(Por Ernesto Estévez Rams)
En una sociedad que pretende revolucionar la realidad hacia el comunismo, los intereses creados por grupos sociales específicos, ya sean clases o no; ya sean gremiales, profesionales, funcionales; o de jerarquías organizativas, estatales o gubernamentales, empresariales o institucionales, u otro tipo, para el caso, no pueden erigirse como freno a lo que necesita ser revolucionado, el hecho de que esa puja sea constante, habla de las carencias en alcanzar un estado participativo donde prevalezca el poder indisputable de las mayorías. Un ejemplo positivo es cómo se logró aprobar el Código de las Familias.
Algunas verdades directas del marxismo que
parecen haberse olvidado, o, peor aún, desechado, deberían estar presentes
siempre. Me viene por ejemplo a la mente aquello que se preguntaba Marx en la
Critica al programa de Gotha: «¿Y qué es el trabajo “útil”? No puede ser más
que uno: el trabajo que consigue el efecto útil propuesto». Claro está, lo que
es útil en última instancia, y en primera también, tiene que estar referido a
la sociedad, sus relaciones sociales y su reproducción. En una sociedad que
pretende superar al capitalismo, sólo la mayoría tiene la legitimitad para
proponer lo útil. Pero no lo hemos logrado. Puede ocurrir que lo “útil” sea
definido al margen de lo que favorece a la sociedad en su conjunto, para
reducirse, en cotos de autoridad, devenidos de poder localizado, o lo que es
“util” a los que toman la decisión. Y en esa toma de decisión cotidiana pesan,
muchas veces sin el balance correcto, los intereses individuales, colectivos
pero locales y los de la sociedad como un todo.
¿Y cuáles son esos intereses individuales o
colectivos que se manifiestan desbalanceados en una toma de decisión? Si
volvemos a Marx en el prólogo de la Contribución a la crítica de la economía
politica, «No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el
contrario, el ser social lo que determina su conciencia». En la toma de
decisión pesan sobre esta, como ella incide en la forma de reproducción
material y cultural de los que deciden.
Pero no se trata de individuos malos, el
fenómeno es en primer lugar colectivo. Un colectivo de trabajadores o gremial
puede asumir y asume decisiones en detrimento del interés de la sociedad, si ve
en ellas ventajas para la ampliación de su reproducción material y cultural aún
si es consciente de que puede ser perjudicial más allá de su grupo. Mientras no
vea en el horizonte que rebasa su inmediatez, un interés social que, a corto o
largo plazo, le beneficie y supere la ventaja del individuo o del grupo, se
decantará por lo que le es ventajoso a este.
En entornos donde no se logra la
prevalecencia de los intereses mayoritarios de la sociedad, los colectivos
grupales creados alrededor de intereses comunes, como forma de reproducción, al
menos aceptable, de sus condiciones de vida, pueden necesitar, y llegar a
alcanzar, la habilidad necesaria para convertir una política de la sociedad en
su conjunto, en lema para disfrazar su propia política, aunque esta sea
contraria a la primera. En ese sentido, se vuelven en actores contrarios al
interés hegemómico de la sociedad socialista. La realidad demuestra que se
puede ser freno mientras no se deja de acusar al que se opone a los desatinos
desde la Revolución, como reaccionario.
La corrupción, en su acepción mas abarcadora,
siempre es un fenómeno social que rebasa los marcos de la manzana podrida.
Podemos y debemos descubrir y sancionar al corrupto, pero si no se va a las
bases sociales de la corrupción, esta, como fenómeno sistémico, seguirá
reproduciéndose. Para el capitalismo, la corrupción es un fenómeno intrínseco a
su forma de apropiación crecientemente privado de lo que la sociedad produce
socialmente, en términos materiales y culturales. Para el socialismo, a camino
medio andado desde el capitalismo y hacia el comunismo, la corrupción es un
peligro que no ha dejado de ser sistémico, por razones objetivas, y por tanto
debe ser atajado constantemente sabiendo que de no hacerlo de manera efectiva,
se reproducirá como la hierba mala. Toda corrupción hala hacia la restauración
capitalista, todo combate efectivo a ella empuja hacia la sociedad del imperio
social que aspiramos a crear. Luego, la batalla contra ella, es una batalla
existencial, y es, por tanto, una batalla revolucionaria.
Luego, no queda otra que imponer una realidad
social donde la amenaza más directa al ser social individualista sea la que
resulte de no transformarse en un actor revolucionario, donde la conciencia
social que induzca ese estado objetivo de la sociedad sea conciencia
revolucionaria. No hay espacio para hacer un recuento de cómo la Revolución
cubana navegó exitosamente en ese proceso de creación de conciencia
revolucionaria por décadas, pero señalemos que lo hizo precisamente buscando
los mecanismos sociales que implicaban esa conciencia revolucionaria como
respuesta al ser social que la realidad objetiva en construcción imponía.
Mientras la expansión de la reproducción material de la sociedad socialista era
un hecho real o una promesa creible, la conciencia colectiva que se reproducía
era conciencia revolucionaria, porque esta apuntaba al avance material y
cultural de la sociedad.
El burocratismo genera especialistas en
formas, absolutizando como lo útil lo que pretenden que emane de los
procedimientos o regulaciones, en detrimento de especialistas en maximizar lo
útil, como aquello que contribuye directa o indirectamente a la reproducción
material y cultural ampliada de la sociedad, en definitiva lo que el propio
Marx definía como tal.
El burocratismo, en su acepción mas
abarcadora, siempre es un fenómeno social que rebasa los marcos de la manzana
podrida. Toda forma injustificada de burocracia hala hacia la restauración
capitalista, todo combate efectivo contra ella empuja hacia la sociedad que
aspiramos a crear. Luego, la batalla contra ella, es una batalla existencial, y
en consecuencia, una batalla revolucionaria.
Vender como lo “útil” a instancias superiores
la idea que germina de lo conveniente para los que la proponen, es una perversa
forma de arte que ha sido refinada a niveles excelsos en no pocos espacios de
la sociedad. Quizás el antídoto técnico contra la enfermedad se halla en las
formas de proceder de las ciencias exactas, donde toda proposición ha de tener
su oponencia, y su revisión por pares. Mas aún, toda propuesta es sometida al
escrutinio público permanente y de esa exposición termina siendo legitimada o
descartada por su valor intrínseco y no por la maña del autor. Pero erraríamos
si creemos que la solución al problema se reduce a lo técnico, siempre hay
formas de pasar gato por liebre.
La falta de transparencia en el ejercicio
(público) de gobernar, ya sea a nivel de estado, económico, institucional,
organizacional, o administrativo, no es esencialmente un problema de cultura,
tanto como no lo es el ejercicio no demócratico de la burguesía en el
capitalismo. La falta de transparencia es un mecanismo de protección de los que
ejercen esa función de decidir o con capacidad importante en influir en las
decisiones, cuando son conscientes que en ese ejercicio no están haciendo
prevalecer lo útil como lo que define la mayoría de la sociedad. Por tanto, la
opacidad tiene raíces objetivas y debe abordarse en sus causas, que es decir,
más allá de un llamado a la conciencia.
Hay otra perversidad en monopolizar la
condición de experto en los fórum creados para el debate público y desde allí
denostar como forma de anular la oposición a las ideas propias. Una práctica
que viene acompañada de “haz lo que digo pero no lo que hago”. Hay censuras
explícitas que no resultan de seguir «orientaciones», sino del interés propio
del individuo o el colectivo al que se le ha dado la facultad de decidir sobre
lo que es de interés público.
Todo combate a la prevalencia de los
intereses grupales sobre los de la sociedad como un todo, solo lo lograremos,
por un lado, con la mayor participación colectiva posible en cada toma de
decisión cotidiana, y por otro, en la mayor absolutización posible de la
transparencia, para que cada paso en una toma de decisión quede expuesta al
escrutinio público.
Hay que destrozar los mecanismos objetivos
que protegen la reproducción de toda forma de amparo al egoísmo individual o
colectivo. Tenemos que asumir como premisa del accionar revolucionario, que lo
que es errado para la sociedad como un todo debe ser cambiado, no importa
cuánto aparentemente afecte a un colectivo en particular, el que sea.
Cada vez que veo presentar una popuesta como
santo grial o piedra filosofal, dada como perfecta mientras precisamente se
proclama su imperfección como truco retórico, me recuerdo de Oriestíada. La
imagen del lago y de la ciudad de Kastoria de noche, siempre me la presentan
paradisíaca. Pero yo nunca he estado allí, en las márgenes del lago. Mi visión
de ella es lo que me cuentan otros que tampoco la han visto pero la narran como
reflejo de sus propias aspiraciones. Cuando digo que existe la posibilidad de
que sea de otra manera, me acusan de retrógrado, de freno. ¿Acaso yo me niego a
que lleguemos al lugar idílico? Pero educado como suspicaz, me pregunto,
incómodo, quiénes serán los dueños del todo en aquel lugar que no puede haber
escapado de la lógica hegemónica. Confieso que por difícil que sea, prefiero el
árido ejercicio de construir el futuro propio, que el engaño de pensar que podemos
acceder al que otros nos ofrecen como destino perfecto.
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