Viaje a la Luna

Viaje a la Luna

Una memoria a mis antepasados, a mis vivencias...unos versos de futuro.

QUIEN NO SE OCUPA DE NACER SE OCUPA DE MORIR

lunes, 20 de julio de 2020


Hay un miedo creciente en el Mundo “Occidental”, inclusive llega a percibirse un gran desconcierto paranoico, la costumbre arraigada después de la Segunda Guerra Mundial, que el inquilino de la oficina oval “mandaba orientaciones al Mundo entero”, está siendo barrida desde que asumió Trump. Un poco por haberse cerrado Estados Unidos sobre sí mismo, y otra porque verdaderamente “ahora” se percatan que Trump le queda grande el sillón que ocupa, a pesar de su supuesta sagacidad para los negocios inmobiliarios.  Hace poco escuche la entrevista que le hiciera el hijo del Nobel de Literatura Vargas Llosa a el ex-mandario argentino Mauricio Macri, y se siente una “vergüenza ajena”, en estos dos entreguistas latinoamericanos que se lamentan abiertamente, por la pérdida de liderazgo del imperio, del cual siempre han recibido órdenes.



EL MUNDO DESPUÉS DE TRUMP
(Por Ramon Aymerich, en “La Vanguardia”)


El mundo de antes de Trump era más ordenado. Es difícil acordarse de ello porque la victoria del magnate inmobiliario cambió muchas cosas. Y porque fue una victoria imprevista, la primera evidencia de que el pensamiento experto (consultores, analistas, periodistas, académicos) entraba en una época en la que iba a tener dificultades para seguir los acontecimientos. En el otoño de 2016, apostar en círculos profesionales por la victoria de Trump era casi un chiste. Nadie creía en sus posibilidades. No era porque no llegaran señales de ello. Personas que habían viajado a Estados Unidos, empresarios que iban a ver a sus clientes, volvían y decían: “Toda la gente con la que he hablado votará a Trump”. Los expertos los escuchaban pero no archivaban la información porque “eso” era imposible. No estaba en la agenda que Donald Trump ganara.

Pero ganó. Y ha hecho falta un desastre como la pandemia de la covid-19 para darse cuenta de lo que se ha perdido en estos años, de cómo el mundo se ha vuelto más inseguro. China, a la que los países occidentales abrieron la puerta presionados por las grandes corporaciones (que querían hacer allí grandes negocios) se ha convertido en un adversario con una agenda propia implacable. Hoy está claro que Pekín se benefició de la globalización, pero no piensa pagar sus costes en términos de apertura.

En este tiempo, las instituciones multilaterales se han deteriorado. Cuanto más ha necesitado el mundo de la inteligencia colectiva, más ha escaseado. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha enmudecido. La Unión Europea parece un organismo torpe e inoperante. La Organización Mundial de la Salud (OMS), a la que China engañó en los primeros días del virus, tiene su credibilidad cuestionada y deberá reformarse. Las relaciones internacionales han ido a peor. La guerra sin cuartel que los países más ricos libraron en marzo para conseguir partidas de mascarillas fue un inesperado mensaje...

La mayor responsabilidad de ese desorden debe atribuirse a Trump. Ha normalizado las actuaciones autoritarias (porque le gustan los “tipos duros” y porque el peor republicanismo pragmático piensa igual). Negocia mal: Estados Unidos tiene parte de razón al acusar a China de falta de fair play en las relaciones comerciales. Pero tal y cómo conduce el conflicto, China sale reforzada. Hoy sabemos, tras el libro de John Bolton, The Room where it happened, que sus conocimientos en materia internacional son escasos y que sus intereses personales condicionan la política exterior.

El mundo es más peligroso porque Occidente se ha quedado sin liderazgo. Trump ha malgastado el prestigio de la primera potencia. Solo en la gestión de la pandemia, el contraste con China es abrumador.

La sociedad americana padece tres males endémicos. El racismo, la violencia policial y la desigualdad. Trump no tiene solución para ninguno de ellos. Al contrario. Jalea al supremacismo blanco con sus declaraciones y tuits. Y reacciona de manera hostil y despreciativa cuando las calles protestan por la brutal muerte del afroamericano George Floyd, asfixiado por la presión de la rodilla de un policía.

La profunda desigualdad explica también el negacionismo de Trump sobre la enfermedad: afecta mucho más a las minorías, a los más pobres, se le hace difícil sentirse el presidente de todos. En el discurso de inicio de mandato, el 20 de enero de 2017, Trump usó la imagen de “masacre americana” [american carnage] para referirse al aumento de la pobreza y la desigualdad, que atribuyó a la globalización. Entonces se entendió como una descripción desproporcionada. Hoy se ajusta mucho mejor a la realidad. Estados Unidos encabeza el ranking de muertes por la Covid-19 en el mundo.

¿Ganará otra vez? No debería. La economía, su mejor carta electoral, no le va a servir esta vez. El candidato demócrata Joe Biden le saca más de quince puntos de ventaja en los sondeos. En otro libro, Too Much and Never Enough, una sobrina, Mary L. Trump, lo caracteriza como el hombre más peligroso del mundo y justifica su destructivo comportamiento en el maltrato que recibió en la infancia de parte del padre. Anne Applebaum, historiadora y periodista, talismán de la derecha republicana, vaticina la venganza del republicanismo anti-Trump en estas presidenciales. Pero nada de eso asegura su derrota. El presidente alentará la división racial y ahondará en la guerra cultural (“hay una izquierda fascista que adoctrina a los niños y quiere erradicar la identidad americana...”) para movilizar a sus bases. ¿Ganará otra vez? Quién sabe.

El dilema hoy es saber si Trump ha sido un accidente en la reciente historia americana o si el país ha entrado en un declive irreversible. De lo publicado en los últimos días, el artículo más llamativo lo ha escrito el historiador Harold James, que compara la situación en Estados Unidos con los últimos días de la Unión Soviética. Algunos paralelismos son obvios: la intensificación del conflicto social y político; la edad de los candidatos (76 años Biden, 74 Trump), que los aproxima a la gerontocracia soviética. Otros son chocantes: compara al Gosplán (el comité de planificación estatal soviético) con Wall Street en la mala asignación de los recursos... En una cosa lleva razón el historiador: los grandes cambios no se perciben hasta que estos suceden.

Quizás aciertan los que piensan que la elite republicana se entregó a Trump porque estaba agotada, sin soluciones para América, incómoda con las instituciones democráticas. O los que ven en la extraña relación entre China y Estados Unidos el inicio en el cambio de hegemonía. En esa hipótesis, una victoria de Biden no bastaría. Rectificaría algunos errores en el exterior. Reconocería como problemas los cambios sociales y culturales que desde los años 60 dividen a los americanos. Buscaría un espacio de entendimiento. Ralentizaría, en suma, la caída. Quizás. Pero lo que sí es seguro, es que si vuelve a ganar Trump, ese anunciado colapso estará más cerca.



LOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA UNIÓN SOVIÉTICA AMERICANA
(Por Harold James, en “Project Syndicate”)


La Unión Soviética fue terreno fértil para el chiste político, un aspecto tan prominente en su cultura como los programas humorísticos nocturnos en los Estados Unidos. Según un cuento popular, a un joven que gritó en la Plaza Roja que el decrépito líder soviético Leonid Brezhnev era un idiota lo condenaron a 25,5 años de cárcel: seis meses por insultar al Presidente del Presídium del Sóviet Supremo y 25 años por revelar secretos de Estado.

La furibunda reacción de la administración Trump a un nuevo libro del ex asesor de seguridad nacional John Bolton siguió una pauta similar. Al libro se lo considera peligroso no tanto porque insulte a Donald Trump cuanto porque revela la profunda incompetencia del presidente y lo «asombrosamente desinformado» que está. Por si no fuera ya evidente, todo el mundo ahora sabe que Estados Unidos carece de orientación estratégica y liderazgo ejecutivo coherente.

De hecho, muchos aspectos de este annus horribilis estadounidense hacen pensar en los últimos años de la Unión Soviética, comenzando por la intensificación del conflicto social y político. En el caso soviético, rivalidades étnicas y aspiraciones nacionales en pugna que llevaban mucho tiempo suprimidas no tardaron en salir a la superficie y empujaron al país a la violencia, la secesión y la desintegración. En Estados Unidos, la respuesta de Trump a las protestas nacionales contra el racismo, la brutalidad policial y la desigualdad fue atizar todavía más la histórica división racial del país. Y como las estatuas de Lenin durante el colapso del imperio soviético, hoy en casi todas partes se derriban estatuas de líderes confederados.

Otra semejanza tiene que ver con la economía. La Unión Soviética tenía un enorme y complejo aparato de planificación y asignación de recursos que atraía a las personas mejor preparadas de la sociedad, sólo para terminar dedicándolas a tareas improductivas y con frecuencia destructivas. Estados Unidos tiene Wall Street. Claro que el vasto sector financiero estadounidense no es lo mismo que el Gosplán (el comité soviético de planificación estatal), pero como muchas veces extrae más valor del que crea, ningún debate sobre la asignación de recursos puede pasarlo por alto.

Hasta el momento mismo del derrumbe del sistema soviético, pocos lo creían posible. Al evaluar la situación del sistema estadounidense, es importante recordar que los economistas no son muy buenos haciendo predicciones. La disciplina entera se basa en extrapolar las condiciones presentes, bajo el supuesto de que los fundamentos subyacentes del objeto de análisis no cambiarán. Con plena conciencia de lo irreal y absurdo de este supuesto, los economistas, a la manera de los teólogos medievales, suelen envolver sus pronósticos en jerga y vocabulario abstruso. No hace falta saber latín para invocar el ceteris paribus («a igualdad de otras condiciones») como premisa de una proyección.

En vista de lo habitual de esta práctica, hay que prestar mucha atención cuando un pronóstico a largo plazo contrario a la intuición al final resulta corroborado. A fines de los sesenta, el economista Robert A. Mundell formuló tres predicciones: que la Unión Soviética iba a desintegrarse; que Europa adoptaría una moneda única; y que el dólar seguiría siendo la moneda internacional dominante. Como poco después el sistema de paridad (patrón oro) se derrumbó y el dólar se depreció, estas predicciones parecieron descabelladas. Pero al final, Mundell acertó en las tres.

Sin embargo, las circunstancias a las que el dólar debe su larga hegemonía ahora están cambiando. La pandemia de COVID‑19 impulsa una forma de globalización más digitalizada. Mientras el movimiento transfronterizo de personas y bienes se derrumba, la información fluye como nunca, preanunciando una economía cada vez más etérea.

Además, la administración Trump lleva tres años y medio alentando una reacción contra su instrumentalización agresiva del dólar con fines políticos. Las sanciones financieras y secundarias eran muy eficaces en su forma original, cuando se dirigían contra pequeños actores malignos aislados, como Corea del Norte. Pero su despliegue en mayor escala contra Irán, Rusia y empresas chinas resultó contraproducente. No sólo Rusia y China, sino también Europa, se apresuraron a tomar medidas para desarrollar mecanismos de pago y liquidación internacional alternativos.

También se está dando un veloz desarrollo de sistemas de pago digitales no estatales, en particular allí donde el Estado es débil, no genera confianza o carece de credibilidad. Es probable que la revolución de los sistemas de pago sea más rápida en los países pobres, por ejemplo en África o en algunas ex repúblicas soviéticas. Las nuevas tecnologías digitales ya ofrecen a estas sociedades medios para pasar de la pobreza y el subdesarrollo institucional a la complejidad institucional y al terreno de la innovación y la prosperidad.

La duradera condición central del dólar fue reflejo de la demanda internacional de un activo seguro, líquido y con profundidad de mercado. Pero esa condición desaparecerá cuando surjan activos seguros alternativos, sobre todo si sus proveedores no son estatales. Y en particular, el largo reinado del dólar sobre el sistema financiero internacional dependía de que Estados Unidos mantuviera la estabilidad económica, la credibilidad financiera y la apertura cultural. Ahora que las disfunciones del sistema estadounidense están quedando al descubierto, es posible que el resto del mundo empiece a cuestionar su competencia y eficacia estatal básica.

La crisis de la COVID‑19 es un buen ejemplo. En cuanto a cantidad de casos y muertes, y a la eficacia en la contención del virus, el desempeño de Estados Unidos ha sido deficiente en comparación con la mayoría de los países (incluidos todos los desarrollados). Bajo el presidente Donald Trump, Estados Unidos se ha vuelto un ejemplo vergonzoso ante el mundo.

En estas condiciones, el poder internacional del dólar se reducirá, y puede que empiece a parecerse al viejo rublo soviético, incluso si se produce un cambio radical de liderazgo y estrategia. Al fin y al cabo, Mikhail  Gorbachev no sucedió a Brezhnev de inmediato, y para cuando llegó al poder e introdujo la perestroika, ya era demasiado tarde: la enfermedad se había vuelto terminal.