COOLIDGE EN LA HABANA:
La visita anterior
(Por Fernando Martinez Heredia, publicado en www.cubadebate.cu)
Coolidge y
Sandino son los nombres
que simbolizan el momento presente.
Toda la antítesis de la situación histórica está definida aquí.
(Julio Antonio Mella)
que simbolizan el momento presente.
Toda la antítesis de la situación histórica está definida aquí.
(Julio Antonio Mella)
Se
ha repetido, con razón, que Barack Obama será el segundo presidente de Estados Unidos
que visite a nuestro país. Por cierto, cualquier lector que
desconozca la historia de las relaciones entre ambos países se preguntará cómo
es posible que, existiendo tantas relaciones entre ellos desde hace siglos y
estando tan próximos geográficamente, solamente un presidente estadounidense
haya visitado a Cuba en los casi ciento catorce años de establecido el Estado
propio en nuestro país.
Pero, ¿quién fue el
primero, el anterior? ¿A qué vino, por qué vino?
Durante
1927 hubo grandes contradicciones y conflictos. El presidente cubano elegido en
1925, Gerardo Machado
Morales, pisoteó la legalidad republicana. Mediante la llamada
Prórroga de Poderes fue dinamitado y se deslegitimó el sistema político: el
Congreso aprobó la extensión de los mandatos para los cuales habían sido
electos el ejecutivo y ellos mismos, y convocó una reforma constitucional para
ratificar aquel engendro. El ejecutivo se reelegiría por seis años más, hasta
1935, y todos los legisladores se “prorrogaron”. Es decir, todos los
politiqueros se pusieron de acuerdo para perpetuarse en el poder, y en sus
prebendas y malversaciones. Liquidaron la alternancia liberal-conservadora, mantenida
durante un cuarto de siglo mediante un activísimo y muy bien organizado sistema
político que era uno de los pilares de la hegemonía burguesa neocolonial en la
primera república cubana. Y sustituyeron la práctica política por una palabra
intragable: cooperativismo. En realidad, conjugaron sus latrocinios y su
ambición con la acción represiva que venía imponiendo Machado desde 1925.
Estimaron que, para dominar la protesta popular en la etapa que se le venía
encima al país, sería suficiente sustituir la democracia corrompida por una
dictadura corrompida.
La coyuntura
anunciaba crisis para el modo de producción: iban a terminar ciento cincuenta
años de grande y creciente exportación de azúcar. En la segunda mitad de ese
lapso se había reducido la calidad del producto, a azúcar crudo, y su destino:
de compradores diversos al predominio de Estados Unidos. De aquel modo se había
configurado una relación de dependencia económica respecto a ese país, que fue
completada a partir de 1898.
Desde
1895 lo decisivo había dejado de ser “la economía”, porque el pueblo de Cuba se
fue en masa a la guerra contra el poder colonial, a conquistar la
independencia, las libertades ciudadanas y la igualdad efectiva de las
personas. José Martí, el organizador de la
contienda, había producido un pensamiento de liberación nacional y
justicia social mucho más avanzado que los hechos y las ideas que se movían en
la colonia cubana, y la corriente radical encabezada por él y por Antonio Maceo
pretendía consumar una revolución que educaría en su proceso guerrero al pueblo
para la identidad y la cohesión como cubanos, y para los ejercicios cívicos y
las reformas sociales en una república de nuevo tipo. La mayor y más organizada
institución propia que había tenido la isla, el Ejército Libertador, las
estructuras civiles y de colaboración, el gobierno de la República en Armas,
libraron una guerra total en la que España apeló al genocidio, y con su
abnegación, heroísmos y sacrificios derrotaron a la metrópoli, al precio de
cuatrocientos mil vidas y la destrucción del país.
Entonces
Estados Unidos le declaró la guerra a España e invadió a Cuba ayudado por
tropas cubanas, obtuvo una fácil victoria y ocupó el país. El “águila
avasalladora y rapaz”, como la había llamado Martí, desconoció a las
instituciones de la Revolución y obtuvo su disolución, logró que los aspectos
sociales del proyecto revolucionario se dejaran a un lado, estimuló y aprovechó
la formación de un nuevo orden posrevolucionario y le impuso al país un duro
régimen neocolonial –con ribetes de protectorado— como condicionante de su
constitución en Estado nacional. Después de un siglo de indiferencia u
hostilidad a todo intento de independizar a Cuba del colonialismo europeo
–extraña manera de cumplir con la Doctrina Monroe–, y de varias maniobras e
intentos en dirección a apoderarse de nuestro país, cuando al fin Estados
Unidos tuvo fuerzas suficientes para imponer sus intereses y su voluntad en
esta región las utilizó contra Cuba. Ya le era imposible anexarse a la nueva
nación, pero quebrantó su proyecto, impidió que aspirara a un desarrollo
autónomo, implantó su dominio, sometió a sus autoridades a la subordinación y
la complicidad, explotó al país mediante el neocolonialismo y tuvo la
aspiración de irlo absorbiendo culturalmente.
Un cuarto de siglo
después, Gerardo Machado visitó Washington, en abril de 1927, en busca de un
espaldarazo a su política de liquidación del sistema político cubano. Como era
de esperar, lo obtuvo, sin que Estados Unidos se preocupara por la liquidación
del régimen democrático y los ataques a los derechos humanos que Machado
encabezaba en Cuba. Dos años antes había viajado allá, como presidente electo,
en una gira triunfante de agasajos, anudamiento de negocios con corporaciones
norteamericanas y un abierto entreguismo en lo político. Ahora llevaba también
una invitación al presidente Calvin Coolidge a visitar La Habana para la
inauguración de la Sexta Conferencia Americana Internacional, que se efectuaría
en enero-febrero de 1928.
La sede habanera la
había acordado la Quinta Conferencia, en Santiago de Chile, en 1923. Estos
eventos, creados por iniciativa de Estados Unidos en 1889, tenían el objetivo
de impulsar instrumentos suyos de control y ventajas económicas, y la ideología
del panamericanismo, la ropa político-diplomática de su expansionismo
imperialista. Entre septiembre de 1889 y mayo de 1991, José Martí analizó y
denunció, en diversos medios de prensa, la naturaleza y los procedimientos de
esa gran empresa yanqui, en el momento mismo de su nacimiento. El conjunto que
forman aquellos textos y varias cartas –esos documentos personales en los
que pueden encontrarse elementos que no se considera conveniente publicar–,
revela una campaña que aúna dedicación y sagacidad extraordinarias, dirigida a
superar ignorancias y condenar complicidades, crear conciencia y unir
voluntades en el continente, para que se enfrentaran al peligro inminente del
nuevo imperialismo.
En
la creación de este acervo iluminador para los cubanos de todos los tiempos, de
esta lectura indispensable en los tiempos que corren, Martí vivió un trance
doloroso. Sentía el retraso y la falta de preparación de muchos medios
latinoamericanos para la tarea ciclópea que veía claramente –la segunda
independencia–, y aún más sentía que no fuera a ser Cuba capaz de organizar y
desatar muy pronto, a tiempo, su revolución de liberación nacional, que por su
contenido y su proyección liquidaría el viejo colonialismo europeo y le cerraría
el paso al nuevo colonialismo norteamericano, e inauguraría la época de la
nueva liberación continental. Lo dice al inicio de Versos sencillos, una cumbre de
su creación poética: “Fue aquel invierno de angustia…” Pero esos versos son
coetáneos nada menos que de aquel opúsculo fundamental del continente, “Nuestra
América”.
En una de sus cartas,
Martí revela a un amigo una profecía:
Sobre
nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora
conocemos, y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla a la guerra para
tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de
garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los
pueblos libres. Ni maldad más fría. ¿Morir, para dar pie en qué levantarse a
estas gentes que nos empujan a la muerte para su beneficio? Valen más nuestras
vidas, y es necesario que la Isla sepa a tiempo esto. ¡Y hay cubanos, cubanos,
que sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses![2]
Los avances de Estados
Unidos hacia el dominio de nuestro continente no estaban exentos de escollos y
oposiciones. Por un lado, gran parte de los Estados latinoamericanos había
nacido de gestas revolucionarias que reivindicaron una identidad de la región,
y el nacionalismo particularizado era una ideología muy fuerte, generalizada
desde el siglo XIX; idiomas y otros rasgos culturales muy arraigados resistían
a las influencias de la república del Norte. Por otro, varios países mantenían
grandes relaciones con Europa, sobre todo con Gran Bretaña. Pero la tendencia
general en los Estados independientes latinoamericanos fue de numerosos
recortes o conculcación de las libertades, negación de la justicia social,
exclusión o represión de grupos étnicos y de luchas sociales, y gran número de
conflictos entre países de la región. Al mismo tiempo, predominaron las
relaciones económicas desventajosas con los países capitalistas de mayor
desarrollo, agravadas por la cooptación que hacían de gobiernos y sectores
dominantes en cada país, y por el uso de la violencia para imponerse.
Dominantes y dominados a la vez, muchos beneficiarios de los sistemas de la
región fueron subordinados o cómplices.[3]
Sin embargo, fue ganando
terreno la oposición al uso de la fuerza por las potencias para cobrar deudas
de países más débiles, y en la conferencia de Chile había surgido una corriente
que reclamaba al panamericanismo establecer como principio la no intervención.
Esto último era a todas luces muy sensible, porque Estados Unidos poseía una
historia muy extensa de intervencionismo, se había convertido en el gendarme de
la cuenca caribeña desde el inicio del siglo, y en 1927 mantenía el dominio
colonial sobre Puerto Rico, fuertes controles sobre República Dominicana y la
ocupación militar de Haití y Nicaragua.
En aquel momento,
Nicaragua era el centro neurálgico –y escandaloso– de la actuación
imperialista. Esta comenzó en 1909, al provocar la dimisión del presidente José
Santos Zelaya, que había regido a su país desde 1893 con orden y un saldo de
avances del Estado y la sociedad. La pugna entre liberales y conservadores, y
entre entreguistas y nacionalistas de ambos partidos, fue atizada por el
intervencionismo yanqui, hasta desembocar en una gran guerra civil en 1912.
Ante el riesgo de ser derrotados, los entreguistas pidieron ayuda militar, y el
país fue invadido a partir del 5 de agosto. El general repudio popular a la
intervención fue aplastado mediante un baño de sangre, sobre todo en Masaya y
en León, en octubre, y los invasores asesinaron al general Benjamín Zeledón,
jefe liberal radical que se enfrentó resueltamente al imperialismo.[4]
Ni el republicano Taft
ni el demócrata Wilson confrontaron dificultades internas al aplicar la
política de ambas administraciones, idéntica, de aplastamiento de Nicaragua.
Sin soberanía ni control sobre su economía, sujeto a exacciones y despojo de
recursos, peón en la geopolítica norteamericana, administrado por lacayos
desnacionalizados y corruptos de la ocupación, el país sufrió graves
retrocesos. El “Tratado” Bryan-Chamorro, obligó a Nicaragua a cederle a Estados
Unidos la concesión exclusiva para construir, operar y mantener un canal
interoceánico por cualquier lugar del país y en el momento en que lo
decidieran. Es decir, a no construirlo.
Solo en 1925 terminó la
ocupación, pero un año después regresaron los marines para defender al
presidente conservador Adolfo Díaz, favorito de Washington, de una insurrección
liberal. El pretexto de tan bárbaro atropello puede leerse en un documento
oficial, “Objetivos y políticas bolcheviques en México y América Latina”. Nadie
ha aportado jamás ninguna evidencia de trabajo alguno de la URSS en la
Nicaragua de 1926, pero el presidente Coolidge hizo este comentario para
enfrentar las críticas: “No estamos haciéndole la guerra a Nicaragua, del mismo
modo que un policía en la calle no le está haciendo la guerra a los
transeúntes”.[5] Curiosa o muy despectiva manera de referirse a un país.
Los papeles no siempre
son los mismos, y en aquella coyuntura el Congreso fue el que expresó fuertes
objeciones a la acción del Ejecutivo. El complot comunista resultaba increíble,
y se denunció que el presidente se había excedido en cuanto a sus atribuciones
al ordenar que se volviera a ocupar Nicaragua. Como el gobierno alegó que las
tropas yanquis estaban tratando de lograr que las elecciones nicaragüenses de
1928 fueran limpias, el senador George Norris declaró que si el presidente
enviaba marines para garantizar que se dieran elecciones honestas, entonces
debía enviarlos a Filadelfia y a Pittsburgh, notorias por la corrupción
política que imperaba en ellas.[6]
Pero, como suele
suceder, el destino de los pueblos agredidos no mejora ni cambia a consecuencia
de los escarceos políticos y los desacuerdos jurisdiccionales que sucedan
dentro de Estados Unidos. Marines, gobernantes, banqueros, políticos y medios
de prensa se repartieron el trabajo de engañar a su opinión pública, aplastar
la rebelión constitucionalista en Nicaragua, reprimir al pueblo y después
pactar con los políticos liberales que les sirvieron para modernizar su
dominación. Por ejemplo, el 8 de febrero de 1927, aviones norteamericanos
bombardearon la ciudad de Chinandega, causando numerosas víctimas en la
población civil y destrucción de viviendas. Pero tres meses después forzaron a
los conservadores a un pacto con sus adversarios que ponía fin a la guerra
civil, porque habían puesto a su servicio a uno de los principales jefes
liberales, José María Moncada. Este fue premiado al año siguiente con la
presidencia del país ocupado.
Sin embargo, 1927 no
sería el año de otra imposición y otro saqueo impunes. Un trabajador manual
nicaragüense procedente de los sectores más humildes, Augusto C. Sandino, que
vivía una experiencia laboral y de formación política en México, regresó a su
patria en 1926 para participar en la insurrección liberal, reunió a mineros y
campesinos consigo, obtuvo armas y comenzó a distinguirse por sus acciones y su
decisión. Cuando los líderes liberales le entregaron la causa al invasor y
muchas personas fueron ganadas por el derrotismo, Sandino se negó a aceptar la
rendición y fijó en una frase sencilla y tajante la disyuntiva: “Ni me vendo,
ni me rindo. Yo quiero patria libre o morir”. El 25 de mayo de 1927 se internó
en Las Segovias al frente de guerrilleros que comenzaron a pelear sin tregua.
Pronto fue obvio que había comenzado una guerra popular, y Estados Unidos fue
enviando cada vez más soldados, secundados por la aviación. A fines del año los
sandinistas les causaban numerosas bajas y recibían las simpatías de muchos
paisanos suyos, que veían como aquel pequeño ejército paupérrimo enfrentaba con
éxito al coloso supuestamente todopoderoso.
Una ola de expresiones
de solidaridad con la Guerra de Sandino se extendió por el continente y el
mundo. En gran número de países se dio publicidad a la lucha nicaragüense; se
constituyeron comités de apoyo y también arribaron a Las Segovias combatientes
internacionalistas latinoamericanos. Sagazmente, Sandino atendió y le dio calor
al trabajo de relaciones internacionales mediante emisarios, activistas y
comunicaciones que enviaba a instituciones y eventos. En México la solidaridad
alcanzó sus mayores logros, y en enero de 1928 se constituyó el Comité Manos
Fuera de Nicaragua (MAFUENIC). Julio Antonio Mella fue uno de sus dirigentes principales.
El súbito y radical
cambio de la situación en Nicaragua fue posible por la determinación y la
grandeza de un hombre humilde y sin instrucción, hasta ese momento desconocido,
y por el espíritu de sacrificio y el heroísmo de una masa de gente del pueblo
sencillo, que tuvo que arrostrarlo todo y aprender todo lo necesario para
convertirse en el Ejército Defensor de la Soberanía de Nicaragua, conducido por
Sandino. Nada de esto parecía posible, ni al ánimo de los pusilánimes ni a la
lógica y los datos de los analistas. Los sandinistas libraron su guerra de
guerrillas durante seis años con varios miles de combatientes, sostuvieron 531
combates, llegaron a actuar en gran parte del territorio nacional y
Estados Unidos nunca pudo derrotarlos.
A fines de 1927, el
prestigio internacional norteamericano estaba muy dañado por la resonancia que
alcanzaba la resistencia sandinista. El crecimiento de la conciencia era
palpable en la difusión que alcanzó la expresión condenatoria “imperialismo
yanqui”; activistas e investigadores explicaban la entraña y los manejos de lo
que muchos llamaban imperialismo económico, y el papel decisivo de la violencia
imperialista para abrir puertas o eliminar oposiciones al despojo y la
explotación. La hipocresía de la gran república campeona de la libertad y la
democracia, supuestamente diferente al colonialismo de Europa, era puesta al
desnudo. La cita del panamericanismo amenazaba convertirse en un teatro de
acusaciones contra el imperialismo, a partir de la propuesta de que se firmara
una convención que prohibiera la intervención. El gobierno de Estados Unidos
necesitaba la fiel colaboración del anfitrión, su lacayo cubano, para impedir
una derrota. Y la obtuvo. Un emisario itinerante de Machado le pidió a cada
Estado miembro que no dejara de participar, y los cubanos encargados de los
preparativos fueron muy diligentes en atar cabos con los documentos, cabildeos
y demás engendros de ese tipo de cónclaves, siempre al servicio de su patrón
norteamericano.
El canciller Frank Billings
Kellogg, en su condición de presidente de la Unión Panamericana, firmaba la
invitación a la conferencia y el programa que regiría su contenido. Este
constituía una coyunda ejemplar. Un punto acerca de los “métodos de solución
pacífica de las diferencias interamericanas” ofrecía a los diplomáticos un
lugar en el cual exhibir sus dotes de aparentar que discutirían problemas
reales. Los otros siete puntos y el reglamento anulaban toda efectividad a los
que divergieran de Estados Unidos. Y el Reglamento limitaba las deliberaciones
a las materias contenidas en el programa, salvo que dos terceras partes de los
miembros votaran considerar un nuevo asunto, a partir de una moción a la que se
le prohibiría debatirse. Le cerraban así el paso a propuestas de México y otros
países que reclamaran aprobar el principio de No Intervención, discutir la
situación de Nicaragua o rotar la presidencia de la Unión Panamericana, que
desempeñaba siempre un norteamericano. Una fuente norteña dijo que “los asuntos
fuera del programa no serán tratados”. El cubano Antonio Sánchez de Bustamante
Sirvén, presidente de la delegación anfitriona, fue más lejos, al declarar a un
diario habanero que “la Conferencia no tratará asuntos políticos”.[7]
Por cierto, este
Kellogg, que tuvo tanta responsabilidad en la reocupación de Nicaragua y era
muy hostil al gobierno de México, adquirió notoriedad mundial por ser promotor,
junto al canciller francés Aristide Brian, del primer pacto internacional que
condenó y prohibió la guerra como instrumento de solución en los conflictos
internacionales, en 1928. Ese mismo año, Estados Unidos se opuso expresamente,
en La Habana, a toda iniciativa que limitara sus intervenciones armadas o
permitiera dirimir los conflictos latinoamericanos mediante instrumentos legales
internacionales. Pero sesenta y dos países firmaron y ratificaron su adhesión
al Pacto Brian-Kellogg, por lo que al norteamericano le otorgaron graciosamente
el Premio Nobel de la Paz en 1929. Los dueños del mundo podían firmar acuerdos
de paz entre ellos y hasta repartirse premios, los demás países no eran sujetos
plenos para el derecho internacional.
Machado quiso vestir de
gala a la capital cubana, a la vez que jactarse de su notorio Plan de Obras. La
gran escalinata de acceso a la Universidad de La Habana, en construcción, fue
dedicada a la Conferencia. La recia protesta cívica organizada en un Directorio
Estudiantil contra la Prórroga de Poderes había sufrido la represión creciente,
junto a trabajadores y oposicionistas, pero no desapareció. El 11 de noviembre
resurgieron los actos de repudio a la dictadura en la Colina, y Gabriel
Barceló, el máximo líder juvenil comunista de aquella generación, invitó a los
estudiantes a derribar el gran cartel que le dedicaba la obra al evento
panamericano. Y lo echaron abajo de inmediato.
La
represión fue arreciando según se acercaba la Conferencia. Una comisión de
haitianos que pretendía dirigirse a la conferencia fue detenida a su llegada a
Cuba y expulsada. En la madrugada del 15 de enero de 1928, los obreros Noske
Yalob y Claudio Bouzón, que habían sido detenidos por repartir el manifiesto
del Partido Comunista contra la Conferencia, fueron asesinados y sus cuerpos
fueron arrojados a la bahía. Fueron los primeros mártires de aquella
organización revolucionaria. Pocas horas después, en esa misma bahía, se fondeó
el acorazado Texas, en el
que viajó a Cuba Calvin Coolidge, presidente de Estados Unidos.
Entre aduladores,
cómplices y subordinados locales, y patriotas que detestaban la presencia del
representante máximo del país que explotaba y ejercía una dominación
neocolonial sobre Cuba, transcurrió la breve visita de Calvin Coolidge. El día
16, de inauguración de la reunión panamericana, fue declarado de fiesta
nacional, a ver si así se conseguía que pareciera un día trascendental. Esa
noche, acompañado por Gerardo Machado, el mandatario norteamericano llegó al
suntuoso Teatro que se había llamado Tacón y ahora se llamaba Nacional. No se
pudo evitar que desde el gentío reunido en el Parque Central llegaran algunos
gritos de “¡Abajo el imperialismo yanqui!” y “¡Viva Sandino!”, pero el
incidente no pasó de allí.
El discurso de Calvin
Coolidge en aquel acto solemne no fue realmente importante. Entre lugares
comunes y vaciedades como la de que todos los habitantes de América eran
iguales, dijo que “el espíritu de libertad es universal, reina entre las
naciones una actitud de paz y de buena voluntad. La resolución de arreglar las
diferencias entre nosotros mismos, sin recurrir a la fuerza, sino aplicando los
principios de justicia y equidad, es una de nuestras características de mayor
relieve. La soberanía de las naciones pequeñas es respetada.” Es difícil concebir
una diferencia mayor que la que existía entre una alocución tan seráfica como
esta y las acciones criminales y los atropellos a la soberanía y la integridad
de países latinoamericanos que estaba realizando Estados Unidos en los mismos
momentos en que su presidente disertaba.
Los gacetilleros
cazadores de anécdotas recogieron su insulsa vendimia. En una cena oficial,
Coolidge se negó a tomar champán, y solo bebió agua. Es que al sentirse en Cuba
como en territorio yanqui, obedeció el dictamen de la “ley seca” que allá
estaba en vigor, ironizó Julio Antonio. Y cumplida la tarea de oficiar en el
rito panamericano, el presidente partió de regreso a su país.
Los trabajos de la
conferencia duraron cinco semanas. A pesar de algunas oposiciones e incidentes,
Estados Unidos logró controlar la situación, porque los Estados de la región
estaban muy lejos de disponerse a mantener posiciones autónomas y
coordinaciones a favor de sus intereses frente a la gran potencia del
continente. Cierto número de gobiernos eran servidores abiertos del
imperialismo y otros no se atrevían a desafiarlo. La propuesta de acordar el
principio de No Intervención fue diferida para la siguiente Conferencia, que se
celebraría en Montevideo en 1933.
La antítesis real, la
guerra sandinista, arreció, sin hacer caso a la Sexta Conferencia. A partir del
30 de diciembre los guerrilleros les causaron ocho muertos y treinta y un
heridos a sus adversarios –según fuentes militares yanquis– en varios
encuentros en la zona de Quilalí, y los mantuvieron sitiados en ese poblado
entre el 2 y el 10 de enero de 1928, hasta que las tropas yanquis lograron
retirarse a San Albino. El día 9 se ordenó el envío a Nicaragua del 11º
regimiento de Infantería de Marina, con 1148 hombres. La rebelión de un pueblo
resonaba en la Conferencia de La Habana.[8]
La
aviación, que no había podido obtener resultados militares contra los rebeldes,
recibió aparatos más capaces y bombardeó sin cesar El Chipote, cuartel general
de Sandino, donde la inteligencia militar aseguraba que el rebelde resistiría
hasta el final, mientras Coolidge visitaba La Habana. El día 20 se decidió que
la infantería tomara El Chipote, pero con cautela y destrozando todo follaje o
piedra sospechosos. Con solo tres heridos por francotiradores, tres millas y seis
días después ocuparon la cima, sin encontrar ningún enemigo. El jefe de los
marines declaró que confiaba en que muy pronto dejaría de correr la sangre en
Nicaragua. En realidad, Sandino se había movido tranquilamente un poco más al
sur, y ocupó el pueblo de San Rafael del Norte el 2 de febrero, con 150
combatientes. Al día siguiente le dio allí una larga entrevista al
joven periodista norteamericano Carleton Beals, el cual, muy bien
impresionado por el patriota y su causa, publicó una serie en The Nation, “Con Sandino en
Nicaragua”, durante siete semanas a partir del 22 de febrero. El texto de
Beals, publicado después como libro, fue una contribución al conocimiento de la
verdad sobre la guerra revolucionaria sandinista.
El 22 de febrero también
terminó en La Habana la Sexta Conferencia, sin pena ni gloria. Pero, cinco días
después, los sandinistas del general Ortez obtenían en El Bramadero un
resonante triunfo contra una columna y convoy de marines.[9]
En virtud de la guerra
de ideas, los funcionarios norteamericanos estaban obligados a llamarles
“bandidos” a los rebeldes nicaragüenses. Macaulay narra algunos sofismas que se
utilizaron, y también la censura. Por su parte, Augusto C. Sandino era
plenamente consciente del carácter de su lucha y del lugar histórico de la
gesta que encabezaba. Por eso pudo escribir: “El pueblo nicaragüense anhela
romper, a costa de su propia sangre, con las ligaduras con que lo han atado los
agentes del imperialismo yanqui en Nicaragua. Y anhela el pueblo nicaragüense
cambiar el régimen oligárquico que hoy pretende regirlo por un régimen común
del pueblo y para el pueblo”. “Este movimiento es nacional y
antimperialista. Mantenemos la bandera de libertad para Nicaragua y para toda
Hispanoamérica. Por lo demás, en el terreno social este movimiento es popular…”
Y fijó la trascendencia histórica de sus ideales y de sus hechos: “Nosotros
iremos hacia el sol de la libertad o hacia la muerte; y si morimos, nuestra
causa seguirá viviendo. Otros nos seguirán”.[10]
Las personalidades
estadounidenses que ocuparon la presidencia en aquella primera fase del siglo
XX eran diferentes entre sí, como sucede siempre. Sin duda, el más interesante
y de mayor colorido fue Theodore Roosevelt. El famoso Teddy, político con
un costado aventurero y que sabía escribir, fue un presidente que impulsó
reformas internas, creó los parques nacionales en defensa de los bosques y
utilizó con largueza sus poderes ejecutivos. Al mismo tiempo, fue un campeón
del expansionismo imperialista, y el creador de la doctrina del gran garrote y
del corolario que lleva su apellido, que instituía a Estados Unidos como el
policía de la región.[11] Una expresión popular de la política intervencionista
norteamericana, buena para uso de los medios, fue “diplomacia del dólar”, una
creación de un Secretario de Estado de aquellos años, Philander C. Knox,
protagonista del intervencionismo en Nicaragua desde 1909.
Calvin Coolidge tuvo una
magra biografía, y no parece haber sido un individuo brillante. Pero, gracias
al alto cargo que desempeñó, los estudiosos de materias internacionales pueden
encontrar una doctrina que lleva su nombre, fechada en 1922. Estaba destinada a
anular la Doctrina Calvo, de 1868. Esta postulaba que un Estado no puede
aceptar la “desigualdad injustificable entre nacionales y extranjeros” en casos
de conflagraciones internas. “La protección diplomática de los extranjeros
–decía—es un instrumento de opresión empleado por los Estados fuertes contra
los débiles”. Según enunció su doctrina el presidente Coolidge, el 25 de
abril de 1927:
Esto
es… bien claro que nuestro gobierno tiene ciertos derechos sobre o ciertas
obligaciones hacia nuestros propios ciudadanos y sus bienes dondequiera que
estos se hallen localizados. La persona y la propiedad de un ciudadano son parte
del dominio general de la nación, lo mismo estando en el extranjero.[12]
Las diferencias generan
consecuencias. La historia no ha olvidado a Theodore Roosevelt. Solo los
especialistas recuerdan a Calvin Coolidge. Para millones de personas el nombre
de Sandino sigue lleno de significación, más aún que en aquel año 1928 en el
que Henri Barbusse le atribuyó un título histórico: general de hombres libres.
Las personalidades
estadounidenses que han ocupado la presidencia en la primera fase de este siglo
XXI también son diferentes entre sí, como es de rigor. Portan doctrinas y
tienen o no rasgos, cualidades y defectos personales que propician cierto
número de diferencias y especificidades. Pero nada en el saldo de sus
actuaciones se sale del denominador común, de la constante en la que están
irremediablemente inscritos: el imperialismo norteamericano.
Dentro de dos semanas el
presidente Barack Obama será el protagonista de la segunda visita en casi
ciento catorce años. El profesor, todavía joven, nos ha invitado más de una vez
a que olvidemos la historia, a dejar a un lado los recuerdos difíciles y mirar
solo hacia adelante. Parece un consejo pragmático, una virtud que según ciertos
folkloristas y muchos hijos de vecino posee en alto grado el pueblo norteamericano.
Pero hacerle caso sería caer en una trampa mortal.
Los pueblos colonizados
no tienen historia. Cuba logró ser una nación mediante la determinación de sus
hijos de darlo todo por la libertad y la justicia social. A la hora de las
grandes pruebas, hizo la guerra revolucionaria y arrostró el genocidio, ofrendó
la vida y destruyó sus riquezas, y supo ganar la identidad nacional, la patria,
el Estado y la ciudadanía mediante el sacrificio masivo, la abnegación y el
heroísmo. El imperialismo norteamericano y sus lacayos nacionales recortaron y
truncaron la revolución cubana, pero el paso colosal ya se había dado: Cuba
tenía su historia, gloriosa y admonitoria, y tenía por ende futuro, en forma de
exigencia y de proyecto.
En la república burguesa
neocolonizada la historia cubana sufría, pero estaba viva y alentaba las
resistencias, las rebeldías y las propuestas. Y cuando un nuevo movimiento
revolucionario logró al fin agrupar fuerzas, atrajo al pueblo al combate y se
acercó a la victoria, en aquellos días de diciembre de 1958, se sabía que una
población había sido liberada al escuchar que su estación radial trasmitía el
Himno Invasor de 1895. Entonces Cuba se liberó definitivamente y conquistó toda
la justicia; la unión del poder revolucionario con el pueblo desatado consolidó
la soberanía y la voluntad popular, y produjo el proyecto liberador más humano
y ambicioso que se ha conocido.
Era tan trascendental
aquel proceso que impresionaba en el cuartel general enemigo. John F. Kennedy,
sin dudas la personalidad más notable que ocupó la presidencia norteamericana
en la segunda mitad del siglo XX, en 1960 reconoció ampliamente en público la
verdad de la Cuba de los cincuenta, el papel de Estados Unidos y las razones de
la Revolución cubana. Sin embargo, en esa misma campaña presidencial asumió
todo el repertorio de acusaciones y amenazas contra Cuba. Y lo decisivo es que
como presidente fue protagonista de las acciones y campañas más sangrientas,
dirigidas a la liquidación violenta de la Revolución. Es indudable que resultó
un adversario muy inteligente y capaz, pero eso no lo llevó a ordenar el cese
de las agresiones y aceptar la soberanía plena y la opción socialista de Cuba.
No podía superar la constante.
Más
de medio siglo después, es imposible borrar la historia terrible de la guerra
no declarada y de los crímenes cometidos y los daños causados con el simple
reconocimiento de que eso no dio resultado, en declaraciones en las que no se
muestra pesar alguno por esos hechos –ni se les menciona–, pero en las que se reitera
la misión providencial de Estados Unidos de lograr la libertad, la reeducación
y la consecuente felicidad del pueblo cubano. La declaración oficial del 17 de diciembre de 2014 está dentro de ese contenido, y a
veces parece una versión trasnochada de la Resolución Conjunta de 1898.
Casi quince meses
después, se ha ido desarrollando un proceso de negociaciones entre los dos
países cuyo análisis no es del caso emprender aquí, pero es obvio que la
política que guía la estrategia norteamericana actual consiste en volverse determinante
en un eventual retroceso de la sociedad cubana al capitalismo, separar a Cuba
del campo popular y de sus aliados en este continente y disminuir su soberanía
nacional.
Sandino trajo a Coolidge
a La Habana hace ochenta y ocho años. La gran revolución cubana hace venir hoy
al presidente Obama a La Habana. Es solamente por eso que esta segunda visita
será importante, mientras que la primera no lo fue. En vez de servidores y
cantores del imperialismo, lo interpela la dignísima declaración del Gobierno
Revolucionario del viernes 4, que demanda la eliminación de una Orden Ejecutiva
contra Venezuela dictada por él hace un año y recién prorrogada. Y “reitera de
manera resuelta y leal su apoyo incondicional y el de nuestro pueblo” a la
Venezuela bolivariana.
Ya nadie podrá jamás
imponernos la dieta de garrote y zanahoria.
La historia puede ser
madre y ser maestra: en nuestro caso lo es. Los cubanos de hoy somos hijos de
nuestra historia, aprendimos de ella y estamos orgullosos de ella. Y somos muy
capaces de actuar en consecuencia, para enfrentar y vencer a garrotes, drones,
zanahorias, dólares diplomáticos, sonrisas mentirosas, guerra financiera,
iniciativas minúsculas y agresiones permanentes.
Como diría Julio Antonio
Mella, la antítesis de la situación histórica sigue estando bien definida.