EL
POPULISMO CHETO
(Por Claudio
Zeiger, PAGINA12)
Después del aguante, llega el alivio. La
semana pasada la Argentina asistió a un capítulo insólito del realismo mágico
posmortem, la súbita conversión de los ultraliberales a lo que ellos mismos
abominan y denominan el populismo. Claro que no hay que ilusionarse –algunos–
ni alarmarse mucho –otros–. No es ideológico. No es personal. Ni siquiera es
electoral en el sentido más estricto del término. Es otra fina argucia
elaborada de comienzo a fin desde los laboratorios comunicacionales de la
posverdad, destilado de un alambique que ni siquiera esta vez contó con el
apoyo de los medios que siempre apoyan, salvo el canal de siempre que enseguida
salió a descubrir precios bajos en las ferias de la ciudad.
El epicentro de este experimento
comunicacional fue el video que mostró al presidente entrando a una casa como
un intruso pero, en este caso, bien recibido. Con alivio, claro está. Pero no
vamos a detenernos en esta pieza que ya fue más que analizada en estos días.
Una excursión a los indios ranqueles, de
Lucio V. Mansilla, comienza diciendo: “Todos los escritores tienen una palabra
favorita que los traiciona”. Podría decirse, los gobiernos, los proyectos,
tienen un lema, una consigna, a veces una palabra clave o recurrente que revela
su rumbo, su impronta, lo consigan o no. Este gobierno tiene muchas palabras
favoritas que usan y descartan y que lo traicionan. Lo que desnuda que no tiene
palabra.
La ausencia de Macri en los anuncios de la
semana pasada, o su afantasmada videopresencia, dio más relieve aún a los tres
protagonistas del asunto: Nicolás Dujovne, Carolina Stanley y Dante Sica. Ellos
llevaron adelante el anuncio de las medidas del alivio, y ya todos sabemos que
lo hicieron en tres estilos diferentes. Dujovne con ese tono de extraterrestre
entre entusiasta y pedagógico, como un Alf maníaco. Lo suyo, más que el alivio,
es el optimismo; Dante Sica, el amigo de la mediana industria, el último desarrollista
vivo del equipo, entre la parquedad y la impasibilidad (¿será el americano
impasible?) y Carolina Stanley con esa aura que le confiere ser ahora más que
nunca, la Evita del cambio, una mujer endurecida por la vida de los otros (no
hay que olvidar que viene de desarrollo social en desarrollo social desde
aproximadamente 2011), exhibiendo en su rostro austero, interesante, algo de
esa callosidad que le ha dado en estos años ver tanta pobreza desfilar ante su
fundación caritativa, tanta orga social con tantas siglas, tanta emoción
contenida, porque a veces hay que endurecerse, pero en este caso sin ternura,
que esta es competencia de María Eugenia Vidal. Pues bien, he aquí el arranque
del nuevo populismo: el populismo cheto. Claro que no son los únicos. Esto no
es personal porque hay que admitir que ellos no son personalistas. Son todos, o
casi todos lo mismo.
Dales el país a un grupo de chetos y te
devolverán en tres años con moño y todo una deuda externa impagable, una ciudad
llena de detallitos mononos, hasta una Recoleta por la que por estos días no
solo circulan vecinos sino un ejército difuso de personas tiradas en la calle,
tiradas de verdad, por Pueyrredón, por Las Heras, legiones que se levantan del
piso y circulan alrededor del Hospital Rivadavia, por los verdes parques entre
Libertador y Figueroa Alcorta, que entran y salen de los subtes. Siempre hay
leyendas circulando por Recoleta: el mendigo que era un hombre culto y fino,
que cayó ahí inmerso en la locura y llena cuadernos con una letra menuda e
impecable. El muchacho que brotó y anda haciendo vida de mendigo por calles
como French, Peña o Juncal. Ahora, ese pintoresquismo alucinado es franca
minoría frente a un arrebato de miseria explosiva, nada pintoresca.
La pantalla del televisor es otra trinchera.
Por estos días, el Banco Ciudad promociona en televisión un préstamo de hasta
un millón de pesos para cambiar el auto (nuevo) por uno más nuevo o para
renovar los muebles de tu cocina de seis metros. Si la vas a hacer, hacela
bien. Mientras tanto, le hacen llegar a los jubilados el alivio de endeudarlos.
Si la vas a hacer, piénsalo mucho. Las empresas privadas también hacen su
aporte al realismo mágico con propagandas inconcebibles en plena crisis. El
cheto que recibe al chico del delivery app (signo de los tiempos) mientras ve
la final de la UEFA. El esperado gol llega junto con el delivery. El cheto lo
fulmina con la mirada y el pibe se va humillado, de espaldas. Un tipo compra
unos cortes especiales de carne, los mete al freezer pero justo a sus vecinos
se les ocurre prender el aire todos juntos y se corta la luz.
A pesar de todo, hay que reconocer que estos
chetos vienen de otra cultura, más patricia. Fueron bien disciplinados en no
mostrar la Fiesta como sucedía en los años menemistas. Es probable que sabían
de antemano que nadie iba a prenderse a la fiesta de ellos ni por un par de
años, pero en todo caso, no se exhiben mucho. Inclusive, las criticadas
vacaciones de Macri no son ostentosas, es decir, no se exhiben hacia afuera ni
como signo de poder ni de opulencia o de futuro derrame sino como una especie
de retiro del mundanal ruido. Hasta en eso son de otra raza: la raza
escondida, la élite discreta.
Por eso les cuesta tanto ejercer el populismo
a los chetos. No creen en ningún gesto de apertura hacia el pueblo, o la
ciudadanía. Su universo social se estrangula en la categoría de “vecino”,
suerte de conocido remoto abonado por la confianza y borroneado por la
distancia. Vida de puertas adentro. Más, no pueden.
¿Desprecio de clase? Puede ser. Pero, diría,
un desprecio implícito, un ácido de fondo, amargo, disolvente. Un desprecio ni
siquiera auto consciente, más bien natural, esencial, dado. Como le enseñaba
Don Segundo Sombra al joven aprendiz de gaucho: no hay nada malo en ser rico
como no hay nada malo en ser pobre.
El populismo cheto –que amenaza ser más
efímero que la primavera camporista– nace de la impotencia profunda, de la
incomprensión, de un instante de auténtica, genuina perplejidad de clase. No
entender. No sentir. Es la deriva de la cheta o el cheto (más queribles, por
cierto) que exclama ¿gordoooo viste que hay un pobre a la vuelta de casa,
tirado en el shopping?, esos chetos que vienen del fondo de las tribus
sociales. Los chetos y los pardos. Los chetos que empezaban a usar las camperas
inflables y a hablar con una papa en la boca y a fumar Chesterfield y
Parisiennes los más machitos.
Claro que sí: esto es algo peor, mucho peor
que en una tira de Landrú, un diccionario exquisito de Bioy o un enfrentamiento
asordinado entre tribus juveniles que viven la lucha de clases como una “guerra
de estilos” en busca de su identidad.
Es algo que está empezando a amasarse en el
barro del fondo (no del monetario: el hondo bajo fondo) de la Historia. Es una
recóndita expresión de perplejidad plebeya que en algún momento le hará espejo
a la perplejidad patricia, de un arrebato lúcido frente a la incomprensión del
cheto, el Otro. Darse cuenta de que por todas partes, no sólo en el gobierno,
hay gente que no sabe nada, pero nada, de la vida.
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