LA
HIPOCRESIA DEMOCRATICA DE UN TRAIDOR
(Por
Atilio Borón)
Confieso que en las muy pocas ocasiones en que utilicé ese vocablo
“traidor” para referirme a Mario Vargas Llosa siempre me invadió una
ligera, aunque molesta, sensación de incomodidad.
Estaba en presencia de un personaje veleidoso y
narcisista como pocos. Había militado en el comunismo
peruano en su adolescencia, luego saltó a la democracia cristiana y tras el
triunfo de Movimiento 26 de Julio adhirió a la Revolución Cubana. En 1967 comienza un lento crepúsculo
ideológico que, sin embargo, sólo se convertiría en noche oscura después de
1971.
Hasta esa fecha sus declaraciones públicas –la famosa entrevista con César
Hildebrandt de Mayo de 1971, incorporada a este volumen- en defensa de Cuba
eran terminantes, me atrevería a decir ejemplares: “una sociedad más justa que
cualquier otra sociedad latinoamericana” es la síntesis de su valoración de la
Revolución Cubana.
Pero lo largo de esa década se produce una lenta y radical metamorfosis y
se consuma su conversión al ideario neoliberal. Sus dos encuentros con Margaret
Thatcher y Ronald Reagan dejaron huellas profundas en su conciencia política,
marcando un antes y un después en su vida política.
No obstante, hay un hecho traumático que desencadena su odio, su
resentimiento y su furia contra cualquier actor o proceso con signo
izquierdista: el repudio de sus compatriotas que se inclinaron a favor de
Alberto Fujimori en la crucial elección presidencial peruana de 1990. Durante buena parte de esa campaña electoral
Vargas Llosa aparecía en todos los sondeos con amplia ventaja en las
preferencias populares. Sus rivales más próximos eran el aprista
Luis Alva Castro y, bastante más lejos, dos figuras de la izquierda como Henry
Pease García y Alfonso Barrantes.
Mucho más abajo, en el desesperanzado pelotón del 1 % figuraba un ignoto
ingeniero agrónomo peruano-japonés, Alberto Fujimori. Sin embargo, éste comenzó
a separarse del resto, y a un mes de las elecciones ya contaba con el apoyo del
10 % de sus conciudadanos. En las últimas dos semanas su crecimiento fue
astronómico, y cuando se contaron los votos de la primera vuelta logró colarse
al balotaje alcanzando un absolutamente inesperado 29 % de los votos, contra un
33 % del escritor.
Eso fue apenas el “vestíbulo del infierno”, para utilizar palabras de Dante
Alighieri, porque Vargas Llosa descendería sin retorno al averno el 10 de Junio
de 1990 cuando en el balotaje el “chinito” (así se refería despectivamente el
escritor a su oponente) le propinó
una paliza inolvidable cosechando el 62 % de los votos y consagrándose
presidente del Perú. Poco tiempo después Vargas Llosa
abandonaba el país, se instalaba en Madrid y, ante la posibilidad de que los
rumores que aseguraban que Fujimori le quitaría la nacionalidad peruana fuesen
verdaderos, optó por conseguir la nacionalidad española. Después de eso lo colmaron de honores,
dinero, el Nobel, el marquesado, pero su resentimiento contra las peruanas y
los peruanos que acabaron con sus ambiciones presidenciales no haría sino
crecer y agriarse con el paso del tiempo.
Durante los siguientes 31 años el escritor fue un enemigo acérrimo de
Fujimori, quien cumple en la actualidad 25 años de cárcel por delitos cometidos
durante su mandato como presidente. Las acusaciones del escritor eran
terribles. Dictador era el dardo más suave que le arrojaba; corrupto; ladrón;
mafioso; padre de una constitución que facilita el despotismo y ahoga la
democracia y las libertades.
La hija de Fujimori, Keiko, que deberá enfrentarse a Pedro Castillo en la
segunda vuelta electoral, no quedó a salvo de las invectivas del novelista:
participó, “de manera muy directa, beneficiándose de la dictadura, y está
acusada por el Poder judicial de haber lucrado con la Operación Lava Jato, de
la que habría recibido dinero, por lo cual el Poder Judicial ha pedido para
ella treinta años de cárcel.” No sólo esto, como lo recuerda Diego Salazar en
un artículo publicado por el Washington Post, en el Perú “llevamos casi dos
décadas escuchándolos (al escritor y a su hijo Álvaro) decir cosas como: ‘Yo
por (Keiko) Fujimori no voy a votar nunca. Creo que sería deshonroso que los
peruanos reivindicaran una de las dictaduras más atroces que hemos tenido”.
Pese a estas circunstancias que lo impulsaron a “combatir al fujimorismo de
manera sistemática” Vargas Llosa se hunde sin falsos escrúpulos en la deshonra
y aconseja que en las próximas elecciones “los peruanos deben votar por Keiko
Fujimori, pues representa el mal menor y hay, con ella en el poder, más
posibilidades de salvar nuestra democracia, en tanto que con Pedro Castillo no
veo ninguna.”
En principio no se trata de un cheque en blanco porque el escritor necesita
salvar las apariencias estableciendo una serie de condiciones –que él sabe que
Keiko no cumplirá- para apoyar a la hija del dictador. Así exige que ésta “se
comprometa, en nombre de estas libertades públicas que dice defender ahora, a
respetar la libertad de expresión, a no indultar a Vladimiro Montesinos,
responsable de los peores crímenes
y robos de la dictadura, a no expulsar ni cambiar a los jueces y fiscales del
Poder Judicial, que han tenido en los últimos tiempos una actitud tan gallarda
en defensa de la democracia y los derechos humanos, y, sobre todo, a
convocar a elecciones al término de su mandato, dentro de cinco años.”
Volviendo al autor de La Divina Comedia hay que recordar que Alighieri
reservó el círculo más gélido y lacerante del infierno a los traidores. El
castigo que estos sufren en el noveno y último círculo es más doloroso que el
de todos los demás; su pecado es superlativo, no sólo imperdonable. En el caso de Vargas Llosa habría que hablar
de una insalubre propensión a la traición. Hoy reitera la misma
actitud y quienes se sentían representados por sus feroces críticas y diatribas
en contra del fujimorismo ahora leen, pasmados, que ante la “amenaza” de un
triunfo de la izquierda, se pasa de bando con total impudicia y erige a la tan
odiada y corrupta Keiko Fujimori como una suerte de Juana de Arco que
salvaría la democracia en el Perú, mortalmente amenazada por el posible triunfo
del maestro Pedro Castillo. Con esta pirueta el novelista consuma una doble
traición: la originaria, a la izquierda, pero la actual, a quienes denunciaron
o sufrieron los rigores de la dictadura y los crímenes del fujimorismo.
No conforme con el escándalo de su nueva traición cinco días más tarde, en
una entrevista concedida a la revista Caretas de Lima el escritor lanzó una
envenenada advertencia. A los ojos de la derecha peruana y latinoamericana ésta
sólo puede ser descifrada como una solapada exhortación a apoyar un golpe de
estado porque declaró que “si Castillo gana la segunda vuelta y establece el
modelo cubano, no se puede descartar un golpe militar de derecha”.
Arrojando los escasos restos de su dignidad
política y personal a los perros Vargas Llosa no sólo se lanza a los brazos del
fujimorismo sino que, preventivamente, abre las puertas para
considerar al “golpe militar” como un desenlace probable y para nada aberrante
en el marco de una democracia. Peor aún, con su declaración el escritor no sólo
“naturaliza” y legitima una posible ruptura del orden constitucional llamada a
“corregir” el error de los peruanos al votar a Castillo sino que lanza un globo
de ensayo para que sus compinches, en Perú y en el imperio, midan la respuesta
de la sociedad ante tal eventualidad. Con su actitud Vargas Llosa confirma ese viejo dictum de la política
latinoamericana que asegura que un fascista es un liberal asustado y que,
sumido en el temor, se ha liberado de sus escrúpulos morales
y es capaz de cualquier cosa.
¡Qué desgracia que un gran escritor como él se acerque al final de sus días
hundido en las cloacas de la historia, clamando que sus otrora repudiados
“espadones, matones, soldadotes, caudillos bárbaros ” tomen el poder por asalto
para impedir el triunfo de un candidato de izquierda, o desalojarlo del
gobierno en caso de que hubiera legítimamente llegado al Palacio Pizarro!
¿Y la democracia? ¡Bien, gracias, pero sólo si el pueblo vota
correctamente! En caso contrario allí están los militares para corregir lo que
la ciudadanía hace mal. Horrible involución de un fino escritor convertido en
un ideólogo repugnante, como el peor de los malvados que protagonizan sus
novelas.
(en https://atilioboron.com.ar/)