LOS
RICOS IMAGINARIOS
(Por Sebastián Fernández)
Cuando mis hermanos y yo éramos adolescentes
vivimos durante unos años con nuestros tíos. Eran mis parientes preferidos, en
particular mi tío Ernesto. A diferencia de mi padre, un señor extraviado en una
biblioteca, mi tío tenía calle, conocía cada recoveco de la ciudad y me
invitaba a recorrerla en su eterno Siam Di Tella, vehículo icónico que pasaba
más tiempo en el taller que en las calles de Buenos Aires. Recuerdo ir a comer
choripanes en los carritos de la Costanera Norte o en los ya demolidos boliches
ubicados frente a la entrada del Cementerio de la Chacarita. Mi tío
“correteaba”, es decir, llevaba paquetes de un lado a otro. Era un trabajador
precarizado, anterior a las plataformas.
Mi tío Ernesto escuchaba tango en casa o en
la radio del auto y solía explicarme el significado de cada término de lunfardo
que yo desconocía. El tango era una de sus pasiones, apenas superada por el
anti-peronismo. Su odio hacia Perón, Evita, Cámpora, Isabel, el sindicalismo,
los montoneros o los empleados públicos no conocía límites y era ampliamente
desarrollado en cada nuevo almuerzo familiar.
Como tantos otros anti-peronistas, saludó el
golpe de Estado de marzo de 1976 y se entusiasmó con la humildad del dictador
Jorge Rafael Videla. Denunció con fervor la “campaña anti-argentina”, una
operación publicitaria de la dictadura, creyendo con sinceridad que el marxismo
internacional estaba detrás de las denuncias realizadas por los sobrevivientes
de los centros clandestinos de detención, los exiliados y sus familiares.
Recuerdo que solía elogiar al súper ministro
de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, mandante de Videla, pese a que su
tarea consistió en llevar adelante un plan de negocios sanguinario que evaporó
los derechos de los trabajadores y el poder adquisitivo de los salarios, y que
tuvo como componente instrumental las desapariciones y torturas. “El ministro
tiene razón, la Argentina padece un exceso de Estado”, solía repetir mi tío
Ernesto en las interminables sobremesas de los domingos. Él, que había nacido
en un hospital público, cursó sus pocos años de escolaridad en una escuela
pública, vivió en parte del ingreso como maestra de mi tía, falleció en una
clínica del gremio docente y nunca jamás fue detectado por el mercado,
consideraba que la Argentina tenía demasiado de aquello que lo había salvado de
la pobreza.
En su célebre Mensaje a las bases de
noviembre de 1963, Malcolm X, activista norteamericano y defensor de los
derechos humanos y de las libertades civiles de los afroamericanos, explicó la
diferencia que existía durante la época de la esclavitud entre el “negro
doméstico” y el “negro de campo”: “El negro doméstico vivía en la casa de su
patrón, vestía y comía bien. Amaba al patrón tanto como el patrón se amaba a sí
mismo y se identificaba con el patrón (...) Si alguien sugiriese al negro
doméstico escapar de la esclavitud, éste se negaría a ello diciendo que dónde
podría llevar una vida mejor que la que tiene”.
Dos gobiernos fallidos, el de Mauricio Macri
y el de Alberto Fernández, fueron el caldo de cultivo necesario para imponer el
cuarto experimento neoliberal en la Argentina del último medio siglo. A
diferencia de las tres experiencias anteriores (la última dictadura
cívico-militar, los gobiernos de Carlos Menem y de Fernando De la Rúa, y el de
Cambiemos), la propuesta de Javier Milei fue explícitamente anunciada. Más allá
del truco retórico de la casta –entelequia que concentraría el ajuste anunciado
como inevitable– Milei y los entusiastas de la motosierra retomaron el mismo
diagnóstico que defendía mi tío Ernesto a mediados de los años ‘70: la
Argentina padece un exceso de Estado. Es más, ya ni siquiera se trata de un
exceso, sino de su propia naturaleza maligna. “El Estado es el pedófilo en el
jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina”, según la
propia definición del actual Presidente.
De forma cíclica, una parte de la clase media
de nuestro país apoya el credo neoliberal que la empobrece, a la vez que
rechaza al peronismo, el movimiento político que más ha impulsado la movilidad
social ascendente –en otras palabras, la justicia social– desde los gobiernos
de Juan D. Perón a los de Néstor Kirchner y CFK. El instrumento para lograrlo,
como ocurrió en todos los países que Milei o Macri ponen como ejemplo a seguir,
fue el tan denostado Estado. Es decir, la escuela, el hospital o la clínica de
los que gozó mi tío Ernesto y que el mercado jamás le proveyó.
Tanto la pobreza estructural como el
endeudamiento crónico de la Argentina –nuestros dos flagelos actuales–
empezaron con la última dictadura cívico-militar, no con el peronismo.
Paradójicamente, a la par que la multiplican destruyendo a la clase media, los
gobiernos neoliberales prometen terminar con esa pobreza.
Como ocurrió con las experiencias anteriores,
más temprano que tarde, aquellos electores de clase media volverán a rechazar
lo que hasta ayer aplaudían, sorprendidos por ser nuevamente el pato de una
boda ajena.
El asombro que siento desde hace casi medio
siglo, al ver cómo una parte de la clase media retoma el análisis de mi tío
Ernesto, tal vez tenga una explicación más sociológica que económica: al no
poder compartir las prerrogativas materiales de los más ricos, esa clase media
logra soñarse rica al compartir al menos sus prejuicios. Un premio consuelo
escaso, pero consuelo al fin.
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