DIEZ PELÍCULAS QUE ESTREMECIERON A CUBA
(Por Juan Antonio García Borrero, en su blog "CINE
CUBANO, LA PUPILA INSOMNE")
Si
dos individuos están siempre
de
acuerdo en todo,
puedo
asegurar que uno de los dos
piensa
por ambos.
(Sigmund
Freud)
La foto es de finales de
marzo de 1959. O tal vez principios de abril. El ICAIC recién se había creado,
y la instantánea recoge ese momento en que unos amigos, algunos familiares, y
directivos del Instituto, acompañan a Titón al aeropuerto, quien partirá a
Hollywood con la misión de comprar equipamiento técnico. Es una hermosa
instantánea donde casi todo el mundo luce a su vez hermoso. En el extremo
izquierdo aparece un elegante Alfredo Guevara, de traje y corbata. Al centro
emerge Gutiérrez Alea, también de chaqueta, y un bigote que recuerda a galanes
tipo Clark Gable. A su lado, de guayabera, Fausto Canel sonríe con toda la
suntuosidad latina de su juventud. En el lateral derecho, se adivina medio
rostro de Guillermo Cabrera Infante (entonces vicepresidente del ICAIC)
enfundado en sus inconfundibles gafas negras de entonces.
Es una foto hermosa, que
transmite una sensación de armonía muy acorde con el espíritu colectivo que la
Revolución naciente se esforzaba por inyectarle a la nación. La presencia del
barbudo del Ejército Rebelde (trabajador también del ICAIC) no desentona en el
conjunto. Arte y política parecían haber encontrado ese raro tiempo común en el
cual las vanguardias de ambas expresiones se reconocen idénticas en sus
intereses más inmediatos. Todo es armónico en esa foto. Todavía nadie sospecha
que en pocos meses las diferencias con los Estados Unidos provocarán
conmociones de alcance internacional, y los equipos comprados carecerán de
piezas de repuesto. Ese grupo de amigos tampoco sospecha que vivirán crisis
internas que terminarán por anular afectos, marcar odios, o propiciar exilios
en los cuales morirán algunos (Caín, por ejemplo) o levitarán de país en país
otros (Fausto Canel). En esa foto aún las diferencias individuales se
supeditaban a las ilusiones colectivas. Cabrera Infante aún no había
desaparecido del todo, ya no de la foto, sino del espacio público, Titón no
había renunciado al bigote estilo Clark Gable, y Guevara ni siquiera imaginaba
su futura práctica de tirar despreocupadamente las chaquetas sobre sus hombros,
dado su notorio desprecio a todo tipo de corbata.
Dicha foto me sirve para
imaginar el inicio de esa manera inédita de organizar la vida que, desde hace
algo más de cuatro décadas y media, ha marcado el acontecer cubano. La
Revolución triunfante en 1959 marcó un punto de giro bien radical en el modo
que hasta entonces se creía debía ser la convivencia social, pues lo que en un
principio parecía la suma de un conjunto de ansiedades nacionalistas con
diversas ideologías, muy pronto terminó adoptando el ideario socialista como
doctrina oficial del Estado. Ese punto de giro contó con un innegable respaldo
popular, no así con el visto bueno del gobierno de los Estados Unidos, que no
tardó en hacer pública su animadversión en la misma medida que se profundizaba
el proceso revolucionario.
La categórica oposición
Habana/Washington cobró un imprevisto simbolismo mundial en medio de un
contexto idóneo para convertir esta lucha en algo más que una simple escaramuza
regional: estaba en pleno apogeo la llamada “Guerra Fría”, y Estados Unidos y
la Unión Soviética pugnaban por obtener la hegemonía ideológica. La cercanía
geográfica de la isla a lo que, más claro ni el agua, sigue representando en el
imaginario público el poder más imponente que se conozca en los últimos cien
años, levantó una oleada de simpatías a nivel mundial a favor de ese pequeño
país, capaz de desafiar al imperio y proponerse un proyecto donde la
independencia nacional y la justicia social se adivinaban como las grandes
prioridades.
Sobre todo el período que va
de 1959 a 1969 significó para la Revolución una etapa de adhesiones y defensas
a ultranza por parte de una izquierda que encontró en ella un paradigma
inmejorable para sus aspiraciones de siempre, además de percibirse como una
alternativa posible al modelo “stalinista”. No importó que ya en 1961 el
consenso de las principales fuerzas que propiciaron la derrota de Fulgencio
Batista comenzara a quebrarse, luego que la heterogeneidad inicial del
movimiento se viera afectada por la elección socialista: intelectuales del
renombre de Jean Paul Sartre abrazaron la causa cubana de manera incondicional,
y de paso contribuyeron a fomentar el temprano equívoco de que criticar los
errores naturales que toda revolución acarrea implicaba darle armas al
adversario.
Las conocidas “Palabras a
los intelectuales” pronunciadas por Fidel en un momento histórico muy concreto
pasaron a convertirse en la regla de oro de la política cultural del país.
“Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada” significó entonces
mucho más que estimular la simple apología del régimen, y las mejores pruebas
de ello están en todas esas obras literarias y cinematográficas que aún hacen
pensar en una supuesta “década prodigiosa”, gracias a la diversidad de buenos
resultados. Fue también un período donde se prorrogó una “cultura de la
polémica” que tenía en Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Raúl Roa, Gastón Baquero,
Juan Marinello o Virgilio Piñera notabilísimos antecedentes. De los sesenta
pueden recordarse varios debates, pero con relación al cine siguen resultando
paradigmáticos los protagonizados por Alfredo Guevara y Blas Roca, ambos
representantes del ala comunista de la sociedad.
¿Cuándo comenzó a perderse
en Cuba esa tradición de someter a la discusión pública problemas que en
cualquier parte del mundo mantienen ocupados todo el año a un intelectual que
se respete? ¿Cuándo comenzó a postergarse en nombre de un interés nacional y
político ese conjunto de dudas que conforman la existencia de cualquier
individuo? ¿Cuándo las reafirmaciones comenzaron a parecer más primordiales que
las preguntas? Habría que remitir la decadencia de esa práctica especulativa
hacia finales de los sesenta, coincidiendo con la muerte del Che en Bolivia y
esa acometida ideológica que por entonces comenzaba a tejerse contra el
gobierno de La Habana. Sobre ese período en el cual el hechizo colectivo
mostrara sus primeras fisuras, llegaría a escribir con dolorosa lucidez Tomás
Gutiérrez Alea:
(…)
la Revolución ha dejado de ser ese hecho simple que un día nos vio en la calle
agitando los brazos, desplegando banderas, gritando nuestros nombres y
sintiendo que se confundían en uno solo. Ahora empieza a manifestarse, como la
vida misma, en toda su complejidad. La nueva libertad se hace confusa, difícil
de ejercer. Empiezan a confundirse las categorías. Las relaciones entre
política y cultura son superficialmente amables, pero profundamente
contradictorias. Aparecen los primeros actos de exorcismo, aunque no se llega a
practicar ningún auto de fe. Hay escaramuzas que se resuelven en una tregua, en
una especie de coexistencia pacífica. La transformación radical de un país
subdesarrollado saca a la superficie otros problemas de más urgente solución.
Los problemas de la cultura quedan en un segundo plano, lo cual no quiere decir
que sean menos importantes: son menos urgentes. Y quizás más complejos. Es
necesario darles un tiempo. [1]
Este libro intenta
aproximarse a algunos de esos momentos en que las relaciones entre la política
y la cultura en Cuba han mostrado sus más agudas diferencias, pero desde la
perspectiva que ofrece el cine. Sin embargo, tampoco he querido ceñirme solo al
cine, porque los debates que se han originado al calor de este, en realidad
fueron síntomas de algo más complejo que exige un enfoque mucho más ambicioso.
De allí que me haya
interesado en cada caso exponer la mayor cantidad de puntos de vista posibles
(declaraciones de artistas, críticos, funcionarios, prensa oficial) en el
intento de cultivar una mirada rashomonesca que tome en cuenta a la cinta en sí
(o más bien “en mí”), pero también (orteguianamente hablando) sus
circunstancias. O dicho de otro modo, tomar en cuenta el contexto histórico en
que esa película se forja, destacando las diversas fuerzas presentes en la
producción del hecho cultural. Aún así, queda claro que es imposible conseguir
un repaso neutral. Ya el hecho mismo de distinguir solamente diez películas,
excluyendo otras que en su momento también levantaron resquemores, deviene de
por sí un gesto de alta subjetividad. Por tanto, me gustaría dejar en claro que
no hay en la selección que conforma este decálogo de la polémica audiovisual en
el país ningún interés canónico: es, me apresuro a destacarlo, el resultado de
un criterio absolutamente personal, si bien ha sido obligatorio partir de unas
cuantas evidencias, como es la recepción exaltada que han tenido cada una de
estas películas.
En tal sentido, dicha
selección no esconde su interés de ser rebatida, cuestionada, enriquecida. En
realidad se hubiesen podido incluir veinte, treinta o cuarenta y dos películas.
Pero diez me parecía una cifra prudente tomando en cuenta que la idea en cada
caso era partir de un filme puntual, para promover una perspectiva de conjunto
que permitiera examinar los períodos, conectar la producción cinematográfica
con el resto de la producción cultural de la etapa, así como con el estado de
cosas que a nivel internacional podía influir en las reacciones oficiales. Se
trata de poner en práctica un tipo de crítica que se asome al contexto y no al
filme en particular, siguiendo aquella recomendación realizada por Desiderio
Navarro cuando abogaba por “la crítica literaria como crítica de la cultura
literaria en su conjunto y no exclusivamente de las obras literarias”.
Las diez películas que
conforman este decálogo personal son:
PM (1961) de Sabá Cabrera
Infante y Orlando Jiménez Leal.
Documental de apenas trece
minutos, significó el primer desencuentro público de los intelectuales cubanos,
y obligó a una reunión del gobierno revolucionario con los creadores más
importantes del país, con el fin de definir la política cultural revolucionaria.
A partir del discurso de Fidel conocido como “Palabras a los intelectuales”, la
supresión del periódico “Lunes de Revolución” y la creación de la UNEAC, fueron
sentadas las bases para esa política cultural que estableció el “dentro de la
revolución todo, contra la revolución nada” como el principio rector de toda la
creación artística.
MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO
(1968) de Tomás Gutiérrez Alea.
Considerado el mejor filme
cubano de todos los tiempos, en su momento de estreno no fue recibido de manera
oficial con total beneplácito. El hecho de mostrar como protagonista a un
burgués que ha decidido quedarse en Cuba y que observa críticamente el proceso
revolucionario, no encajaba dentro del modelo de “realismo socialista” que los
sectores más intransigentes de la sociedad intentaban establecer como paradigma
para los artistas. El filme refleja de una manera magistral las inquietudes de
ese período posterior a las “Palabras a los intelectuales”, y el hecho de que
aún figure a la cabeza de las mejores películas cubanas de todos los tiempos,
puede concedernos una idea de la energía creativa que los cineastas de aquel
momento supieron extraer al contexto.
UN DÍA DE NOVIEMBRE (1972)
de Humberto Solás
Fue realizada en 1972, y
solo estrenada seis años después. Describe el examen que hace de sí mismo un
revolucionario que de pronto descubre el padecimiento de una enfermedad que
puede ser mortal. En la época de su realización la cultura cubana atravesaba por
lo que hoy se conoce como el “pavonato”, un período donde la imaginación
artística fue subordinada al encargo ideológico. Una película como esta, que en
cierto sentido prolongaba la visión crítica de “Memorias del subdesarrollo”,
parecía condenada a no exhibirse, y puede leerse como un síntoma inmejorable
del sombrío estado de ánimo colectivo que por la fecha marcaba a la sociedad
cubana. La postergación de su estreno coincidiendo con un momento donde no era
conveniente promover la duda, nos habla de la tensa relación que siempre ha
guardado el ICAIC con la vanguardia política del país.
DE CIERTA MANERA (1975) de
Sara Gómez
Único largometraje dirigido
en el ICAIC por una mujer, y el primero en aproximarse a un tema tabú en Cuba:
la marginalidad. Sara Gómez murió cuando iba a iniciar el proceso de montaje,
por lo que el filme fue terminado por Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez
Alea. Realizado dentro de ese período que Ambrosio Fornet nombrara “quinquenio
gris”, ha logrado convertirse en uno de los filmes cubanos más estudiados en el
mundo académico, debido al desenfado de su puesta en escena, y el punto de
vista de vista defendido por una mujer (negra, para más señas).
RETRATO DE TERESA (1978) de
Pastor Vega
Tal vez la película más
polémica de toda la historia del cine cubano. Verdadero fenómeno de público a
lo largo del país, se convirtió en objeto de debate no solo para críticos de
cine, sino también para sicólogos, sociólogos y educadores. Aunque con
anterioridad una película como “Lucía” había hablado del machismo y el nuevo
rol de la mujer en la sociedad socialista, fue con esta cinta que se logró
hacer partícipe a la población del debate. De las diez películas seleccionadas
quizás sea la única que en buena ley merecería el calificativo de “polémica”,
toda vez que quizás ha sido la única que provocó una discusión generalizada,
dado que en su momento casi nadie se quedó sin decir algo de ella, ya fuera a
favor o en contra.
CECILIA (1981) de Humberto
Solás
Inspirada en el clásico
literario “Cecilia Valdés”, escrita por Cirilo Villaverde en el siglo XIX,
despertó los más enconados debates a su alrededor. Aunque el inicio de la
polémica pareció partir de una insatisfacción de la crítica con el tratamiento
fílmico que recibió el texto literario (para muchos un intocable), en realidad
lo que se escondía detrás era una pugna de intereses políticos, que condujo a
que Alfredo Guevara abandonase la presidencia del ICAIC a lo largo de diez
años. “Cecilia” también se las arregló para poner en evidencia la crisis de los
rígidos modelos marxistas de interpretación en boga entonces, promoviendo a
largo plazo una crítica de nuevo corte, menos dogmática y más familiarizada con
las nuevas conquistas teóricas del saber.
CONDUCTA IMPROPIA (1984) de
Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal
Documental realizado en la
diáspora, y que aborda la represión sufrida por los homosexuales en la Cuba
revolucionaria, con especial énfasis en la creación de la UMAP en la década de
los sesenta. El filme desató una polémica bastante agria entre el director
Néstor Almendros y Tomás Gutiérrez Alea, que a su vez significó que ambos
rompieran la amistad que mantenían. Tal vez de las diez películas sea esta la
que más desacuerdos genere sobre todo entre colegas, en tanto el criterio de
nacionalidad tal como suelen utilizarlo los críticos de cine se verá seriamente
afectado por el origen del capital que lo hizo posible (se trata de una
producción francesa). Por otro lado, tratándose de una cinta realizada en el
exilio, que no ha sido exhibida en el territorio nacional debido al carácter
intensamente anticastrista de su contenido, podría alegarse que su impacto
dentro de la isla ha sido mínimo. Sin embargo, la áspera polémica que
mantuvieran Tomás Gutiérrez Alea y Néstor Almendros fue bastante publicitada
incluso en Cuba, y de hecho, al estrenarse casi una década después Fresa y
chocolate (1993), Titón admitiría que de algún modo su filme prolongaba el
debate con el famoso director de fotografía.
ALICIA EN EL PUEBLO DE
MARAVILLAS (1991) de Daniel Díaz Torres.
Filmada a finales del llamado “proceso
de rectificación de errores” convocado por el gobierno revolucionario, fue
estrenada un poco después que se desplomara por completo el “socialismo real
europeo”. La película fue objeto de la satanización ideológica de todos los
medios de comunicación controlados en la isla por el gobierno, y determinó el
regreso de Alfredo Guevara a la presidencia del ICAIC. Con Alicia en el pueblo
de Maravillas no solo podemos asistir a una de las maniobras de descalificación
ideológica más torpes que se hayan podido ensayar en Cuba contra un filme, sino
también a un período del cine cubano donde se profundiza en el camino estético
iniciado por Papeles secundarios (1989), de Orlando Rojas.
GUANTANAMERA (1995) de Tomás
Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío.
Último filme de Titón, que aunque obtuvo un
gran éxito de público, fue más bien anulado por la crítica nacional. Sin
embargo, la cinta fue resucitada dos años después, cuando en un discurso
televisado Fidel la atacara acusándola de “contrarrevolucionaria”, lo cual
desató una nueva oleada de polémicas en el seno intelectual.
SUITE HABANA (2003) de
Fernando Pérez.
Una de las películas más renovadoras del cine cubano, no solo
en el plano temático, sino narrativo. Se trata de un documental que prescinde
de las clásicas entrevistas, y que apoyándose fundamentalmente en el montaje
(apenas hay diálogos) nos cuenta la historia de un grupo de habaneros a lo
largo de un día. Todo un homenaje a la ciudad, pero también al cine, que se convertiría
desde bien temprano en un hito que aún no ha agotado sus posibilidades de
lecturas múltiples.
No han sido estas, desde
luego, las únicas cintas que han provocado polémicas más o menos visibles.
Pienso que igual hubiesen podido estar Las aventuras de Juan Quinquin (1967) de
Julio García Espinosa, Coffea Arábiga (1968) de Nicolás Guillén Landrián, El
otro Francisco (1973) y Techo de vidrio (1981), ambas de Sergio Giral, Lejanía
(1983) de Jesús Díaz, Te llamarás Inocencia (1986) de Teresa Ordoqui, Ecos
(1987) de Tomás Piard, El encanto del regreso (1988) de Emilio Oscar Alcalde,
Papeles secundarios (1989) de Orlando Rojas, El fanguito (1990) de Jorge Luis
Sánchez, Melodrama (1992) de Rolando Díaz, Pon tu pensamiento en mí (1995) de
Arturo Sotto, La vida es silbar (1998) de Fernando Pérez, Molina’s Culpa (1999)
de Jorge Molina, Video de familia (2002) de Humberto Padrón, Utopía (2004) de
Arturo Infante, y Monte Rouge (2004) de Eduardo del Llano, por mencionar otras
que han sobresaltado la opinión pública del país. Aunque habría que preguntarse
hasta qué punto sea razonable decir “el país”. Casi todas estas cintas
(exceptuando a Retrato de Teresa y Alicia en el pueblo de Maravillas) han
resultado discutidas en el seno de una institución, o por el grupo de críticos
y funcionarios que la exalta o descalifica. Pero el cubano de a pie a veces ni
se entera de su existencia, y mucho menos de las decisiones partidistas que
determinan la estrategia de exhibición o censura de esos filmes.
Vale admitir, pues, que las
razones para que estas películas se hayan convertido en sucesos polémicos, la
mayoría de las veces ha respondido a circunstancias ideológicas, y muy pocas a
lo que en el plano estético implicarían el desafío. Y es que en realidad en
contadas ocasiones se han intentado en el país operaciones artísticas que
propongan rupturas radicales con el modelo de representación hegemónico.
Todavía está por verse una película que se plantee la trasgresión como mismo se
la proyectaron en su momento Luis Buñuel (Viridiana/ 1961); Pier Paolo Pasolini
(Los 120 días de Sodoma/ 1975), Nagisa Oshima (El imperio de los sentidos/
1976) o Martin Scorsese (La última tentación de Cristo/ 1988), si bien han sido
abundantes los experimentos e irreverencias con el canon dominante (pensemos en
Las aventuras de Juan Quinquin/ 1967, o Son o no son/ 1980, ambas de Julio
García Espinosa).
Oscar Wilde decía que el
único deber que tenemos con la Historia es escribirla otra vez. No creo que en
el caso del cine cubano sea necesario borrar de la memoria la que ya conocemos.
En todo caso lo que se impone es escribirla mejor. Y eso únicamente se logra
accediendo a todas las fuentes posibles, pues por cine cubano tendríamos que
entender a la producción del ICAIC, pero también lo que fue realizado al margen
de esta institución, o en contra del discurso fílmico legitimado allí.
Como quiera que el libro
también propone una reflexión crítica sobre el modo en que hasta ahora se ha
historiado el hecho cinematográfico en Cuba, me he animado a conformar una
primera parte con consideraciones generales sobre este oficio. Siguiendo con la
tesis de que para entender la complejidad de aquello que sucede en la nación es
preciso apelar a la mirada holística, considero que el alcance de esa mirada
debe llevarnos a someter a una rigurosa fiscalización epistemológica los
cimientos de esa nueva Historia del cine cubano que queremos construir. En
otras palabras, que no basta con incluir nuevos hechos y fuentes, sino que es
preciso estudiar el modo en que el investigador va a utilizar esos elementos,
indagando en los por qué más profundos que explican el sentido de las
elecciones que hacemos. Como recomendaba Edward Carr, “antes de ponerse a
estudiar la historia, es aconsejable estudiar al historiador”.
Un analista riguroso sabe
que su misión no es estar atento solo a la versión que de los hechos puedan
ofrecer los vencedores, sino complementar con la visión de los vencidos esa
odisea colectiva que ambas partes han padecido. Pero no basta con compilar las
declaraciones que esas partes alguna vez han expresado, sino que también es
preciso explorar qué es lo que han pensado aquellos que no figuran como
oradores en el drama. Estudiar no solo lo que se expresa, sino también lo que
se piensa y no se dice, pues el silencio, como sugiere “Suite Habana” (una de
nuestras diez películas), es otro modo de decir cosas.
Supongamos que sea cierto
que la “Historia” como tal no existe; que solo existen los historiadores.
Confirmado lo anterior, por lo menos deberíamos cuidarnos de la ingenuidad de
creer que la pertenencia a unos de los grupos en conflicto ya define el carácter
moral de lo que se relata. La “Historia” (o eso que por convención hemos
terminado llamando así) no sería jamás esa película de buenos y malos donde se
sabe de antemano por qué es que se hacen las cosas, y cuál será el desenlace.
Por “Historia” entenderíamos
siempre algo más complejo que combina de manera espectacular lo íntimo con lo
público, la grandeza con la miseria, el entusiasmo con el resentimiento, la
valentía con el miedo. De escribirse una historia del cine cubano que viva
atenta a todos estos matices, estaríamos accediendo a una historia más humana,
más de nosotros. Eso, de alguna manera, es lo que intenta este libro.