LA
PANDEMIA DEL MAL
(Por José
Pablo Feinmann)
Hoy, en medio de este mundo azotado por la peste, no creo en el avance ni,
mucho menos, en el progreso de la Historia. La Historia camina (no sé hacia
dónde) por su lado malo, pero no avanza ni progresa. Si alguien cree
que esto es la exaltación del pesimismo se equivoca. Ante todo porque pesimismo
y optimismo son palabras insustanciales, que ya nada dicen. Y, si se quiere,
soy un optimista. De la voluntad, claro. Por eso sigo escribiendo. Aunque dude
que algo de lo que escribo vaya a cambiar algo. El mundo pandémico sigue mal
gobernado. Lo gobiernan codiciosos, guerreros brutales, fabricantes y
traficantes de armas, banqueros, capitalistas amantes de la libertad de
mercado, eso que llamamos neoliberalismo. Hay muerte y hambre en el mundo. Y
nadie parece muy decidido a suprimir esas pestes. El mundo funciona para
acumular dinero y ganar poder. La desigualdad entre personas y países es
humillante para la condición humana. Condición, ésta, que nunca tuvo aristas
agradables, generosas. Pero nunca como hoy fue tan despiadada, tan criminal.
Nada se aprendió. La guerra que llaman “primera” y “mundial” fue una tan
espantosa carnicería que --al terminarse-- los seres humanos se prometieron que
sería “la última de las guerras”. Dejó un saldo de 17 millones de muertos. Y
cada muerte era más horrible que las demás, aunque esto no parezca posible. Hay
que ver los rostros mutilados de los sobrevivientes para estremecerse. ¿Esto
se hacen los hombres entre ellos? Sí, porque a las guerras van
los hombres. Las mujeres eran sacrificadas enfermeras. Aunque hoy también son
soldados. Produce sencillamente miedo ver a los batallones que forman parte de
los ejércitos de este mundo. Eso que Kant llamaba “el bello sexo” demuestra con
entusiasmo que puede hacer todo lo que hacen los hombres: desde jugar al fútbol
hasta boxear e ir a la guerra a cumplir con lo que se hace en las guerras:
matar.
La pregunta central del pensamiento humanista es: ¿hay o no hay que matar? Parece
una pregunta innecesaria, ya que siempre se mató. Desde Caín y el Dios severo
del Antiguo Testamento, el que le ordenó a Abraham matar a su hijo, el joven
Isaac. Vaya forma de poner a prueba a sus creyentes tenía ese Dios.
Marx, que hereda la dialéctica de Hegel, afirma, en el capítulo
veinticuatro de El Capital que la violencia es la partera de
la Historia. Que ella misma es una potencia económica. El sentido de
esta frase es el mismo que la de Hegel, que la Historia avanzaba por su lado
malo. Aunque los dos postulan un final feliz de la Historia ya se hace
dolorosamente difícil creer en finales felices. O nos liquida la hasta ahora
invencible pandemia, o la codicia de los grandes países o una bomba nuclear
arrojada con propósito o sin él, por error, por un accidente indeseado.
Creo en las afirmaciones apodícticas de Walter Benjamin en sus “Tesis de
filosofía de la historia”. Si
miramos hacia atrás sólo veremos una cadena de ruinas, la historia humana como
historia de una gran catástrofe. No obstante, hay que seguir. Hay seres
humanos buenos. ¡Si hasta hay quienes creen que hay un punto de bondad en el
alma humana! Si hasta Heinrich Himmler, cuando volvía tarde a su casa, entraba
por la puerta de atrás para no despertar al canario. ¿Por qué volvía tarde?
Porque se había demorado en visitar algunos campos de concentración y
exterminio.
Pero no traigo este ejemplo para culpar centralmente a los nazis. Churchill
decidió bombardear la bella ciudad de Dresde con la orden de no dejar nada en
pie. Y sí, nada quedó. Ruinas y setenta mil muertos. Shostakovich escribió
--apenas después de la guerra-- un cuarteto de cuerdas para honrar a los
asesinados en Dresde. El arte como única respuesta a la catástrofe.
Porque si bien es cierto que la feroz pulsión tanática del ente antropológico
es incontenible, también está el testimonio de siglos de arte en los que los
humanos podrán buscar su redención. Ignoro ante quién. Porque las religiones
han sido parte del problema, no su solución. Torquemada es la esencia del poder
del estado católico, no Francisco de Asís y menos --pese a todos sus
esfuerzos-- el Papa actual. La esperanza está en suprimir la industria de las
armas (que son el Mal impecablemente encarnado), la ambición de las corporaciones,
el egoísmo como motor de la historia. Y saber y decir que el hombre debe dejar
de ser el lobo del hombre, que el sufrimiento de los otros nos debe importar al
punto de comprometernos por impedirlo y que --aunque pasen los siglos y lo
tanático siga reinando-- el Eros, ya sea en el amor o en el arte, acaso no
triunfe, pero seguirá presente, como barrera ante la pandemia del Mal.
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