En estos días no se me asoma una idea, una luz, una metáfora, tanta sangre que se lleva el río, los pueblos creen durante mucho tiempo en las ovejas con corazón de lobo, siempre estarán los que en nombre del pueblo se adjudicaran su porvenir, pero la historia no tiene fin y ya vendrá la noche en que quedaran solos, pasaran muchos años y otros muchos mas y no habremos entendido nada, los pueblos necesitan cree y ya vendrán otros a vender maravillas, y lo compraremos igual, porque los pueblos necesitan creer, mejor busquemos esa mujer con alas (Maño, 25 de Febrero de 2011)
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LA
MUJER PEDESTRE
(Por
Oliverio Girondo)
No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de
papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan
con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente
capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición
de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo
ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las
que pretendan seducirme!
Ésta fue —y no otra— la razón de que me
enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y
sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus
miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la
cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la
camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que
volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido
entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”... y a los
pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme,
volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos
una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos
en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el
aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan
ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué
voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de pasarse las noches
de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede
brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay
una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga
las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que
volando.