INFORME
SOBRE MINORÍAS
(Por
Marcelo Figueras, en “EL COHETE A LA LUNA”)
¿Se acuerdan de Minority Report? Una película de Spielberg basada en un relato de Philip K. Dick, que hablaba de un mundo donde la ley vislumbra el futuro y por ende puede impedir crímenes antes de que se cometan. En la historia, esa tecnología depende paradójicamente de ciertas aberraciones de la naturaleza: la existencia de tres mutantes capaces de mirar más allá de la barrera del presente, de alumbrar visiones de lo que vendrá que —ahora sí— la tecnología puede formalizar. (En la nouvelle de Dick, el protagonista apela a una máquina que entrega una tarjeta que «traduce» las visiones. En la película, simplemente se bajan las imágenes como uno hace download con cualquier videíto.) Entre otras cuestiones que el relato plantea, la que más preocupaba a Dick era la del libre albedrío. Ese futuro tan claramente visualizado, ¿significaba algo inamovible, imposible de ser alterado? Dick ponía al protagonista, el policía John Anderton, en un brete existencial. Cuando el sistema le revela que en breve asesinará a alguien a quien ni siquiera conoce, al policía se le presenta un dilema: ¿rendirse al sistema al que sirve a diario, como quien se resigna a un destino escrito en piedra, o explorar la posibilidad de cambiar ese futuro?
Ahí es donde entra a jugar ese reporte
en minoría al que alude el título. Cuando los tres mutantes comparten
la misma visión, el futuro que preanuncian parece inamovible. Pero de tanto en
tanto uno de los mutantes ve otra cosa. (O, si prefieren: vota en minoría.) Y
eso sugiere que existe una alternativa, la posibilidad de que ocurra algo
distinto a lo que han predicho los otros dos.
Me acordé de Dick y de la película de
Spielberg porque, en estos días, en la Argentina no existe nada más visible y
bullanguero que las minorías. A juzgar por la centralidad de sus argumentos y
acciones en los medios, por su dominio de la agenda pública, por la autoridad
con que se expresan, por la naturalidad con que desconocen la ley como quien
impone el peso de fuerza numérica, un visitante extranjero podría ser inducido
a confusión y concluir que, en realidad, estas minorías —políticas, sociales,
económicas— expresan a la mayoría de esta población.
Yo tengo claro que estas minorías son
minorías. Pero como no quiero pecar por crédulo, ni confundir deseos con la
realidad, busqué parámetros sobre los cuales cimentar el edificio de mi
convicción.
Partí de la base de que aquellos que expresan
a diario su oposición a todo cuanto dice y hace el gobierno nacional
—victorioso en las urnas hace menos de un año, en primera vuelta y por
diferencia contundente— tienden a practicar ciertos consumos
periodístico-culturales comunes. Existe un circuito comunicacional de la
oposición: diarios, canales, radios, que ofrecen materia prima a su público
pensada para avivar la brasa de sus enconos; y a la vez, el público procesa esa
merca en las redes de modo que (retro)alimenta a diarios, canales y radios y
así, en loop interminable.
Pero, ¿cuánta gente lee Clarín? ¿Cuánta gente
ve TN o el canal de cable de La Nación? ¿Cuánta gente escucha Radio Mitre?
¿Cuánta gente lee Infobae? Antes de empezar a disparar cifras, déjenme decir
que conviene tomarlas con pinzas, porque todas son sospechosas por más de una
razón. Algunas son interesadas, en tanto las proporcionan los mismos
protagonistas. (Clarín le informa al IVC, Instituto Verificador de
Circulaciones, cuánto imprime y distribuye. Ni en los balances donde declara
cuánto vendió en verdad.) En otros casos, los mecanismos de medición son
discutibles, en general por anticuados. La empresa privada IBOPE extrapola
rátings generales a partir de la medición sobre 910 hogares fijos. (Leyeron
bien: novecientos diez. Siempre los mismos.) Además reflejan
modos de ver televisión que ya no responden a los hábitos de consumo actuales:
por ejemplo, no computan la visión de programas que hacemos a partir del
sistema on demand. Y las cifras que se divulgan sobre consumo on
demand tampoco son fiables, porque las proporcionan (¿dibujan?) las
mismas empresas, tanto Netflix como Flow.
Para no abrumarlos con tanto preámbulo,
empiezo a largar datos. Durante agosto, el promedio oficial de ráting de TN —el
canal de noticias más visto, entre los opositores— fue de poco más de dos
puntos: 2,05. Lo cual equivale formalmente a 184.500 personas, a partir de la
convención de que cada punto de ráting sería equivalente a 90.000 personas. (Y
estoy siendo generoso. Se supone que el máximo de audiencia por punto es de
96.782 personas, habitualmente el target medio es de 75.000.) Sumémosle el
promedio de A24, que dio 1,59: 143.000 personas. Hay más canales opositores, en
cifras siempre descendientes. Por supuesto, estos televidentes no son
exclusivos por definición: la lógica indica que existe zapping entre canales
del mismo tenor, por lo cual aquel que aparece a las 19 en el casillero de TN
también puede estar sumando a las 22 en el casillero de A24. Pero, para
concederles el beneficio de la duda, hagamos de cuenta de que cada televidente
es exclusivo de cada señal. Aun así, las cifras distan de ser impresionantes.
Según el IVC, durante junio —último mes que
figura mensurado— Clarín tuvo una tirada en papel de 210.000 en promedio, de
lunes a viernes, y los domingos, de 364.000. La Nación, 81.000 de lunes a
viernes y 169.000 los domingos. Otra vez: sería lógico asumir que algunos de
sus lectores son personas que también figuran viendo TN o LN+ según las
planillas de ráting, pero sigamos sumando a lo bruto y hagamos de cuenta de que
son gente diferente.
Las radios miden la cosa de modo que se
presta a nuevos equívocos. Te cuentan el share que tendrían,
es decir qué porcentaje de la gente que estaba escuchando radio a esa hora
sintonizó —por ejemplo— Mitre. Según esas planillas de IBOPE, entre junio y
agosto Mitre tuvo de lunes a viernes un share del 38,53%, lo
cual suena impresionante. Pero: ¿el 38,53% de qué? No es lo mismo el 40% de una
lata de atún que de una horma de provolone. Pero conseguir que alguien confirme
oficialmente a cuánta gente equivale ese share es más difícil
que hacer que Juanita Viale pise la UBA.
Lo que circula como dato
vía Kantar-Ibope —que, nuevamente, mide de forma discutible: por ejemplo,
sólo registra escuchas por aire y no contabiliza los servicios de streaming—,
es que escucharían radio en el AMBA alrededor de 1.400.000 personas. El 38,53%
de 1.400.000 personas daría un share de alrededor de 500.000
oyentes. No olvidemos el dato de contexto de que Mitre viene cayendo
inexorablemente: hasta hace muy pocos años, su share era del
45%.
Las cifras más fuertes son las que arrojan
las páginas digitales. Según Comscare, una empresa de buena reputación, Clarín
Digital recibe a 20 millones de navegantes. Suena a barbaridad, pero en un
período semejante la página de El Destape —un medio autogestionado, que avanza
a pulmón y casi no tiene publicidad— recibe 7 millones. Lo cual, comparando
poder de fuego, habla muy mal de Clarín o muy bien de El Destape o ambas cosas
a la vez. Pero a partir de entonces, cualquier otra discriminación se vuelve
imposible para el público. Sólo los medios acceden a la información que aclara
qué artículos suyos recibieron más visitas. Y por eso son los medios los únicos
en saber que los artículos más vistos de sus ediciones son aquellos que hablan
de OVNIS, del destino de Messi o las desafinaciones de Esmeralda Mitre. En
términos generales, las notas más consultadas son las más pelotudas, y por
afano.
Las empresas no dicen nada al respecto,
porque esas cifras indiscriminadas ayudan a que Google determine dónde le
conviene poner avisos. Pero si lo que midiésemos fuese el grado de influencia
de una publicación, esos números tan genéricos no dirían nada. Ya sé que sonará
a autobombo, pero me hago cargo: es más influyente un artículo de Verbitsky que
un artículo de Clarín que obtuvo 5 millones de clics, porque esa nota tan
cliqueada sobre la dieta de la canela no mueve el amperímetro del país,
mientras que lo de Horacio es leído por quien tiene que leerlo — la gente que
actúa sobre la realidad que después nos afecta a todos. No seamos ingenuos: si
los medios quisiesen medir influencia real (o mejor dicho: si quisiesen
que se sepa quién tiene influencia real), difundirían la actividad en
las redes, donde una radio como la de El Destape triplica a quien le sigue — La
Red.
Recapitulemos. El sistema está armado de
forma que, primero, no puedas dar fe de que las cifras que exhiben se
corresponden con la verdad. (Es tan confiable como el bolillero que siempre
mandaba las causas jugosas al juzgado de Bonadio.) Segundo, está diseñado para
impedirte discriminar: aun cuando tuvieses buenas voluntad y quisieras saber
cuál es la llegada de los medios hoy opositores, la falta de organicidad del
sistema te obliga a sumar peras con manzanas con baterías de 9 voltios con
velitas de cumpleaños. (Suena sensato inferir que el comprador de Clarín por la
mañana consulta su versión digital durante el resto del día, de modo de hacer que
mismo tipo figure como si fuese cinco en todas las mediciones: compró Clarín,
oyó Mitre, chusmeó en Canal 13 y TN. Del mismo modo, también figuramos en las
mediciones los que consultamos esos medios no por placer —Dios nos libre—, sino
para ver qué catzo dijeron o inventaron ahora.)
En tercer lugar, esas cifras incomprobables
que te escamotean elementos de análisis y formas de sistematizar su información
son servidas así, a lo bruto, para dibujar del modo más generoso la dimensión
del medio: es decir su ascendiente, privándote de los muy interesantes detalles
respecto de sus artículos más vistos. (Que, de trascender, forzarían a muchos
medios a cambiar su nombre por el de Fabio Zerpa tenía razón o Todo
sobre Sol Pérez.) No olvidemos que estos parámetros «objetivos» son los que
suelen orientar dónde va la pauta publicitaria… ¡incluyendo la pauta oficial!
La lógica de los medios respecto de su
presunto éxito comercial es, pues, la misma del célebre chiste sobre el ego de
los argentinos: ellos saben lo que valen realmente, pero se venden públicamente
al precio que desearían valer.
Si querés hacer un negocio fenomenal, comprá
a los editores top de Clarín por lo que valen y vendelos por lo que ellos creen
valer.
La
Política Viagra
La bulla que las minorías armaron en estas
semanas no tiene tanto que ver, pues, con el poder (voluntariamente
sobredimensionado) de esos medios. Depende más bien del tipo de política que
practica la oposición. Hace pocos días, Stephen King comentó por Twitter que a
Trump no lo vas a pescar nunca hablando de políticas concretas o de planes.
«Todo lo que hace —reflexionó— es lanzar barro». Lo cual describe perfectamente
la actividad del PRO y sus aliados.
Me tienta la idea de tirar de la piola de su
prosapia simiesca y decir que, antes que gorilas, se parecen a los chimpancés
que te revolean la mierda tibia que crearon con tanto esmero. Eso es lo que
vienen haciendo: le revolean al gobierno cualquier mierda que encuentran a
mano. En ese sentido no son exquisitos, todo tren los deja bien. Te cascotean
por la cuarentena y te cascotean porque se está enfermando mucha gente. Te
escupen porque no le prestás atención a la policía que ellos dejaron en
pelotas. Se indignan por el decreto «malo» que revierte el decreto «bueno» de
su autoría. En lo único en lo que son coherentes es en su rechazo a todo lo que
tenga que ver con la ciencia. Te bardean el satélite que se acaba de poner en
órbita y después juran que te contagiás más fácil en una sesión de diputados por
Zoom que en una presencial. (Debe ser el famoso virus informático, debe ser.)
La profusión de disparates sugiere
improvisación, y hasta desesperación. No hay una línea coherente que se pueda
extrapolar de las posiciones que adoptan. En este sentido, son el cualunquismo
encarnado. Sin embargo, que carezcan de lógica discursiva no significa que
carezcan de un plan. El plan es el de Trump: tirar barro a todo lo que se
mueve. Y ojo, que no es un plan precario. Al contrario, es de una maldad
exquisita. Lo que busca es instalar que vivimos en un caos, que nuestra
cotidianeidad es una locura. Un día estamos asustados porque colapsa el sistema
de salud, al otro la Bonaerense resucita nuestros peores fantasmas, al
siguiente nos peleamos con medio mundo por el «despojo» del que se hace víctima
a la pobre CABA. Y lo que empezamos a sentir es precisamente lo que buscan: no
se puede vivir así.
Todo lo que uno quiere es levantarse, mirar
de reojo las noticias pensando que son malas pero esta vez no nos pegaron de
lleno, ir a laburar, surfearla de la mejor manera posible y liberarse al caer
el sol para permitirse mínimos placeres: un vino, amigos, amor, algo para ver
en alguna pantalla que distraiga o exalte. Pero la forma en que la oposición
crea o explota un nuevo quilombo cada día te pone en un estado de ánimo que, no
bien despertás, induce a preguntar: ¿Cuál será el apocalipsis de hoy? Todo
es desgarrado, agónico, un videogame en el que te jugás la vida y aun cuando
saliste indemne de esa etapa, cambia de pantalla y te pone a correr otra vez
sin darte respiro.
Es muy notable el contraste entre la gestión
del gobierno, que todos los días da buenas noticias —la resolución de un
problema, la puesta en marcha de una iniciativa que mejorará la vida de muchos—
y la sensación de dislocación que prima en el ánimo de tantos. En vez de
relajar, sabiéndonos en manos de una administración que trabaja para mejorar
nuestra calidad de vida, nos la pasamos en ascuas, hiperventilando, sintiendo
que todo está a punto de estallar. Y ese es el objetivo. Crear un ambiente
tóxico, invivible. Anhedónico, donde no podés disfrutar de nada. Antiperonismo
destilado, desde que si algo es el peronismo es la reinvindicación del goce de
la vida simple. Eso es lo que buscan: que a pesar de que el gobierno sea
peronista, no puedas pasarla bien ni un minuto. El Frente de Todos estará a
cargo de la Casa Rosada, pero ellos quieren estar a cargo de tu estado de ánimo
— para enloquecerte, nomás.
El porqué de esta política demencial es
simple, y casi todos lo tenemos claro. El macrismo y sus suburbios —o sea, los
ex gerentes del poder real— están urgidos porque temen que la acumulación de
pruebas sobre sus acciones ilegales sea tan grande, que ni siquiera nuestra
Justicia pueda hacerse la desentendida. Y los poderosos de verdad —con la
aquiescencia de sus socios extranjeros— entendieron que el tiempo de la
diplomacia se acabó y no les queda otra que encarar las hostilidades. El
gobierno les propuso fair play, le respondieron con foul
play y ahora todos saben a qué están jugando. Los muchachos de la AEA
buscan quebrar a Alberto y Cristina, sacarlos del partido; y la coalición gobernante
entiende que la cosa pasa por conservar el funcionamiento de equipo, esquivar
las patadas y meter goles, una y otra vez, hasta que la diferencia en el
marcador sea abrumadora.
Los medios opositores perdieron poder gracias
a la combinación de sus propios errores con los del macrismo —son la sombra de
lo que eran en diciembre de 2015—, pero la estrategia actual les viene bien, es
algo que están en condiciones de emprender. Llevan años entrenándose en el arte
de exasperar y confundir. Como el público que conservan los sigue por una
cuestión de fe, van radicalizando su discurso sin que sus seguidores lo
adviertan. Para aquellos que ya no damos crédito a sus opiniones, leerlos,
oírlos y verlos es como deslizarse por el agujero que se comió a Alicia e ir a
dar a un mundo donde nada tiene pies ni cabeza. No hay gran diferencia entre
una visita de la Carrió al programa de Morales Solá y una escena protagonizada
por la Reina de Corazones. («La Reina tenía un único modo de resolver todas las
dificultades, grandes o pequeñas. ‘¡Córtenle la cabeza!’, decía, sin siquiera
mirar alrededor».)
Ya no pueden influir como antaño, entre otras
razones porque rifaron toda credibilidad. Pero pueden hacer ruido, porque son
muchos, y fragmentados de modo que los ubica en todas partes. (Los subproductos
de lo que Horacio V. llama la trifecta —Clarín, La Nación,
Infobae— están diseminados por todo el espectro comunicacional. Hasta canales
en YouTube, tienen.) Ante el caceroleo virtual constante se aturde hasta el
medio sordo. Y el ruido por encima de los decibeles tolerables dificulta
pensar. Entonces dicen que una multitud impidió que Lázaro Báez entrase en
Ayres del Pilar, aunque vos estás viendo que son cien
pelagatos, pero la bulla te impide detenerte en la contradicción. O te venden
como masiva una marchita anti-todo en el Obelisco, que se cuidan de fotografiar
sólo en primeros planos. O intentan trabar el funcionamiento del Congreso
aunque son minoría, desconociendo la voluntad del pueblo que votó otra cosa.
Ese es el tema. Mientras te enloquecen,
mientras te impiden vivir en paz, pretenden seguir actuando como si fuesen
mayoría. Y son minoría, y minoría notoria (muy bien amueblada, eso sí), los
mires por donde los mires. Pero los cuatro años de Macri terminaron de
desquiciarlos. Estaban acostumbrados a hacer lo que querían en las sombras,
mientras guardaban ciertas formas. Con Macri en la presidencia, creyeron que
había llegado el momento de seguir imponiéndose pero a la luz del sol, ya sin
disimulo, y que la vida iba a ser así eternamente. Y ahora no toleran la idea
de volver a cuadrarse, de verse obligados a respetar públicamente otra voluntad
que no sea la propia. Por eso andan por todas partes cagándose en la pandemia y
armando quilombo, sobreactuando su importancia y su poder. Son La Política
Viagra, que actúa en complicidad con El Periodismo Viagra y sus asociados en
las redes (¿qué son los bots, sino Viagra virtual?): andan por la
vida como si fuesen estrellas del porno hard, pero si se les acaban
las pastillitas —o sea en la lid democrática, donde es ilegal competir
habiéndose anabolizado— no pueden concretar ni un acto de amor.
Me tranquilizó escucharlo a Alberto el
viernes, durante el acto donde se anunciaron obras para Chubut, Santa Fe,
Buenos Aires, Tucumán y Tierra del Fuego. Ya me había tranquilizado el
miércoles, cuando apagó el fuego del reclamo policial. (Debe ser el Efecto
Martín Guzmán, maestro zen, al que nadie aparta de su eje racional ni aunque
vengan degollando.) Pero el viernes Alberto dijo cosas que dieron la pauta de
que entendió la dinámica que proponen los lanzadores de barro y mierda. Ahí
aclaró que el objetivo es que la Argentina «crezca no en la concentración de
unos pocos, sino en la felicidad de millones». Y subrayó: «Nosotros no
sembramos discordias. Sembramos igualdad». Los de la discordia, los que te
hacen la vida imposible, son otros. Sería genial que ese mensaje fuese más allá
de Alberto y que la comunicación oficial ayudase al común de la gente a bajar
un cambio, a recuperar el equilibrio, a distinguir que la realidad no es el
caos que estos monos azuzan a diario sino el país que todos los días supera un
escollo nuevo y sigue avanzando para salir del pozo.
De un lado estamos las mayorías y del otro
lado el poder concentrado, cuya representación política es cada vez más
insustancial. Me lo dijo Máximo Kirchner esta semana: “La política tiene
progresistas, conservadores, peronistas, pero la discusión se da con los
retrógrados, más relacionados con el Paleolítico que con el futuro que dicen
representar. Hay que aprender a gobernarse a sí mismo para pretender gobernar a
otros”. Si perdieron en octubre 2019, en primera vuelta y por paliza, contando
con estos mismos medios, el Poder Judicial y la Embajada en modo overdrive,
¿cómo no les va a ir peor ahora, cuando los chanchullos y cagadas que se
mandaron son inocultables y el gobierno nos desencaja del barro y mejora
parámetros de vida, aun en medio de la pandemia que padece el mundo entero? Por
eso van a intentar descarrilar el tren antes de octubre 2021: porque temen que,
a la hora de la certificación del voto, su representación en el bastidor del
poder político se achique aún más.
Los beneficia de momento la extraña realidad
que vivimos en estas semanas, donde las cosas parecen haber vuelto a una cierta
normalidad pero siguen sin ser normales del todo. En ausencia de lo real real,
de nuestra circulación y congregación en libertad por calles y casas, se
sobredimensiona lo virtual; y en ese contexto, veinte gatos locos parecen
multitud y un puñado de mercenarios de las redes parece un ejército.
Pero los que queremos vivir en una democracia real y en paz razonable, donde los poderosos no cascotéen el rancho a diario, no vamos a entrar en la provocación. Porque sabemos que estar guardados en casa no significa que abdiquemos de nuestra condición de mayoría. Estamos guardados porque somos responsables. Y en esta circunstancia, confiamos en el gobierno que fue designado por el voto popular —y de esta confianza participan también muchísimos que ni siquiera lo votaron—, para que le recuerde a los inadaptados cómo se juega este juego, so pena de ser descalificados.
Nuestro cuerpo nos pide salir a refrescarles
en la calle qué significa la voluntad popular. Sin embargo, ahora es tiempo de
confiar en las autoridades públicas, que para eso las elegimos. Esto es lo que
sugiere la lectura desapasionada de los hechos, tanto como las visiones de
futuro que tenemos algunos que somos medio mutantes.
Los vamos a arriar de regreso al corral
democrático, sin siquiera salir a la calle.
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