BOLSONARO
DESTROZÓ BRASIL EN 400 DIAS
(Por Eric Nepomuceno, en PAGINA12, desde
Rio de Janeiro)
El ultraderechista Jair Bolsonaro viene
de cumplir poco más de 400 días como presidente de la nación más extensa,
poblada y económicamente poderosa de América Latina, Brasil.
Tiempo suficiente para imponer un retroceso
que alcanza a todos, absolutamente todos, los aspectos de mi país. No hay un
único sector, un mísero segmento, que no haya sido blanco de su furia
devastadora.
La educación pública está destrozada en
todos los niveles – inclusive en los que no dependen directamente del gobierno
federal –, el medioambiente experimenta una destrucción incomparable, el
patrimonio público está siendo subastado a precios ridículos y en
condiciones vergonzosas, la política externa construida a lo largo de
muchas décadas ha sufrido un vuelco sin antecedente, inclusive si se considera
la dictadura militar (1964-1985) que Bolsonaro niega que haya existido.
El espacio consolidado desde hace al menos
veinte y cinco años dejó de existir, abatido por muestras vergonzosas de
vasallaje ilimitado frente a Washington y un dar de espaldas a lo que se
construyó por décadas.
Los programas sociales creados a lo
largo de los últimos 30 años, antes inclusive de la llegada de Lula da Silva a
la presidencia, son vaciados de manera silenciosa e implacable.
Actuando en nombre de ‘desideologizar’ el
gobierno, Bolsonaro y compañía han impuesto una ideología de ultraderecha
radical, que abarca todos los sectores de la vida cotidiana, lo que incluye la
imposición de un neoliberalismo fundamentalista en la economía a
manos de Paulo Guedes, ministro de Economía.
Una de sus frases refleja exactamente su
pensamiento: ‘Si dependiera de mí, yo privatizaría hasta el Palacio da
Alvorada’, en mención a la residencia presidencial.
A propósito, el modelo soñado por Guedes, exfuncionario
de Pinochet instalado por Bolsonaro en el ministerio de Economía, es el mismo
que hundió Argentina en el pantano heredado por Alberto Fernández, y que a la
vez llevó a la explosión social que mantiene desde más de tres meses al
derechista Sebastián Piñera arrinconado en un Chile paralizado.
El gobierno de Bolsonaro teje autoelogios
mencionando la creación de unos 640 mil puestos de trabajo en 2019.
Se olvida de que son puestos en condiciones
mucho inferiores a las que tuvieron alguna vez los más de once millones de
brasileños que no tienen empleo alguno, y de los otros 34 millones que lograron
subempleos o trabajos precarios e intermitentes.
Cuando viene de cumplir el primer mes de su
segundo año como presidente, Bolsonaro da hartas y amplias muestras de que
pretende concentrar fuego en uno de los blancos más detestados por él, los
derechos de los indígenas brasileños. Y el ataque, que promete ser implacable,
viene siendo armado desde hace mucho.
Documentos internos de la Funai, la Fundación
Nacional del Indio, que bajo Bolsonaro pasó a manos de un comisario de la
policía, indican la develación de una "antropología de línea
trotskista", un "marxismo ortodoxo" y una "amenaza
comunista" en las ocupaciones, por parte de pueblos originarios, de áreas
que ya fueron determinadas, luego de exhaustivos exámenes, por la Justicia,
para ser demarcadas, pero que el gobierno desoye impune.
Es decir: mientras manda al Congreso un
proyecto de ley indicando que áreas de preservación sean dedicadas a la
agricultura – agrotóxicos inclusive – o a la pecuaria, totalmente ausentes de
las culturas originarias, Bolsonaro pretende que se libere la minería, que
contamina ríos y arroyos con el mercurio utilizado.
Hay que reconocer, en todo caso, que el
ultraderechista no hace más que pretender legalizar todas las ilegalidades que
estimula desde que depositó su humanidad en el sillón presidencial.
Lo que falta constatar, o al menos calcular,
es qué país restará luego de que Bolsonaro y compañía logren imponer su saña
devastadora.
La misión básica del ultraderechista
brasileño es dar combate final a un comunismo que él detecta, amenazador, hasta
en su heladera cada vez que procura un agua fría, y que hace que duerma
poquísimas horas a cada noche, y siempre con una pistola en la mesita de luz.
Una obsesión o tara que lo lleva a ver un
enemigo a ser abatido al precio que sea cualquiera que no coincida con sus
ideas delirantes.
Que hace que su gobierno impida a
funcionarios de la Funai, la entidad encargada de proteger a la cultura y la
vida de los indígenas, que visiten áreas llevando canastas básicas.
Y que describa a los ambientalistas como
‘esos tipos que viven en departamentos, tomando whisky y fumando cigarrillos,
mientras defienden al medioambiente lejano’.
De mesiánico, Jair Messias (en portugués se
escribe con doble ‘s’) no tiene nada.
Bueno, será un mesiánico destrozador.
Nunca, nunca – vale reiterar –,ni siquiera en
tiempos nefastos de una dictadura cuya existencia él reniega, mi país ha sido
tan violado, destrozado.
Nunca.