TRES BOMBAS DE TIEMPO QUE PONEN EN PELIGRO A
BRASIL
(Por Boaventura de Sousa Santos (*),
publicado en PAGINA12)
La democracia brasileña está al borde del
abismo. El golpe institucional que se inició con el impeachment contra la
presidenta Dilma Rousseff y prosiguió con el encarcelamiento injusto del ex
presidente Lula da Silva está casi consumado. La consumación del golpe
significa hoy algo muy diferente de lo que inicialmente pensaron muchas de las
fuerzas políticas y sociales que lo protagonizaron o no se opusieron. Algunas
de esas fuerzas actuaron o reaccionaron con el convencimiento genuino de que el
golpe pretendía regenerar la democracia brasileña por vía de la lucha contra la
corrupción; otros entendieron que era el modo de neutralizar el ascenso de las
clases populares a un nivel de vida que más tarde o temprano amenazaría no sólo
a las elites, sino también a las clases medias (muchas de ellas producto de las
políticas redistributivas contra las que ahora se movilizan). Obviamente,
ninguno de estos grupos hablaba de golpe y ambos creían que la democracia era
estable. No se dieron cuenta de que había tres bombas de tiempo construidas en
tiempos muy diversos, pero con la posibilidad de explotar simultáneamente. Si
esto ocurría, la democracia revelaría toda su fragilidad y posiblemente no
sobreviviría.
La primera bomba de tiempo se construyó en el
período colonial y en el proceso de independencia, se accionó de modo
particularmente brutal varias veces a lo largo de la historia moderna de
Brasil, aunque nunca se desactivó eficazmente. Se trata del ADN de una sociedad
dividida entre señores y siervos, elites oligárquicas y el pueblo ignorante,
entre la normalidad institucional y la violencia extrainstitucional, una
sociedad extremadamente desi- gual en la que la desigualdad socioeconómica
nunca puede separarse del prejuicio racial y sexual. A pesar de todos los
errores y defectos, los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) fueron
los que más contribuyeron a desactivar esa bomba, creando políticas de
redistribución social y de lucha contra la discriminación racial y sexual sin
precedentes en la historia de Brasil. Para que la desactivación fuera eficaz
sería necesario que dichas políticas resultaran sostenibles y permanecieran
durante varias generaciones a fin de que la memoria de la extrema desigualdad y
de la cruda discriminación dejara de ser políticamente reactivable. Como esto
no ha sucedido, las políticas tuvieron otros efectos, pero no el efecto de
desactivar la bomba de tiempo. Por el contrario, provocaron a quien tenía poder
para activarla y hacerlo cuanto antes, antes de que fuera demasiado tarde y las
amenazas para las elites y las clases medias se volvieran irreversibles. La
avasalladora demonización del PT por los medios oligopolistas, sobre todo a
partir de 2013, reveló la urgencia con la que se quería poner fin a la amenaza.
La segunda bomba de tiempo se construyó en la
dictadura militar, que gobernó el país entre 1964 y 1985, y en el modo en que
se negoció la transición a la democracia. Consistió en mantener a las Fuerzas
Armadas (FF.AA.) como último garante del orden político interno y no solo como
garante de la defensa contra una amenaza extranjera, como es normal en las
democracias. “Ultimo” quiere decir en situación de disposición para intervenir
en cualquier momento definido por las FF.AA. como excepcional. Por eso no fue
posible castigar los crímenes de la dictadura (a diferencia de Argentina, pero
en la misma línea de Chile) y, por el contrario, los militares impusieron a los
constituyentes de 1988 veintiocho párrafos sobre el estatuto constitucional de
las FF.AA. Por eso también muchos de los que gobernaron durante la dictadura
pudieron seguir gobernando como políticos elegidos en el Congreso democrático.
Apelar a la intervención militar y a la ideología militarista autoritaria quedó
siempre latente, a punto de explotar. Por eso, cuando en los últimos meses los
militares comenzaron a intervenir más activamente en la política interna (por
ejemplo, apelando a la permanencia de la prisión de Lula), parecía normal,
dadas las circunstancias excepcionales.
La tercera bomba de tiempo se construyó en
Estados Unidos a partir de 2009 (golpe institucional en Honduras), cuando el
gobierno estadounidense se dio cuenta de que el subcontinente huía de su
control mantenido sin interrupción (con la excepción de la “distracción” en
Cuba) a lo largo de todo el siglo XX. La pérdida de control contenía ahora dos
peligros para la seguridad de Estados Unidos: el cuestionamiento del acceso
ilimitado a los inmensos recursos naturales y la presencia cada vez más
preocupante de China en el continente, el país que, mucho antes de Trump, se
consideró la nueva amenaza global a la unipolaridad internacional conquistada
por Estados Unidos tras la caída del Muro de Berlín. La bomba comenzó entonces
a construirse, no sólo con los mecanismos tradicionales de la CIA y el
Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad (también
conocido por su denominación anterior, Escuela Militar de las Américas), sino
sobre todo con los nuevos mecanismos de la llamada defensa de la “democracia
amiga de la economía de mercado”.
Esto significó que, más allá del gobierno
estadounidense, la intervención podría incluir organizaciones de la sociedad
civil vinculadas a los intereses económicos de Estados Unidos (por ejemplo, las
financiadas por los hermanos Koch). En consecuencia, es una defensa de la
democracia condicionada por los intereses del mercado y, por eso, descartable
siempre que los intereses lo exijan. Esta bomba de tiempo mostró que ya estaba
lista para operar en Brasil desde las protestas de 2013. Fue mejorada gracias a
la oportunidad histórica ofrecida por la corrupción. La gran inversión
norteamericana en el sistema judicial se inició a principios de 1990, en la
Rusia post-soviética, y también en Colombia, entre muchos otros países. Si la
cuestión no es el regime change, la intervención tiene que ser despolitizada.
La lucha contra la corrupción es precisamente eso. Sabemos
que los datos más importantes de la operación Lava Jato fueron proporcionados
por el Departamento de Justicia de Estados Unidos. El resto fue resultado de la
miserable “delación premiada”. El juez Sérgio Moro se transformó en el agente
principal de esa intervención imperial. Solo que la lucha contra la corrupción
por sí sola no será suficiente en el caso de Brasil. Lo fue para neutralizar la
alianza de Brasil con China en el ámbito de los Brics, pero no será suficiente
para abrir plenamente Brasil a los intereses de las multinacionales. Es que,
como resultado de las políticas de los últimos cuarenta años (algunas venidas
de la dictadura), Brasil tuvo hasta hace poco inmensas reservas de petróleo
fuera del mercado internacional, tiene dos importantes empresas públicas y dos
bancos públicos, y 57 universidades federales completamente gratuitas. Es
decir, es un país muy distante del ideal neoliberal, y para aproximarse al
mismo se requiere una intervención más autoritaria, dada la aceptación de las
políticas sociales del PT por la población brasileña.
Así surgió Jair Bolsonaro como el candidato
“preferido de los mercados”.
Lo que él dice sobre las mujeres, los negros
o los homosexuales o acerca de la tortura poco interesa a los “mercados”. Poco
interesa que el clima de odio que él creó esté incendiando el país. En la
madrugada del pasado lunes 8, el conocido maestro de capoeira Moa do Katende
fue asesinado en Salvador por un seguidor de Bolsonaro a quien no le gustó que
el maestro expresara su apoyo a Haddad. Y esto es solo el comienzo. Nada de
esto interesa a los “mercados” con tal de que su política económica sea
semejante a la del dictador Pinochet en Chile. Y todo lleva a pensar que lo
será, pues su economista jefe tiene conocimiento directo de esa infame política
chilena. El político de extrema derecha estadounidense, Steve Bannon, apoya a
Bolsonaro, pero es solamente la cara visible del respaldo imperial.
Los analistas del mundo digital están
sorprendidos con la excelencia de la técnica de la campaña bolsonarista en las
redes sociales, que incluyó microdireccionamiento, marketing digital
ultrapersonalizado, manipulación de sentimientos, fake news, robots, perfiles
automatizados, etcétera. Quien vio la semana pasada en la televisión pública
norteamericana (PBS) el documental titulado “Dark Money”, sobre la influencia
del dinero en las elecciones de Estados Unidos, puede concluir fácilmente que
las fake news en Brasil (sobre niños, armas y comunismo, etcétera), son la
traducción al portugués de las que el dark money hace circular en Estados
Unidos para promover o destruir candidatos. Si algunos centros de emisión de
mensajes tienen sede en Miami y Lisboa es poco relevante (pese a ser
verdadero).
La victoria de Jair Bolsonaro en segunda
vuelta significará la detonación simultánea de las tres bombas de tiempo. Y
difícilmente la democracia brasileña sobrevivirá a la destrucción que
provocará. Por eso la segunda vuelta es una cuestión de régimen, un auténtico
plebiscito sobre si Brasil debe continuar siendo una democracia o pasará a ser
una dictadura de nuevo tipo. Un muy reciente libro mío circula hoy bastante en
Brasil. Se titula Izquierdas del mundo, ¡únanse! Mantengo todo lo que digo ahí,
pero el momento me obliga a una invocación más amplia: demócratas brasileños,
¡únanse! Es cierto que la derecha brasileña reveló en los últimos dos años una
afección muy condicional a la democracia al alinearse con el comportamiento
descontrolado (más bien controlado en otros sitios) por parte del Poder
Judicial, pero estoy seguro de que amplios sectores de ella no están dispuestos
a suicidarse para servir a “los mercados”. Tienen que unirse activamente en la
lucha contra Bolsonaro. Sé que muchos no podrán pedir el voto por Haddad, pues
tanto es su odio al PT. Pero basta que digan: no voten por Bolsonaro. Imagino y
espero que eso sea dicho públicamente y muchas veces por alguien que en otro
tiempo fue gran amigo, Fernando Henrique Cardoso, ex presidente de Brasil y,
antes de eso, un gran sociólogo y doctor honoris causa por la Universidad de
Coimbra, de quien pronuncié el discurso de elogio. Todos y todas (las mujeres
no tendrán en los próximos tiempos un papel más decisivo para sus vidas y las
de todos los brasileños) deben involucrarse activamente y puerta a puerta. Y es
bueno que tengan en mente dos cosas. Primero, el fascismo de masas nunca lo
hicieron masas fascistas, sino minorías fascistas bien organizadas que supieron
capitalizar las aspiraciones legítimas de los ciudadanos comunes a vivir con un
empleo digno y seguridad. Segundo, al punto que llegamos, para asegurar un
cierto regreso a la normalidad democrática, no basta que Haddad gane: tiene que
hacerlo con un holgado margen.
(*) Director del Centro de Estudios Sociales
de la Universidad de Coimbra, Portugal. Traducción de Antoni Aguiló y José Luis
Exeni Rodríguez.