los conservadores a un pacto con sus adversarios que ponía fin a la guerra civil, porque habían puesto a su servicio a uno de los principales jefes liberales, José María Moncada. Este fue premiado al año siguiente con la presidencia del país ocupado.
Sin embargo, 1927 no sería el año de otra imposición y otro saqueo impunes. Un trabajador manual nicaragüense procedente de los sectores más humildes, Augusto C. Sandino, que vivía una experiencia laboral y de formación política en México, regresó a su patria en 1926 para participar en la insurrección liberal, reunió a mineros y campesinos consigo, obtuvo armas y comenzó a distinguirse por sus acciones y su decisión. Cuando los líderes liberales le entregaron la causa al invasor y muchas personas fueron ganadas por el derrotismo, Sandino se negó a aceptar la rendición y fijó en una frase sencilla y tajante la disyuntiva: “Ni me vendo, ni me rindo. Yo quiero patria libre o morir”. El 25 de mayo de 1927 se internó en Las Segovias al frente de guerrilleros que comenzaron a pelear sin tregua. Pronto fue obvio que había comenzado una guerra popular, y Estados Unidos fue enviando cada vez más soldados, secundados por la aviación. A fines del año los sandinistas les causaban numerosas bajas y recibían las simpatías de muchos paisanos suyos, que veían como aquel pequeño ejército paupérrimo enfrentaba con éxito al coloso supuestamente todopoderoso.
Una ola de expresiones de solidaridad con la Guerra de Sandino se extendió por el continente y el mundo. En gran número de países se dio publicidad a la lucha nicaragüense; se constituyeron comités de apoyo y también arribaron a Las Segovias combatientes internacionalistas latinoamericanos. Sagazmente, Sandino atendió y le dio calor al trabajo de relaciones internacionales mediante emisarios, activistas y comunicaciones que enviaba a instituciones y eventos. En México la solidaridad alcanzó sus mayores logros, y en enero de 1928 se constituyó el Comité Manos Fuera de Nicaragua (MAFUENIC). Julio Antonio Mella fue uno de sus dirigentes principales.
El súbito y radical cambio de la situación en Nicaragua fue posible por la determinación y la grandeza de un hombre humilde y sin instrucción, hasta ese momento desconocido, y por el espíritu de sacrificio y el heroísmo de una masa de gente del pueblo sencillo, que tuvo que arrostrarlo todo y aprender todo lo necesario para convertirse en el Ejército Defensor de la Soberanía de Nicaragua, conducido por Sandino. Nada de esto parecía posible, ni al ánimo de los pusilánimes ni a la lógica y los datos de los analistas. Los sandinistas libraron su guerra de guerrillas durante seis años con varios miles de combatientes, sostuvieron 531 combates, llegaron  a actuar en gran parte del territorio nacional y Estados Unidos nunca pudo derrotarlos.
A fines de 1927, el prestigio internacional norteamericano estaba muy dañado por la resonancia que alcanzaba la resistencia sandinista. El crecimiento de la conciencia era palpable en la difusión que alcanzó la expresión condenatoria “imperialismo yanqui”; activistas e investigadores explicaban la entraña y los manejos de lo que muchos llamaban imperialismo económico, y el papel decisivo de la violencia imperialista para abrir puertas o eliminar oposiciones al despojo y la explotación. La hipocresía de la gran república campeona de la libertad y la democracia, supuestamente diferente al colonialismo de Europa, era puesta al desnudo. La cita del panamericanismo amenazaba convertirse en un teatro de acusaciones contra el imperialismo, a partir de la propuesta de que se firmara una convención que prohibiera la intervención. El gobierno de Estados Unidos necesitaba la fiel colaboración del anfitrión, su lacayo cubano, para impedir una derrota. Y la obtuvo. Un emisario itinerante de Machado le pidió a cada Estado miembro que no dejara de participar, y los cubanos encargados de los preparativos fueron muy diligentes en atar cabos con los documentos, cabildeos y demás engendros de ese tipo de cónclaves, siempre al servicio de su patrón norteamericano.
El canciller Frank Billings Kellogg, en su condición de presidente de la Unión Panamericana, firmaba la invitación a la conferencia y el programa que regiría su contenido. Este constituía una coyunda ejemplar. Un punto acerca de los “métodos de solución pacífica de las diferencias interamericanas” ofrecía a los diplomáticos un lugar en el cual exhibir sus dotes de aparentar que discutirían problemas reales. Los otros siete puntos y el reglamento anulaban toda efectividad a los que divergieran de Estados Unidos. Y el Reglamento limitaba las deliberaciones a las materias contenidas en el programa, salvo que dos terceras partes de los miembros votaran considerar un nuevo asunto, a partir de una moción a la que se le prohibiría debatirse. Le cerraban así el paso a propuestas de México y otros países que reclamaran aprobar el principio de No Intervención, discutir la situación de Nicaragua o rotar la presidencia de la Unión Panamericana, que desempeñaba siempre un norteamericano. Una fuente norteña dijo que “los asuntos fuera del programa no serán tratados”. El cubano Antonio Sánchez de Bustamante Sirvén, presidente de la delegación anfitriona, fue más lejos, al declarar a un diario habanero que “la Conferencia no tratará asuntos políticos”.[7]
Por cierto, este Kellogg, que tuvo tanta responsabilidad en la reocupación de Nicaragua y era muy hostil al gobierno de México, adquirió notoriedad mundial por ser promotor, junto al canciller francés Aristide Brian, del primer pacto internacional que condenó y prohibió la guerra como instrumento de solución en los conflictos internacionales, en 1928. Ese mismo año, Estados Unidos se opuso expresamente, en La Habana, a toda iniciativa que limitara sus intervenciones armadas o permitiera dirimir los conflictos latinoamericanos mediante instrumentos legales internacionales. Pero sesenta y dos países firmaron y ratificaron su adhesión al Pacto Brian-Kellogg, por lo que al norteamericano le otorgaron graciosamente el Premio Nobel de la Paz en 1929. Los dueños del mundo podían firmar acuerdos de paz entre ellos y hasta repartirse premios, los demás países no eran sujetos plenos para el derecho internacional.
Machado quiso vestir de gala a la capital cubana, a la vez que jactarse de su notorio Plan de Obras. La gran escalinata de acceso a la Universidad de La Habana, en construcción, fue dedicada a la Conferencia. La recia protesta cívica organizada en un Directorio Estudiantil contra la Prórroga de Poderes había sufrido la represión creciente, junto a trabajadores y oposicionistas, pero no desapareció. El 11 de noviembre resurgieron los actos de repudio a la dictadura en la Colina, y Gabriel Barceló, el máximo líder juvenil comunista de aquella generación, invitó a los estudiantes a derribar el gran cartel que le dedicaba la obra al evento panamericano. Y lo echaron abajo de inmediato.
La represión fue arreciando según se acercaba la Conferencia. Una comisión de haitianos que pretendía dirigirse a la conferencia fue detenida a su llegada a Cuba y expulsada. En la madrugada del 15 de enero de 1928, los obreros Noske Yalob y Claudio Bouzón, que habían sido detenidos por repartir el manifiesto del Partido Comunista contra la Conferencia, fueron asesinados y sus cuerpos fueron arrojados a la bahía. Fueron los primeros mártires de aquella organización revolucionaria. Pocas horas después, en esa misma bahía, se fondeó el acorazado Texas, en el que viajó a Cuba Calvin Coolidge, presidente de Estados Unidos.
Entre aduladores, cómplices y subordinados locales, y patriotas que detestaban la presencia del representante máximo del país que explotaba y ejercía una dominación neocolonial sobre Cuba, transcurrió la breve visita de Calvin Coolidge. El día 16, de inauguración de la reunión panamericana, fue declarado de fiesta nacional, a ver si así se conseguía que pareciera un día trascendental. Esa noche, acompañado por Gerardo Machado, el mandatario norteamericano llegó al suntuoso Teatro que se había llamado Tacón y ahora se llamaba Nacional. No se pudo evitar que desde el gentío reunido en el Parque Central llegaran algunos gritos de “¡Abajo el imperialismo yanqui!” y “¡Viva Sandino!”, pero el incidente no pasó de allí.
El discurso de Calvin Coolidge en aquel acto solemne no fue realmente importante. Entre lugares comunes y vaciedades como la de que todos los habitantes de América eran iguales, dijo que “el espíritu de libertad es universal, reina entre las naciones una actitud de paz y de buena voluntad. La resolución de arreglar las diferencias entre nosotros mismos, sin recurrir a la fuerza, sino aplicando los principios de justicia y equidad, es una de nuestras características de mayor relieve. La soberanía de las naciones pequeñas es respetada.” Es difícil concebir una diferencia mayor que la que existía entre una alocución tan seráfica como esta y las acciones criminales y los atropellos a la soberanía y la integridad de países latinoamericanos que estaba realizando Estados Unidos en los mismos momentos en que su presidente disertaba.
Los gacetilleros cazadores de anécdotas recogieron su insulsa vendimia. En una cena oficial, Coolidge se negó a tomar champán, y solo bebió agua. Es que al sentirse en Cuba como en territorio yanqui, obedeció el dictamen de la “ley seca” que allá estaba en vigor, ironizó Julio Antonio. Y cumplida la tarea de oficiar en el rito panamericano, el presidente partió de regreso a su país.
Los trabajos de la conferencia duraron cinco semanas. A pesar de algunas oposiciones e incidentes, Estados Unidos logró controlar la situación, porque los Estados de la región estaban muy lejos de disponerse a mantener posiciones autónomas y coordinaciones a favor de sus intereses frente a la gran potencia del continente. Cierto número de gobiernos eran servidores abiertos del imperialismo y otros no se atrevían a desafiarlo. La propuesta de acordar el principio de No Intervención fue diferida para la siguiente Conferencia, que se celebraría en Montevideo en 1933.
La antítesis real, la guerra sandinista, arreció, sin hacer caso a la Sexta Conferencia. A partir del 30 de diciembre los guerrilleros les causaron ocho muertos y treinta y un heridos a sus adversarios –según fuentes militares yanquis– en varios encuentros en la zona de Quilalí, y los mantuvieron sitiados en ese poblado entre el 2 y el 10 de enero de 1928, hasta que las tropas yanquis lograron retirarse a San Albino. El día 9 se ordenó el envío a Nicaragua del 11º regimiento de Infantería de Marina, con 1148 hombres. La rebelión de un pueblo resonaba en la Conferencia de La Habana.[8]
La aviación, que no había podido obtener resultados militares contra los rebeldes, recibió aparatos más capaces y bombardeó sin cesar El Chipote, cuartel general de Sandino, donde la inteligencia militar aseguraba que el rebelde resistiría hasta el final, mientras Coolidge visitaba La Habana. El día 20 se decidió que la infantería tomara El Chipote, pero con cautela y destrozando todo follaje o piedra sospechosos. Con solo tres heridos por francotiradores, tres millas y seis días después ocuparon la cima, sin encontrar ningún enemigo. El jefe de los marines declaró que confiaba en que muy pronto dejaría de correr la sangre en Nicaragua. En realidad, Sandino se había movido tranquilamente un poco más al sur, y ocupó el pueblo de San Rafael del Norte  el 2 de febrero, con 150 combatientes. Al día siguiente le dio allí una larga entrevista  al joven  periodista norteamericano Carleton Beals, el cual, muy bien impresionado por el patriota y su causa, publicó una serie en The Nation, “Con Sandino en Nicaragua”, durante siete semanas a partir del 22 de febrero. El texto de Beals, publicado después como libro, fue una contribución al conocimiento de la verdad sobre la guerra revolucionaria sandinista.
El 22 de febrero también terminó en La Habana la Sexta Conferencia, sin pena ni gloria. Pero, cinco días después, los sandinistas del general Ortez obtenían en El Bramadero un resonante triunfo contra una columna y convoy de marines.[9]
En virtud de la guerra de ideas, los funcionarios norteamericanos estaban obligados a llamarles “bandidos” a los rebeldes nicaragüenses. Macaulay narra algunos sofismas que se utilizaron, y también la censura. Por su parte, Augusto C. Sandino era plenamente consciente del carácter de su lucha y del lugar histórico de la gesta que encabezaba. Por eso pudo escribir: “El pueblo nicaragüense anhela romper, a costa de su propia sangre, con las ligaduras con que lo han atado los agentes del imperialismo yanqui en Nicaragua. Y anhela el pueblo nicaragüense cambiar el régimen oligárquico que hoy pretende regirlo por un régimen común del pueblo y para el pueblo”.  “Este movimiento es nacional y antimperialista. Mantenemos la bandera de libertad para Nicaragua y para toda Hispanoamérica. Por lo demás, en el terreno social este movimiento es popular…” Y fijó la trascendencia histórica de sus ideales y de sus hechos: “Nosotros iremos hacia el sol de la libertad o hacia la muerte; y si morimos, nuestra causa seguirá viviendo. Otros nos seguirán”.[10]
Las personalidades estadounidenses que ocuparon la presidencia en aquella primera fase del siglo XX eran diferentes entre sí, como sucede siempre. Sin duda, el más interesante y de mayor colorido fue Theodore  Roosevelt. El famoso Teddy, político con un costado aventurero y que sabía escribir, fue un presidente que impulsó reformas internas, creó los parques nacionales en defensa de los bosques y utilizó con largueza sus poderes ejecutivos. Al mismo tiempo, fue un campeón del expansionismo imperialista, y el creador de la doctrina del gran garrote y del corolario que lleva su apellido, que instituía a Estados Unidos como el policía de la región.[11] Una expresión popular de la política intervencionista norteamericana, buena para uso de los medios, fue “diplomacia del dólar”, una creación de un Secretario de Estado de aquellos años, Philander C. Knox, protagonista del intervencionismo en Nicaragua desde 1909.
Calvin Coolidge tuvo una magra biografía, y no parece haber sido un individuo brillante. Pero, gracias al alto cargo que desempeñó, los estudiosos de materias internacionales pueden encontrar una doctrina que lleva su nombre, fechada en 1922. Estaba destinada a anular la Doctrina Calvo, de 1868. Esta postulaba que un Estado no puede aceptar la “desigualdad injustificable entre nacionales y extranjeros” en casos de conflagraciones internas. “La protección diplomática de los extranjeros –decía—es un instrumento de opresión empleado por los Estados fuertes contra los débiles”.  Según enunció su doctrina el presidente Coolidge, el 25 de abril de 1927:
Esto es… bien claro que nuestro gobierno tiene ciertos derechos sobre o ciertas obligaciones hacia nuestros propios ciudadanos y sus bienes dondequiera que estos se hallen localizados. La persona y la propiedad de un ciudadano son parte del dominio general de la nación, lo mismo estando en el extranjero.[12]
Las diferencias generan consecuencias. La historia no ha olvidado a Theodore Roosevelt. Solo los especialistas recuerdan a Calvin Coolidge. Para millones de personas el nombre de Sandino sigue lleno de significación, más aún que en aquel año 1928 en el que Henri Barbusse le atribuyó un título histórico: general de hombres libres.
Las personalidades estadounidenses que han ocupado la presidencia en la primera fase de este siglo XXI también son diferentes entre sí, como es de rigor. Portan doctrinas y tienen o no rasgos, cualidades y defectos personales que propician cierto número de diferencias y especificidades. Pero nada en el saldo de sus actuaciones se sale del denominador común, de la constante en la que están irremediablemente inscritos: el imperialismo norteamericano.
Dentro de dos semanas el presidente Barack Obama será el protagonista de la segunda visita en casi ciento catorce años. El profesor, todavía joven, nos ha invitado más de una vez a que olvidemos la historia, a dejar a un lado los recuerdos difíciles y mirar solo hacia adelante. Parece un consejo pragmático, una virtud que según ciertos folkloristas y muchos hijos de vecino posee en alto grado el pueblo norteamericano. Pero hacerle caso sería caer en una trampa mortal.
Los pueblos colonizados no tienen historia. Cuba logró ser una nación mediante la determinación de sus hijos de darlo todo por la libertad y la justicia social. A la hora de las grandes pruebas, hizo la guerra revolucionaria y arrostró el genocidio, ofrendó la vida y destruyó sus riquezas, y supo ganar la identidad nacional, la patria, el Estado y la ciudadanía mediante el sacrificio masivo, la abnegación y el heroísmo. El imperialismo norteamericano y sus lacayos nacionales recortaron y truncaron la revolución cubana, pero el paso colosal ya se había dado: Cuba tenía su historia, gloriosa y admonitoria, y tenía por ende futuro, en forma de exigencia y de proyecto.
En la república burguesa neocolonizada la historia cubana sufría, pero estaba viva y alentaba las resistencias, las rebeldías y las propuestas. Y cuando un nuevo movimiento revolucionario logró al fin agrupar fuerzas, atrajo al pueblo al combate y se acercó a la victoria, en aquellos días de diciembre de 1958, se sabía que una población había sido liberada al escuchar que su estación radial trasmitía el Himno Invasor de 1895. Entonces Cuba se liberó definitivamente y conquistó toda la justicia; la unión del poder revolucionario con el pueblo desatado consolidó la soberanía y la voluntad popular, y produjo el proyecto liberador más humano y ambicioso que se ha conocido.
Era tan trascendental aquel proceso que impresionaba en el cuartel general enemigo. John F. Kennedy, sin dudas la personalidad más notable que ocupó la presidencia norteamericana en la segunda mitad del siglo XX, en 1960 reconoció ampliamente en público la verdad de la Cuba de los cincuenta, el papel de Estados Unidos y las razones de la Revolución cubana. Sin embargo, en esa misma campaña presidencial asumió todo el repertorio de acusaciones y amenazas contra Cuba. Y lo decisivo es que como presidente fue protagonista de las acciones y campañas más sangrientas, dirigidas a la liquidación violenta de la Revolución. Es indudable que resultó un adversario muy inteligente y capaz, pero eso no lo llevó a ordenar el cese de las agresiones y aceptar la soberanía plena y la opción socialista de Cuba. No podía superar la constante.
Más de medio siglo después, es imposible borrar la historia terrible de la guerra no declarada y de los crímenes cometidos y los daños causados con el simple reconocimiento de que eso no dio resultado, en declaraciones en las que no se muestra pesar alguno por esos hechos –ni se les menciona–, pero en las que se reitera la misión providencial de Estados Unidos de lograr la libertad, la reeducación y la consecuente felicidad del pueblo cubano. La declaración oficial del 17 de diciembre de 2014 está dentro de ese contenido, y a veces parece una versión trasnochada de la Resolución Conjunta de 1898.
Casi quince meses después, se ha ido desarrollando un proceso de negociaciones entre los dos países cuyo análisis no es del caso emprender aquí, pero es obvio que la política que guía la estrategia norteamericana actual consiste en volverse determinante en un eventual retroceso de la sociedad cubana al capitalismo, separar a Cuba del campo popular y de sus aliados en este continente y disminuir su soberanía nacional.
Sandino trajo a Coolidge a La Habana hace ochenta y ocho años. La gran revolución cubana hace venir hoy al presidente Obama a La Habana. Es solamente por eso que esta segunda visita será importante, mientras que la primera no lo fue. En vez de servidores y cantores del imperialismo, lo interpela la dignísima declaración del Gobierno Revolucionario del viernes 4, que demanda la eliminación de una Orden Ejecutiva contra Venezuela dictada por él hace un año y recién prorrogada. Y “reitera de manera resuelta y leal su apoyo incondicional y el de nuestro pueblo” a la Venezuela bolivariana.
Ya nadie podrá jamás imponernos la dieta de garrote y zanahoria.
La historia puede ser madre y ser maestra: en nuestro caso lo es. Los cubanos de hoy somos hijos de nuestra historia, aprendimos de ella y estamos orgullosos de ella. Y somos muy capaces de actuar en consecuencia, para enfrentar y vencer a garrotes, drones, zanahorias, dólares diplomáticos, sonrisas mentirosas, guerra financiera, iniciativas minúsculas y agresiones permanentes.
Como diría Julio Antonio Mella, la antítesis de la situación histórica sigue estando bien definida.