NOS
HABÍAMOS AMADO TANTO
(Por
Ariela Ruiz Caro, en “El Cohete a la Luna”)
Hace apenas unos meses Donald Trump se
deshacía en halagos a su homólogo chino Xi Jinping, después de que ambos
firmaron el 15 de enero la primera fase de un acuerdo comercial que ponía fin a
la escalada de tensiones generadas por una guerra comercial que, por más de 18
meses, hizo del incremento de aranceles la pelota de ping-pong de
un juego que generó incertidumbre en el mundo. Entonces, el Banco Mundial
advertía que la guerra arancelaria con China, provocada por Estados Unidos,
podría ocasionar una caída del comercio global del 9%, similar a la que se vio
entre 2008 y 2009 con la crisis financiera y productiva mundial.
Trump buscaba que China eliminara los aranceles
establecidos para las exportaciones del sector agrícola norteamericano, su
bastión político. Alrededor del 90% de los productos gravados por el gobierno
chino ―como represalia a los que le impuso Estados Unidos― pertenecían a este
sector. Un emocionado Trump señaló en aquella oportunidad: “Juntos estamos
corrigiendo los errores del pasado y ofreciendo un futuro de justicia y
seguridad económicas para los trabajadores, granjeros y familias
estadounidenses”.
Sus entusiastas declaraciones se dieron después
de que el 31 de diciembre pasado, el gobierno chino notificara a la
Organización Mundial de la Salud (OMS) que estaba lidiando con una neumonía de
origen desconocido, focalizada en la ciudad de Wuhan. En su cuenta de Twitter,
el 24 de enero Trump escribió: “China ha estado trabajando muy duro para
contener el coronavirus. Estados Unidos aprecia mucho sus esfuerzos y
transparencia. Todo funcionará bien. En particular, en nombre del pueblo
estadounidense, ¡quiero agradecer al Presidente!”.
Mientras el Covid-19 se extendía por el
mundo, Trump exageraba los logros de la economía norteamericana en términos de
crecimiento y empleo, así como los récords del mercado de valores. Enfatizaba,
asimismo, que no había habido un mejor momento para comenzar a vivir el sueño
americano y que lo mejor estaba aún por venir. Tenía el terreno fértil para
llevarse la presidencia en las elecciones de noviembre.
Su irresponsable manejo de la pandemia y su
objetivo de reabrir la economía prontamente no solo ha costado más de 157.000
vidas (475 por cada millón de habitantes, mientras que China solo registró 3).
En el segundo trimestre, en términos anualizados, la economía ha sufrido una
caída del 33%, el mayor retroceso tenido por Estados Unidos desde que el
gobierno empezó a publicar este dato en 1947. Para fines de 2020 se estima un
déficit fiscal del 20% y un desempleo cercano al 10%. En el mismo período,
China ha empezado a crecer a una tasa del 3,2%, la cual ha estado acompañada de
un incremento de importaciones y exportaciones del 2,7% y 0,5%,
respectivamente.
En este escenario de crisis económica y
sanitaria, así como de tensiones generadas por la protesta social en torno al
movimiento Black Lives Matter, un despechado Trump ha optado por
hacer de la confrontación con China una de las armas de su campaña electoral,
hoy fuertemente debilitada. Alrededor del 70% de la población norteamericana
rechaza a ese país.
Además de presentar al que denomina virus
chino como un ataque más grave que el realizado a Pearl Harbor o a las Torres
Gemelas, el 22 de julio ordenó cerrar el consulado chino en Houston al acusarlo
de ser un centro de espionaje y robo de propiedad intelectual. En represalia,
el gobierno chino ordenó clausurar la oficina consular norteamericana en
Chengdu, clave para las misiones en el Tibet.
Estados Unidos ha incrementado también la
presencia de buques de guerra y aviones militares en el mar Meridional de
China, ha instado a sus aliados a que tengan una presencia militar en esas
aguas y ha calificado de ilegales las reivindicaciones del país asiático sobre
este mar. Las autoridades chinas han dicho que esas acciones violan el
compromiso del gobierno norteamericano de no tomar una posición sobre la
soberanía del mar Meridional de China, distorsionan el derecho internacional y
agitan las disputas territoriales y marítimas al interrumpir la paz y
estabilidad regionales.
Las tensiones se han generado también en
torno a Hong Kong. En represalia contra la denominada ley de seguridad de esa
región autónoma, aprobada por la Asamblea Popular Nacional de China el pasado
30 de junio, Trump ha suprimido el status preferencial de Estados Unidos para
Hong Kong y la ha colocado en el mismo nivel que China continental en materia
de impuestos arancelarios a sus exportaciones y vetos a importaciones
norteamericanas de elementos de alta tecnología.
Tampoco ha quedado exento el ámbito
tecnológico. Estados Unidos continúa arremetiendo contra el desarrollo de redes
de tecnología de quinta generación (5G) de la empresa china Huawei, la mayor
proveedora de equipos de telecomunicaciones en el mundo. A mediados de febrero,
durante la Conferencia de Seguridad de Munich, los representantes de Estados
Unidos advirtieron a sus aliados que utilizar la tecnología 5G de Huawei en sus
territorios ponía en riesgo a la OTAN. El argumento es que se trata de un
“caballo de Troya” que proporcionará los datos de todos los usuarios de esos
países al Partido Comunista Chino y a su servicio secreto. Europa ha hecho caso
omiso a estas recomendaciones y, de hecho, a principios de marzo, Huawei ha
anunciado la construcción de una fábrica en Francia que producirá antenas para
las redes de telefonía móvil 5G.
En su afán por desviar la atención del
desastre económico y tantear las reacciones de una eventual postergación de las
elecciones presidenciales, Trump ha afirmado esta semana que China y Rusia
falsificarán las papeletas si el voto se realiza masivamente por correo.
Parecería que Trump ya se olvidó que durante la cumbre del G20 en Osaka, en
junio de 2019, le suplicó a Xi Jinping que lo ayudara a ganar los comicios de
2020. Así lo señala su ex asesor de Seguridad Nacional en la Casa Blanca, John
Bolton, en su reciente publicación, La habitación donde sucedió: una
memoria de la Casa Blanca. Nada dura para siempre…
El
desacople
Después de haber construido durante más de
tres décadas una compleja trama de encadenamientos productivos y de valor entre
ambos países, que dio lugar a que su intercambio de bienes representara el 40%
del comercio mundial, Trump especula hoy con la idea de desacoplarse totalmente
de China. Ello no suena verosímil, pues resultarían perjudicadas las más de
setenta empresas norteamericanas instaladas en ese país, la mayoría de las
cuales son las transnacionales más grandes del mundo. Solo por dar un ejemplo,
General Motors vende más autos en China que en Estados Unidos.
La importante integración de ambas economías
tuvo sus orígenes en las reformas llevadas adelante por Deng Xiaoping a fines
de los ’70 y se empezó a consolidar después del fin de la Guerra Fría. China
llevó adelante un proceso de apertura gradual de su economía, pero mantuvo un
importante control sobre ella, que se expresa fundamentalmente en la presencia
de empresas estatales ubicadas en sectores estratégicos. Estas condicionan a
las empresas extranjeras a transferir tecnología y responden a directrices del
gobierno. Existen restricciones a los movimientos de capitales, y las
inversiones extranjeras se supeditan a la política industrial definida por el
gobierno, que establece las áreas en las que estas no pueden intervenir. Esto
no es una novedad. Mientras la economía china fue funcional a los intereses de
las corporaciones y, por ende, a los de sus gobiernos, la fuerte presencia del
Estado en la economía no fue un gran problema. Tampoco lo fueron los derechos
humanos y las libertades políticas.
A la par que grandes empresas extranjeras,
especialmente norteamericanas, se instalaban en China, hacían fortunas y
eliminaban fuentes de trabajo en sus países de origen, los sectores de
trabajadores del mundo desarrollado resentían el malestar de la globalización
neoliberal. El crecimiento del comercio internacional alcanzaba cifras
extraordinarias que no se correspondían con los niveles del crecimiento
económico, basado en la producción de bienes altamente integrados.
En esta etapa de la relación con Estados
Unidos, China se desarrollaba sin mucho aspaviento siguiendo el consejo de Deng
Xiaoping: “Oculta tu fortaleza y espera el momento adecuado”. En efecto, en
1982 la economía china representaba 2,3% de la economía mundial, mientras que
actualmente representa el 17%. Este crecimiento se disparó desde que China
ingresó a la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001.
La primera gran recesión del siglo XXI,
iniciada en 2008, puso en evidencia su poderío económico y mostró la enorme
dependencia de Estados Unidos del ahorro de China en bonos del Tesoro
norteamericano y la fortaleza de sus lazos económicos con casi todo el mundo.
En América Latina se había convertido en el primer o segundo socio comercial
para casi todos los países de la región, además de una fuente fundamental de
inversión extranjera. Su rápida recuperación fue el motor que contribuyó en
gran parte a la reactivación de la economía mundial.
Alta
tecnología
En 2018, estudios de seguridad estratégica y
defensa nacional realizados por el gobierno norteamericano advertían que China
quería moldear un mundo contrario a los valores e intereses estadounidenses y
que, en un futuro previsible, podría ponerse al día con Estados Unidos en el
campo de la tecnología de defensa. Asimismo, mostraban especial preocupación
por el desarrollo de iniciativas tecnológicas masivas como las contenidas en el
plan Made in China 2025. Este es un ambicioso proyecto conducido
por el Partido Comunista de China que aspira a convertir al país en los
próximos años, en un hub de producción para productos de alta
tecnología como la robótica, inteligencia artificial, computación cuántica,
misiles de crucero hipersónicos, entre otros. Xi Jinping considera que “la
tecnología moderna es el arma afilada de un Estado moderno”.
El creciente liderazgo mundial de China se
manifiesta también en la creación de importantes iniciativas multilaterales y
regionales. En enero de 2016, con el auspicio de este país, entró en
operaciones el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), un banco
multilateral de desarrollo conformado por 78 países, con sede en Pekín
que, a pesar de la presión de Estados Unidos, cuenta entre sus miembros
fundadores a Gran Bretaña, Alemania y Australia.
En 2013 lanzó un megaproyecto de
inversiones, La nueva ruta de la seda, para construir y
mejorar carreteras, ferrocarriles, puertos y otra infraestructura en Asia,
Europa y África, en el que las protagonistas serán empresas constructoras
chinas. En noviembre de 2019 concluyeron las negociaciones de la Asociación
Económica Integral Regional (RCEP), que cuenta con 16 miembros y se ha
convertido en la mayor zona de libre comercio del mundo.
Estas iniciativas fueron impulsadas por el
gobierno chino como respuesta al lanzamiento del Acuerdo de Cooperación
Transpacífico (TPP) en 2010 por el ex Presidente Barack Obama, que apuntaba a
una mayor presencia norteamericana en Asia, contrarrestar la influencia china y
ejercer el dominio económico en la zona de conflicto militar del mar Meridional
de China. Por eso resulta geopolíticamente incomprensible la decisión de Trump
de retirarse del TPP.
En contraste con la política china, bajo el
lema America First, el gobierno de Trump se ha retirado de la
UNESCO, de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, del Acuerdo
de París sobre el cambio climático, del Pacto Mundial de las Naciones Unidas
sobre Migración y Refugiados, del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance
Intermedio suscrito con Rusia y del Acuerdo Nuclear con Irán que se firmó junto
a China, Rusia, Francia, Reino Unido y Alemania.
Asimismo, desde 2017 bloquea la nominación de
varios miembros del cuerpo de apelaciones de la OMC, con lo cual el órgano que
arbitra las disputas comerciales entre países ha quedado inactivo.
En el ámbito de la salud ha desistido de
liderar cualquier esfuerzo internacional para detener la propagación del nuevo
virus. Su última acción tuvo lugar el 7 de julio, cuando en plena pandemia
abandonó la OMS por ser “chinocéntrica” y “por su mala gestión y encubrimiento
en la propagación del coronavirus”. De esta manera, Trump ha dejado espacios
vacíos en el sistema multilateral que China no dudó en ocupar.
Los hechos demuestran que estamos asistiendo
a un proceso de recomposición del liderazgo internacional. La ascensión de un
personaje como Donald Trump a la presidencia de la primera potencia del mundo,
así como el surgimiento de movimientos políticos proteccionistas, nacionalistas
y xenófobos en algunos países de Europa, expresan el alto grado de agotamiento
de esta etapa neoliberal de la globalización, caracterizada por producir un
crecimiento económico que genera una modernización concentrada en pocos sectores
y deja un tendal de desplazados y crecientes pérdidas de ingreso para una parte
importante de la población.
El probable triunfo de Joe Biden en las
elecciones presidenciales no cambiará esta realidad. En el plano interno, la
primera potencia del mundo presenta serios problemas económicos y de
conflictividad social. Según Joseph Stiglitz, la desigualdad salarial y de
riqueza en este país es mucho mayor que en otros países avanzados, al igual que
las brechas de cobertura social y sanitaria.
Europa, la aliada tradicional de Estados
Unidos, y América Latina, su patio trasero, tendrán que realinearse frente a
esta nueva configuración de relaciones de poder entre una China que creció al
amparo de los intereses norteamericanos y un Estados Unidos que ha visto
menguada su fortaleza económica y su capacidad de liderazgo. Europa enfrenta el
desafío de definir nuevas estrategias para lidiar con las inversiones del nuevo
millonario, sin alejarse políticamente de su histórico aliado. Nuestra región,
a su vez, tendrá que optar por un modelo de relacionamiento que evite repetir
los patrones de crecimiento basados solamente en la exportación de recursos
naturales y preserve el medio ambiente.
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