LA
HIPERINFLACION DE 1989: Radiografía del País Posdictatorial
(Por Ricardo
Aronskind)
El primer hecho fundamental que debe ser
resaltado es la insuficiencia de estudios históricos, económicos, políticos,
sociales, culturales, sobre la hiperinflación de 1989. Es sorprendente que un
hecho histórico absolutamente sobresaliente, infrecuente, pletórico de
información y de sentidos sobre la sociedad de la que formamos parte haya sido
desestimado en el mundo académico, no solo como objeto de estudio en sí mismo,
sino como un episodio utilísimo para poder reconstruir la trayectoria de la
Argentina posdictatorial.
Quizás la hiperinflación de 1989 diga más
cosas sobre la sociedad argentina de las que sus diversos actores y fracciones
quieran escuchar.
Quizás la academia haya perdido interés en el
estudio de los grandes temas articuladores de la vida social, preocupada por
estudiar en profundidad temas fragmentarios que luego nadie se ocupa de
organizar ni aprovechar socialmente. Lo cierto es que un acontecimiento
reciente, del cual aún se cuenta con mucha información tanto cuantitativa como
cualitativa, cuyos principales protagonistas muchos están vivos, y cuya
relevancia es indiscutible, no ha merecido el trabajo investigativo requerido
dada su importancia.
El
gobierno alfonsinista
Si bien no es éste el espacio para realizar
un recorrido pormenorizado por los avatares de ese período político, es clave
señalar algunos elementos contextuales. El alfonsinismo obtuvo una resonante
victoria frente al peronismo y asumió en un contexto interno de fuerte
conflictividad política y social, y en un escenario externo en el que los
Estados Unidos y sus aliados europeos coincidieron en rechazar cualquier tipo
de alivio a la abrumadora deuda externa latinoamericana, mientras se
derrumbaban los precios internacionales de las commodities exportables por la
región y se mantenían elevadísimas las tasas de interés definidas en los
mercados de Nueva York y Londres –a las cuales estaba vinculado estrechamente
el crecimiento de la deuda externa argentina, en cabeza del Estado nacional.
El gobierno radical intentó en su primer año
obtener algún alivio en materia de endeudamiento externo buscando el apoyo de
la socialdemocracia europea, y de otros gobiernos latinoamericanos de países
fuertemente endeudados (especialmente Brasil y México). Pero en ambos casos no
encontró ni apoyos ni aliados para encarar una negociación más dura con la
banca acreedora. Ésta última contaba con el sólido respaldo del gobierno de
Ronald Reagan y de los organismos financieros internacionales.
La situación interna de elevada inflación
(cuya tasa oscilaba entre el 10 y 20 por ciento mensual) y bajo crecimiento no
parecía manejable con los mismos instrumentos que se usaron en los gobiernos
radicales de los años 60. Existía una fuerte oposición interna proveniente de
sectores diversos (sindicatos, fuerzas armadas, Iglesia, grandes empresas,
banca extranjera) y el gobierno temía por la gobernabilidad en la medida en que
se conjugaran esos poderosos factores externos e internos para aprovechar una
situación de caos económico que desplazara al gobierno.
Al cabo de unos cuantos meses el gobierno
asumió que no podía lograr un alivio significativo a la pesadísima carga de la
deuda externa, y que por lo tanto no podría eludir el pago de los cuantiosos
intereses. Decidió entonces un fuerte cambio de rumbo. Aceptó las limitaciones
implícitas en el cuadro de situación (la incapacidad estatal para liderar el
crecimiento, la debilidad de la alianza con las capas medias y los medianos
empresarios, la fragilidad de los valores democráticos en todos los estamentos
sociales) y ensayó una redefinición de la alianza social que sustentaba al
gobierno, tratando de involucrar a los grandes grupos empresariales nacionales
en una “alianza entre la democracia y la producción” que buscaba un doble
efecto: reforzar el débil compromiso democrático del gran empresariado y
ofrecerle a este sector un esquema económico atractivo, que lo estimulara a
emprender un sendero de inversión productiva.
El gobierno era consciente de que ni el
Estado nacional ni las empresas públicas estaban en ese momento en condiciones
de cumplir el rol histórico desarrollista que habían desempeñado en las décadas
precedentes, como locomotoras del progreso nacional, dado que el pago de la
deuda absorbía buena parte de los fondos disponibles para la inversión.
El
reemplazo del ministro de Economía Bernardo Grinspun, de orientación
keynesiana, por Juan Vital Sourrouille, de orientación neoestructuralista,
corporizó este cambio de estrategia, apostando a un enfoque menos estatalista,
y al lanzamiento de un enfoque macroeconómico que sostuviera un proyecto
productivo y exportador. Si se lograba impulsar un “ajuste positivo”, se
podrían neutralizar los efectos contractivos del ajuste económico ortodoxo que
pretendían imponer los acreedores externos representados por el FMI y los
sectores internos más retrógrados.
El lanzamiento del Plan Austral a mediados de
1985 fue la apuesta económica más audaz del gobierno radical, intentando bajar
dramáticamente la inflación que se acercaba al 30% mensual y relanzando el
crecimiento económico. Los efectos reactivadores del Austral fueron reales y se
extendieron por dos años.
La inflación, que fue reducida en un comienzo
a tasas mensuales del 3%, tendió sistemáticamente a subir, agotando de a poco
la efectividad de los instrumentos antiinflacionarios con los que contaba el
gobierno.
Sin
embargo, no se logró el ansiado cambio de comportamiento empresarial, hacia una
lógica más productiva y competitiva. El gobierno no consiguió reducir la
elevada evasión y elusión impositiva, ni desmontar los dudosos regímenes de
promoción industrial y regional heredados de otros períodos, que habían
reducido la capacidad recaudatoria del Estado sin lograr los resultados
deseados en materia de desarrollo. Tampoco se avanzó significativamente en
sanear los vínculos económicos corruptos entre los proveedores del Estado y los
múltiples organismos y empresas públicas. Quizás ésos fueron los “costos
económicos” de tratar de involucrar al alto empresariado en el juego
democrático, o las debilidades políticas severas con las que nacían los poderes
democráticos.
Nuevos
desequilibrios surgidos en el sector externo en 1986 obligaron al Estado a
tomar deuda interna, lo que constituyó una oportunidad para los grandes agentes
económicos para obtener rentabilidad alta y asegurada debido a la penuria de
recursos públicos, sin arriesgar capital en procesos productivos reales.
En
1987 el gobierno radical soportó el primer alzamiento militar durante su
gestión, la economía entró en recesión a mediados del año y el radicalismo
sufrió retrocesos significativos en las elecciones a diputados y senadores a
manos del justicialismo, con lo cual se debilitaba su capacidad para encarar
reformas con apoyo parlamentario.
A
mediados de 1988, con una situación muy deteriorada en lo económico y lo
político, el gobierno alfonsinista apostó al Plan Primavera, aprovechando un
inesperado mejoramiento de los precios de los bienes exportables en el mercado
internacional. Este nuevo plan carecía del espíritu transformador que tuvo el
Plan Austral, pero tenía el claro objetivo de controlar la inflación (que
nuevamente llegaba al 30% mensual), lograr una mínima reactivación y llegar en
buenas condiciones a las elecciones de 1989, que se fijaron muy anticipadamente
para el mes de mayo.
El
débil esquema del Plan Primavera reposaba en un instrumento que el equipo
económico conceptualmente rechazaba, el atraso cambiario (el tipo de cambio
alto era una de las variables que buscaban sostener establemente para promover
la ansiada salida exportadora. El dólar más estable y ciertos acuerdos con
cámaras empresariales, permitieron moderar las expectativas inflacionarias e
inducir una declinación en los aumentos de precios mensuales.
Sin
embargo, nuevamente las condiciones internacionales cambiaron, afectando la
estabilidad argentina. En este caso se trató de un cambio institucional
relevante. Un reemplazo de altos funcionarios en el Banco Mundial determinó un
cambio de actitud de ese organismo hacia la Argentina.
Desde abril de 1988 el BM había tolerado que
la Argentina no pagara los vencimientos de deuda con ese organismo, basándose
en el argumento –cierto– que el país había sido muy afectado por la fuerte
caída del precio internacional de sus exportaciones. Las nuevas autoridades que
asumieron en ese organismo a fines de 1988 no aceptaron lo que previamente se
había acordado con el país y suspendieron un desembolso que estaba programado
para el mes de enero.
Rápidamente la banca privada con sede en
Washington advirtió la fragilidad de la posición cambiaria argentina –que
contaba con ese desembolso para reforzar las magras reservas del Banco Central–
y comenzaron a especular contra el tipo de cambio oficial argentino, en el cual
reposaba todo el endeble mecanismo de estabilidad transitoria armado por el
equipo económico.
A partir de ese momento, comienzos de enero
de 1989, se puso en marcha un proceso especulativo en el cual se fueron
involucrando diversos actores económicos locales, que fueron obligando al Banco
Central a vender dólares al tipo de cambio oficial –intentando frenar la
corrida y arriesgándose al agotamiento de las reservas– hasta que la situación
se hizo insostenible.
El 6
de febrero de 1989 el gobierno anunció un cambio en el esquema cambiario
oficial, que detonó un conjunto de comportamientos sociales que definieron el
rumbo incontenible del dólar, y detrás del mismo, de los precios internos. Ése
era el escenario de la hiperinflación.
¿Qué
fue?
La
hiperinflación argentina de 1989 puede ser descripta superficialmente como un
violento incremento de los precios, que sufrieron una creciente aceleración
hasta el momento que en que se logró quebrar la tendencia. Empezó en febrero de
1989 y se extendió hasta el mes de julio de ese mismo año, cuando alcanzó su
pico de 194% de inflación mensual.
La
hiperinflación no fue un fenómeno monetario. No ocurrió porque el gobierno
radical emitía mucho dinero, a causa de que el déficit público era enorme y
estaba descontrolado por las medidas demagógicas y distribucionistas de los
políticos, como han señalado equivocadamente algunos historiadores de ideología
liberal.
La
hiperinflación, en cambio, debe ser explicada observando la centralidad de la
evolución del dólar en aquellos meses de 1989. En el dólar convergían las
tensiones profundas de la estructura económica argentina y de sus vínculos
comerciales y fundamentalmente financieros con los países centrales. Este
elemento central traslada el análisis de la crisis desde un enfoque monetario
desvinculado de la realidad estructural, a una explicación que da cuenta de los
dilemas y problemas que enfrentaba la economía argentina a partir del grave
cuadro legado por el régimen cívico-militar que precedió al gobierno
democrático.
De la
dinámica superficial a las profundidades estructurales
El valor del dólar en moneda local sufrió un
fuerte incremento a lo largo de esos seis meses, y los precios de los bienes y
servicios tendieron a reproducir cada vez con mayor exactitud las alzas de la
divisa extranjera. El panorama de precios descontrolados, que crecían sin
vinculación con la demanda o la capacidad de consumo de la población, no podía
ser entendido sin el liderazgo de veloz aumento de la divisa extranjera.
Entonces, dos procesos deben ser explicados:
1) La suba exponencial del dólar durante los
primeros meses del año;
2) El liderazgo alcista de la divisa
extranjera sobre los precios internos en una forma crecientemente ajustada.
La
suba del dólar se explica por el dramático desequilibrio que se generó entre la
oferta y la demanda de esa divisa a comienzos de 1989.
Ese
desequilibrio estaba latente durante los años previos y estalló en las primeras
semana de febrero: mientras la oferta de dólares en el mercado cambiario se
volvió casi nula –ya que los oferentes privados tradicionales dejaron de
liquidar moneda extranjera-–, la demanda de la divisa adquirió características
completamente desmesuradas, ya que la demanda habitual de dólares (para
efectuar transacciones comerciales, turismo o remesas al exterior), se vio
drásticamente ampliada por la demanda para atesoramiento de toda la población
por el miedo social generado ante la espectacular desvalorización de la moneda
local y la constante apreciación del dólar.
¿Por
qué se generó esa expectativa en relación con el movimiento del dólar?
Fue
una combinación de hechos “objetivos” (la ausencia de suficientes dólares en
relación con la demanda) y “subjetivos”: el comportamiento de los actores
privados que se negaron a vender las divisas que obtenían vía exportaciones,
más los rumores alarmantes que circulaban tanto en los medios como en la calle,
además de las prevenciones y costumbres incorporadas por la población en otras
crisis cambiarias previas que se habían reiterado en el país.
Pero
el trasfondo era más profundo. Se estaba produciendo un nuevo episodio de
estrangulamiento del sector externo de la economía. En estos episodios, el país
se encontraba con que carecía repentinamente de las divisas necesarias para
importar los insumos necesarios para mantener su aparato productivo en marcha,
o para proveer a la población de los bienes de consumo habituales.
Las
bases estructurales de ese estrangulamiento pueden resumirse en:
Baja capacidad
exportadora de la economía argentina, dada la insuficiente capacidad
exportadora de parte de la industria argentina y de los muy malos precios
coyunturales de las exportaciones agropecuarias más tradicionales. Esos precios
eran de los más bajos del siglo XX en el mercado mundial y generaban una
restricción adicional en el ya reducido nivel de exportaciones. La baja oferta
exportable argentina –en relación con las necesidades de divisas del país– se
ponía aún más de manifiesto por las mayores erogaciones provocadas por los
servicios de la deuda externa.
Elevadísimo
endeudamiento externo, provocado por las políticas neoliberales de la dictadura
cívico-militar, que no solo condicionaba las cuentas públicas (desviando casi
un 20% del presupuesto nacional hacia el pago de compromisos externos), sino
que significaba una enorme masa de dólares que se agregaba a la demanda normal
de las divisas, provocando una presión alcista permanente del dólar.
Debilidad
estructural del Estado nacional, tanto en materia recaudatoria como de control
aduanero de importaciones y exportaciones. Esa debilidad llevaba a no poder
controlar adecuadamente las transacciones externas y menos aún a recaudar los
dólares correspondientes a los impuestos establecidos para dichas operaciones.
Debemos recordar en este ítem que los imprecisos números del endeudamiento
externo legado por la dictadura, nunca fueron debidamente investigados por el
gobierno democrático, obedeciendo a las condiciones establecida por el FMI para
proceder al “rescate” de la deuda argentina.
¿Agentes
racionales o actores político-económicos?
A
partir de la suposición de que el gobierno radical carecía de reservas
suficiente para intervenir y sostener la cotización oficial (17 australes por
dólar), el sector privado comenzó una puja que llevó al gobierno a la necesidad
de introducir una franja de “dólar libre” en el que se transaban las
operaciones para “atesoramiento”, y que rápidamente asumió un nivel más alto
que los dólares oficiales para importaciones y exportaciones. En tanto la
avidez para comprar dólares se extendía progresivamente a estratos
poblacionales cada vez más amplios (y más pobres), las principales empresas
exportadoras del país (salvo las públicas, como YPF y SOMISA) dejaron de
liquidar divisas, lo que generó una penuria cambiaria creciente, contribuyendo
a una rápida aceleración del aumento del dólar “libre”.
¿Por qué dejaron de vender dólares la mayoría
de los exportadores? La teoría económica convencional enseña que los actores
económicos son racionales y que toman sus decisiones mecánicamente para
maximizar sus beneficios, sin considerar ningún otro factor. En este caso, el
enfoque explicaría que, al calcular las empresas exportadoras que el dólar
continuaría subiendo, decidieron esperar para vender las divisas obtenidas en
el exterior al precio más alto posible. De esa forma, contribuyeron a
incrementar el desequilibrio cambiario, y se verificó el efecto alcista
esperado.
Otras
interpretaciones, de origen en el ámbito político-partidario, han insistido en
que existió alguna forma de conspiración entre los grandes empresarios, lo que
constituyó un verdadero hecho político desestabilizador, un “golpe de mercado”.
Los agentes económicos concentrados,
conscientes de su poder, decidieron ejercerlo para disciplinar a los partidos
políticos mayoritarios e imponerles sus propias reglas de juego.
Puede formularse, sin embargo, otra explicación. Es evidente que un escenario
político y económico tan complejo como el existente a comienzos de 1989 no
puede ser construido voluntariamente por ningún actor económico, salvo que sea
todopoderoso. Pero al mismo tiempo, la falta de divisas no podía dejar de
otorgar poder a aquellos contados actores sociales –un reducido oligopolio de
la oferta de divisas– que pudieron disponer de dólares. Una vez creado el
escenario de escasez extrema y de corrida cambiaria, el poder lo tiene quien es
capaz de suministrar el bien escaso. El gobierno, adicionalmente, estaba muy
debilitado luego de una accidentada gestión de 5 años, en los cuales enfrentó
todo tipo de contratiempos económicos, militares y políticos. No era un
gobierno que pudiera –o estuviera dispuesto– a enfrentar, intimidar o
condicionar al puñado de empresas exportadoras que podían suministrar las
divisas. La mayoría de la población, en general, estaba totalmente al margen de
la comprensión de lo que estaba ocurriendo. Y los grandes partidos políticos
estaban muy lejos de suministrar una explicación realista y cruda de la
situación, ya que implicaba la denuncia del poder económico realmente
existente.
Las
grandes empresas exportadoras comprendieron el poder que la situación
estructural y la coyuntura política internacional habían puesto en sus manos, y
procedieron a presionar al sistema político para obtener medidas a su favor,
que fueron arrancando a lo largo de las semanas siguientes al debilitado
gobierno radical.
Pero
lograron aún algo mejor: condicionar al futuro gobierno –elegido a mediados de
mayo, en plena hiperinflación– y hacer sentir la capacidad de generar caos económico
y social, en la medida en que sus demandas no fueran adecuadamente tratadas.
¿Por
qué los precios siguieron al dólar?
La
economía argentina venía de un largo período de alta inflación, que se había
inaugurado con el “Rodrigazo” ocurrido en 1975. Ese episodio, que aceleró el
proceso inflacionario, dio origen a un larguísimo período de inflaciones
anuales superiores a los 3 dígitos, incluyendo varios años de inflaciones
superiores al 10 por ciento mensual. Es notable que la dictadura
cívico-militar, cuyo ministro de Economía y principales funcionarios del área
hacían profesión de fe neoliberal y contaban con el poder absoluto para
controlar la economía, no lograron bajar la elevadísima inflación (el mejor año
de la dictadura superó el 70% anual).
Un
período tan prolongado de desvalorización constante de la moneda se combinó con
la política inaugurada por el gobierno dictatorial de venta “libre” de dólares
al público, sin ningún límite ni requerimiento. Ese nuevo “derecho adquirido”
(el dispendio de dólares por parte del Banco Central en un país que aún no
lograba tener un desempeño exportador aceptable) fue lo que dio origen a un
extenso período de fuga de capitales de la economía nacional que se prolonga
hasta la actualidad. La dictadura constituyó para los ciudadanos, en ese
sentido, comunes una verdadera escuela de “dolarización”, ya que contribuyó
fuertemente a desprestigiar la moneda local y a popularizar una moneda
sustituto mucho más estable, en la cual se podían preservar los ahorros.
Por
otra parte, niveles de inflación mensual que oscilaban en torno al 10%
generaban una alta incertidumbre en los precios relativos y por lo tanto en las
rentabilidades de las distintas ramas de la economía. Comenzar a realizar los
cálculos económicos en dólares, establecer la ganancia esperada en esa moneda y
finalmente traducir esos valores a la moneda local, empezó a ser una práctica
habitual en especial de las grandes empresas. Naturalmente era la práctica de
las firmas extranjeras radicadas en el país, y la de los grandes bancos, que
medían su rentabilidad en moneda extranjera, siguiendo las crecientes
tendencias de la globalización.
Al
dispararse la cotización del dólar a comienzos de 1989, la primera reacción de
las empresas fue calcular sus precios trasladando los incrementos de costos
provocados por la suba del dólar. Pero cuando el proceso se aceleró y se volvió
imprevisible, gran cantidad de empresas fijaron directamente sus precios
finales en dólares, independientemente de la incidencia de la devaluación en
los costos. El peligro de descapitalización, es decir, de no poder reponer la
mercadería que se había vendido ya que los nuevos precios de los insumos
superaban a los precios finales de lo ya vendido, generó una presión para
refugiarse en una contabilidad en dólares para evitar ese mal, aunque de hecho
implicara una dramática caída en las posibilidades de vender la producción o
las mercaderías en stock. De hecho numerosas empresas optaron por cerrar en
pleno año, para evitar la descapitalización.
¿Cómo
se frenó la hiperinflación?
En el
mes de julio de 1989 frenó la hiperinflación. Unas semanas antes ya había
comenzado la desaceleración de la suba del dólar y había aparecido mayor oferta
en la plaza local.
El
presidente Alfonsín debió renunciar en ese mes, para ceder su cargo al nuevo
presidente electo, Carlos Menem, quien a su vez cedió el ministerio de Economía
a una de los principales grupos exportadores de la Argentina, el conglomerado
Bunge y Born.
El
proceso remarcatorio siguió intensamente en ese mes, casi triplicando los precios
de fines de junio. El golpe inflacionario fue enorme sobre los bolsillos de la
población, que comenzaron a recuperarse progresivamente en los meses
subsiguientes. El gobierno radical logró evitar que un intento brusco de
controlar la hiperinflación vía rígida restricción monetaria desembocara en
quiebra generalizada de empresas y desempleo masivo, pero no pudo frenar la
creciente violencia social y los saqueos que se iniciaron en las barriadas más
pobres del país, lo que desembocó en la renuncia de Alfonsín.
Ya en
posesión de los principales resortes económicos, la elite empresaria local
abandonó transitoriamente la estrategia desestabilizadora vía dólar/precios,
aunque aún dos nuevos episodios, uno a fin de 1989 y otro a comienzos de 1991,
tuvieran características similares aunque más breves.
Conclusiones
La hiperinflación del primer semestre de 1989
tiene una enorme relevancia histórica: significa el derrumbe del primer
gobierno democrático luego de la dictadura y preanuncia nuevas formas de
desestabilización en el contexto del funcionamiento de las instituciones
representativas. Al mismo tiempo, cierra dramáticamente el intento de gobierno
reformista del Dr. Alfonsín.
Fracasa
su intento de volver compatible la democracia con un modelo económico que involucrara
a los grandes actores locales en un proceso de acumulación capitalista
dinámica. No consiguió que el gran capital local y extranjero asumieran un
lugar de responsabilidad social, tanto en el mantenimiento de las
instituciones, como en la aceptación de una distribución más aceptable de la
riqueza y en una participación más activa en el proceso de producción de bienes
y servicios.
La
caída de este intento dará paso a un programa mucho más extremo, en el cual
desaparecen la importancia y el significado histórico de lo público como
constitutivo de lo nacional, para dar paso a la satisfacción de las apetencias
de diversas fracciones del capital local y extranjero.
En
términos de la historia económica nacional, la hiperinflación abrió por primera
vez las puertas para la reversión del modelo de industrialización sustitutiva
con liderazgo estatal, al romper las resistencias políticas y sociales a la
privatización/extranjerización de las grandes empresas públicas y eliminar toda
orientación estratégica estatal cuya meta fuera el desarrollo.
Esto
pudo ocurrir en el contexto de un gobierno que llegó políticamente exhausto a
1989, y que había ido cediendo instrumentos de intervención económica en
función de lograr la “buena voluntad” democrática de los factores de poder
económico, sin poder romper la lógica rentista que había adoptado durante el
“Proceso de Reorganización Nacional”.
La
interpretación de la crisis, en un clima de amplio desconcierto social donde no
abundaban las explicaciones, la dieron fundamentalmente los comunicadores
neoliberales, a esa altura ubicados en todos los segmentos centrales de la
audiencia radial y televisiva. Se estaba en el medio de una dramática
transformación cultural, en la que el viejo discurso peronista y radical no
lograban suministrar más que consignas vacías y no eran capaces de dar cuenta
de una crisis severísima, que llenó de aflicción y angustia a la mayoría de la
población.
La
falta de una explicación no ortodoxa de la crisis, tanto en los espacios más
amplios de la sociedad, como en el terreno de la academia, dejó el lugar
necesario para que se abriera paso una versión muy conocida y hasta ese momento
poco exitosa de la historia económica argentina. Según el liberalismo
argentino, lo que estaba ocurriendo en 1989 reflejaba el fracaso “del
estatismo, del desarrollismo, del industrialismo, del intervencionismo, del
distribucionismo y del populismo”, es decir, todos los males que la ortodoxia
liberal argentina venía combatiendo a partir de la industrialización argentina
de los años 40.
La
propia defección del radicalismo alfonsinista en asignar las debidas
responsabilidades a otros actores políticos y sociales, asumiendo en forma
exclusiva la culpabilidad de la hiperinflación, fue funcional a la resolución
de la crisis a favor de las políticas neoliberales y de los sectores más
antisociales del entramado empresario local.
“No
supimos, no pudimos, no quisimos”, dijo Raúl Alfonsín en el discurso en el que
anunció de salida anticipada de la Presidencia, sin dar mayores precisiones
sobre lo ocurrido, decidiendo cargar sobre sus hombros y los del radicalismo la
plena responsabilidad de la crisis hiperinflacionaria.
Triste parábola de quien inició su gestión
haciendo docencia democrática: ocultar a la ciudadanía la capacidad de daño que
poseían los factores extrademocráticos sobre la gobernabilidad de la economía y
de la sociedad.
La
defección no fue exclusivamente radical: tampoco el peronismo señaló con
claridad las responsabilidades empresariales en lo que estaba ocurriendo, ni
tomó nota de la importancia política que tenía recuperar algunos de los
instrumentos de intervención pública en la economía. Prefirió volcar toda la
crítica en su enemigo histórico, el radicalismo, tratando de explicar por la
mera incompetencia radical el resultado de la gestión alfonsinista, y
capitalizar políticamente su fracaso.
Resuena
fuertemente en ese período la inexistencia de una voz política alternativa, con
capacidad de efectuar un análisis realista y complejo de la situación,
suministrando explicaciones convincentes y propuestas que pudieran ser
visualizadas por los trabajadores y sectores medios.
El
experimento que se instalaría en los 90, favorecido adicionalmente por un
contexto mundial de retroceso de las propuestas alternativas al neoliberalismo,
de la mano del partido que había protagonizado la construcción del Estado
industrialista y distribucionista, sería de los más extremos que se observaron
en la región latinoamericana. El neoliberalismo menemista atacaría las bases
del modelo desarrollista nacional, aumentando la dependencia del país,
fracturando la sociedad, y generando una fuerte extranjerización de la
estructura productiva.
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