MAQUILLANDO EL CADÁVER DEL CAPITALISMO
(Por Luis Britto García)
Ya nadie habla de capitalismo. Capitalismo
implica capital, que posee otro y tú no tienes. Capitalista es dueño,
patrono, tipo que impone hacer lo que a él le da la gana. Ahora se habla del
mercado. Mercado suena impersonal, como el destino o las leyes naturales. Quien
dice mercado casi dice supermercado, tan abarrotado de bienes que casi
olvidamos que hay que pagar la factura. Capital es la mano que aprieta. Mercado
es la mano invisible que, como Dios, se ocupa de hacer el bien aunque el
resultado sea que todo anda mal.
Si para venderse el capitalismo tiene que
cambiarse el nombre, significa que no está dispuesto a cambiar nada, excepto
nombres. Ya anotó Adolfo Bioy Casares en su Diccionario del argentino
exquisito que todas las indignidades del capitalismo han sido
rebautizadas con las palabras más dignas del idioma. Ya los precios no suben,
se liberan. Los intereses no se alzan, se sinceran. Al trabajador no se lo
despide, se flexibiliza su relación de trabajo. Apoteosis de la
confiscación por el capitalismo del prestigio de lo que se le opone es
banalizar la revolución como argumento de venta: hay revolución en la moda,
en los desodorantes, en las toallas sanitarias, en el papel higiénico.
Revolución en todo, mientras no haya revolución en nada.
Todo sistema elogia sus principios
constitutivos. La primera verruga que desaparece del lifting capitalista
es el capitalista mismo. En una época se hacían lenguas los medios de
comunicación sobre los grandes agiotistas: Morgan, Carnegie, Vanderbilt,
Rockefeller, Getty. No tardaron los maquilladores de imagen en darse cuenta de
lo nefasto que resulta comunicarle a los habitantes del mundo que pertenecen a
unas decenas de vejetes avinagrados escondidos en búnkers impenetrables. Los
amos del mundo son invisibles. Su máscara es el secreto. Sus esclavos no
necesitan conocerlos para servirles. Ahora lo que hay son fundaciones. La
culpa de lo que está mal recae sobre los políticos. Los amos del mundo figuran
reducidos a símbolos corporativos, que aparentan multiplicarse y dividirse para
no pagar impuestos y burlar las leyes antimonopolio. El sistema sin nombre
avanza hacia la tiranía sin rostro.
Dejemos el juego de las apariencias, que se
acentúa a medida que las realidades se deterioran. Vayamos a los hechos.
Demostraron Marx y Engels que el capital tiende a concentrarse en un
número cada vez menor de manos. Se fundamenta el capitalismo en un principio
que no existe, el de la libre competencia. En realidad, los grandes capitales
destruyen o devoran a los pequeños. Según estimación del Credit Suisse
Research Institute, el 1% de la población posee hoy más propiedad que la mitad
de los habitantes del planeta; el 10% más rico posee el 88% de la propiedad del
mundo (https: //globalpolicywatch.org).
Nunca tanta miseria produjo tanta riqueza para tan pocos. Puede que todo el
planeta termine perteneciendo a una sola persona. A menos que antes, como
profetizó Marx, los expropiados expropien a los expropiadores.
John Maynard Keynes advirtió en 1936 en The
General Theory of Employmen, Interest and Money que, para evitar la
instauración de Gobiernos socialistas en Europa, eran indispensables medidas
intervencionistas del Estado para vencer las crisis capitalistas, tales
como incrementos redistributivos del gasto público para activar el
empleo, expandir el consumo y revitalizar la economía. En aras de esta
confesión de que el capitalismo no funciona, se hicieron concesiones a
los trabajadores y se publicitó la creación de un “estado del bienestar” en
algunos países europeos. Era como un socialismo sin socialismo. El
maquillaje duró hasta que la desintegración de la Unión Soviética lo hizo
innecesario. Muerto el perro, se acabó la rabia. Gobiernos neoliberales
privatizaron empresas públicas, realizaron despidos masivos, aniquilaron
sindicatos y retiraron a los trabajadores todas sus conquistas, que ya no
parecían necesarias para evitar revoluciones. En lugar del socialismo sin
socialismo, mostró su rostro feroz el capitalismo con capitalismo.
En 1930, el mismo John Maynard Keynes había
profetizado en una conferencia que para el 2030 la automatización resolvería
íntegramente el problema de la producción de bienes, pero crearía un desempleo
inmanejable. En otras palabras, se resolvería la producción, mas no su
distribución. En efecto, hoy en día se producen alimentos de sobra para toda la
humanidad, y, sin embargo 944 millones de personas sufren desnutrición
(Programa Mundial de Alimentos). Para 2020, la tasa de desempleo fue de 9.4%,
con 187.7 millones de desempleados, más 165 millones de subempleados, más 119
millones que dejaron de buscar empleo (Portafolio.co). El capitalismo no puede
proporcionar alimento ni empleo a los trabajadores que explota. Y en pocas
décadas la automatización de la cuarta revolución industrial sustituirá con
máquinas a todos los trabajadores no creativos.
Es el momento para un nuevo maquillaje; la
panacea de la renta básica universal, cantidad que sería entregada a todo
habitante para que satisfaga sus necesidades básicas, trabaje o no trabaje. La
apoyan Bill Gates, Mark Zuckenberg, Jeff Bezos, Elon Musk, el papa Francisco y
la mafia del World Economic Forum. Suena lógica, necesaria e inevitable, pero
es de nuevo el socialismo sin socialismo. Si los dueños del mundo otorgan
una subvención, la retirarán en cuanto los trabajadores dejen de
ser una amenaza, así como les arrebataron el estado de bienestar. Solo la
propiedad social de los medios de producción garantiza la distribución social
del producto.
El capitalismo, en fin, surge y se mantiene
gracias a una colosal destrucción y dilapidación de los recursos naturales, en
particular de la energía fósil, la cual se agotará en pocas décadas. Ahora
pretende presentarse como ecologista, recetando energías alternativas sin
explicar cómo las habilitará sin recurrir a los hidrocarburos. Y su tasa de beneficios
desciende progresiva e inexorablemente. No tiene el capital solución para
ninguna de estas contradicciones. Su solución corresponde al género humano, que
deberá resolverlas o acompañar al capital a su última morada. Pero no
enterrarse con él.
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