APOROFOBIA
(Por
Miguel Fernández Pastor, en “El Cohete a la Luna”)
La principal obligación del Estado para
Platón consistía en lograr la felicidad del pueblo. Agregaba que las sociedades
tienen dos desviaciones que el Estado debe evitar que se desarrollen: los
extremos de pobreza y de riqueza. Han pasado casi 2.500 años desde esas
reflexiones, pero pareciera que nada ha cambiado. Por el contrario, la
concentración de la riqueza y la pobreza se profundiza cada día más.
Por eso es que solemos usar la palabra
“pobre” infinidad de veces al día, aunque su significado real está bastante
lejos de contar con criterios uniformes. En boca de un millonario, es probable
que sectores con ingresos considerados “medios” integren en su imaginario el
colectivo de los “pobres”, mientras que, a su vez, para esos “pobres” aquellos
mismos conciudadanos de ingresos medios formen parte de la “élite rica”. La
palabra pobre, quizás más que otras, está impregnada de una subjetividad
importante que hace que, al decir popular, “todo sea según el color del cristal
con que se mire”. Quizás en lo único que puede verificarse cierto acuerdo es
cuando los pobres son efectivamente muy pobres. Es tan curioso el concepto de
pobre que para la Real Academia Española la palabra tiene siete acepciones:
necesitado, que no tiene lo necesario para vivir; escaso, insuficiente;
humilde, de poco valor o entidad; infeliz, desdichado y triste; pacífico,
quieto y de buen genio e intención; corto de ánimo y espíritu; mendigo. Como
podrá notarse, casi todas tienen connotaciones negativas.
Hoy sabemos que la pobreza no es una
enfermedad congénita ni una característica personal, y mucho menos que el
producto de una maldición. Su origen es, básicamente, la carencia lisa y llana
de dinero, profundizada obviamente por una inadecuada distribución de la
riqueza que hasta ahora no ha podido resolver satisfactoriamente, al menos en
América Latina, ningún régimen político.
De Platón hasta aquí los pobres fueron
considerados como seres inferiores, con escasa capacidad de administración
propia (por eso son pobres), por lo que no serían susceptibles de gozar, en
plenitud, de derechos. La pobreza, como cualidad conceptual del pobre, aglutina
un abanico extenso de prejuicios y estereotipos que han sido alimentados a lo
largo del tiempo, dando origen a creencias y mitos que actualmente muestran un
vigor mayor del que sería deseable, lo cual provoca situaciones de
discriminación y exclusión social en todos los países del mundo, con su
correlato de injusticia y discriminación.
Por su parte, la discriminación configura un
proceso que disminuye a un grupo de personas en su dignidad humana, e induce a
crear o justificar abusos contra ese colectivo. La historia muestra de manera
dolorosa, a lo ancho y largo del planeta, experiencias atroces de intolerancia
hacia diferentes grupos: la esclavitud en los negros, el holocausto de los
judíos, genocidios brutales como el armenio, la colonización europea con la
aniquilación de los pueblos originarios a fuerza de cruz y espada, la
persecución del pueblo palestino, la aniquilación de los gitanos, la
denostación primera sobre los homosexuales y luego sobre el colectivo LGTBIQ,
la postergación y sometimiento sobre las mujeres, conflictos con los migrantes,
entre otros. Pero es la discriminación hacia los pobres el proceso que me
importa abordar en esta nota, porque presenta características particulares que
es necesario desentrañar para comprender cabalmente la dimensión de la pobreza
y sus efectos: para derrotar al enemigo, primero hay que conocerlo.
Dando forma a la aporofobia
Con criterio acertado, la destacada filósofa
española Adela Cortina en el año 2000 invitó a la RAE a incluir en su
diccionario un neologismo con el cual pudiera denominarse el repudio al pobre
(el primer paso de la lucha es poder llamar al enemigo por su nombre). Propuso
utilizar la palabra aporofobia para describir “el odio,
repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado”.
Tiempo después, el 20 de diciembre de 2017, la RAE incorporó el término al
diccionario pero con una acepción más limitada: “Fobia a las personas pobres o
desfavorecidas”, lo cual permite conceptualizar una realidad social que
permanece invisible para hacerla tangible en la construcción del discurso,
relevante en estos tiempos mediáticos donde sencillamente lo que no se nombra
no existe. Cortina en su libro Aparofobia, el rechazo al pobre, un
desafío para la democracia, hace un análisis minucioso y valiente que
denuncia desde el ámbito de la filosofía la realidad de la problemática y marca
la dimensión de esta patología social que requiere ser estudiada y abordada, no
sólo por las áreas del saber sino por las áreas de decisión, tanto en materia
política como económica, en las democracias que deseen sobrevivir.
En el análisis de Cortina, enmarcado en los
problemas migratorios y en actitudes xenófobas que comparten dirigentes y
amplios sectores sociales de países de Europa, se visualiza que la verdadera
actitud que subyace en comportamientos racistas o xenófobos no sería en
realidad hostilidad hacia los extranjeros o migrantes, o a personas de una
etnia diferente a la mayoritaria, sino la repugnancia y el temor a los pobres,
a aquellos que no tienen cubiertas sus necesidades básicas.
“No repugnan los orientales capaces de
comprar equipos de fútbol o de traer lo que en algún tiempo se llamaban
‘petrodólares’, ni los futbolistas de cualquier etnia o raza que cobran
cantidades millonarias, pero son decisivos a la hora de ganar competiciones.
Por el contrario, las puertas se cierran ante los refugiados políticos, ante
los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas. Las
puertas de la conciencia se cierran ante los mendigos sin hogar, condenados
mundialmente a la invisibilidad. El problema no es entonces de raza, de etnia
ni tampoco de extranjería. El problema es de pobreza”, explica.
Es decir, la amenaza de la aporofobia se
fundamenta en un sentimiento de desprecio que nace de una sensación de
superioridad hacia quienes, aún sin conocer ni haber tenido experiencias
personales de odio con los destinatarios, son considerados como temibles,
despreciables o ambas cosas a la vez. Ese odio se dirige en primer lugar contra
quienes no nos han causado daño alguno pero identificamos con un colectivo, por
ejemplo de marginados, indigentes o mujeres, que sentimos ajenos al nuestro; en
segundo lugar, se asigna a ese colectivo actos dañinos para la sociedad que son
de difícil demostración e incluso falsos; en tercer lugar se les adjudica una
serie de prejuicios y estereotipos que permitan justificar ese odio; y por
último, quien siente ese odio considera que existe una “desigualdad
estructural” entre él y la víctima, que la ubica en una posición de
inferioridad poco menos que histórica y sin solución.
Es en definitiva un discurso de odio que
carece de argumentación y del que sólo emerge desprecio e “incitación a
compartirlo”, valiéndose de la difusión de relatos alarmistas y efectistas que
relacionan a las personas de escasos recursos con la delincuencia y con una
supuesta amenaza a la estabilidad del sistema socioeconómico, situaciones que
no son corroboradas por datos estadísticos de la realidad. Peor aún,
investigaciones delictivas y crisis económicas encuentran como protagonistas de
los mayores crímenes y desfalcos a integrantes de mafias bien organizadas con
ingentes recursos y no a integrantes de sectores pobres. Precisamente es la
debilidad intrínseca que ostentan estos sectores pobres y desvalidos, y por
ende su escasa posibilidad de defensa, la que facilita a los poderosos
endilgarles la responsabilidad de los problemas sociales que atentan contra un
sistema que a todas luces los excluye, pero que está ávido de prejuicios y
generalizaciones apresuradas. En palabras de Emilio Martínez Navarro, “se
produce un fenómeno que podríamos denominar “el circulo vicioso de la
aporofobia”: los colectivos desfavorecidos son acusados a menudo de conductas
delictivas (robo, prostitución, tráfico de drogas, actos violentos, trabajo
ilegal, etcétera) y esta mala imagen dificulta su posible integración en la
sociedad, con lo cual se prolongan sus dificultades, y en algunos casos la
desesperación les lleva a cometer algún acto ilegal, de manera que se termina
por reforzar la mala imagen y así sucesivamente”.
Respecto del rechazo al pobre, Adela Cortina
ubica el origen de esta patología social en el cerebro humano, puntualmente en
las emociones que fue registrando y consolidando a partir del desarrollo
evolutivo de la especie. Los primeros códigos de funcionamiento que se
incorporaron al cerebro fueron emocionales y fundamentales para potenciar
conductas que aseguraran la supervivencia, tales como la ayuda mutua, la
cohesión social y la desconfianza frente a los extraños. Pero mientras los dos
primeros posibilitaron un desarrollo cultural y tecnológico que no se ha
detenido hasta nuestros días, el tercero impidió que el progreso moral se
desarrollara de forma pareja, al quedar circunscrito al ámbito de las emociones
individuales. De esta manera la fobia y el miedo hacia “el diferente” fue dando
entidad a una patología social que entraña situaciones de gran injustica que se
trata de invisibilizar por todos los medios, y que queda totalmente al
descubierto a partir de la conformación de las sociedades modernas o
“sociedades de intercambio” cuya base fundacional es la idea de “contrato”: los
pobres y marginados quedan excluidos del intercambio porque no tienen nada que
ofrecer, careciendo al menos temporalmente de capacidad real de contratar. En
una palabra, los pobres no tienen voz ni voto (o mejor dicho, su voto puede ser
manipulado) y por ende son descartables. Afortunadamente, señala Cortina, el
cerebro humano es moldeable, y por medio de la conciencia ética y el compromiso
moral de cada individuo es factible modificar las conductas individuales de
manera de impulsar la construcción de una sociedad más inclusiva.
El filósofo Zygmunt Bauman, por su parte, se
ha preguntado: “¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?”. De su
análisis no surgen indicios positivos. Por el contrario, señala: “No hay
beneficios en la codicia. No hay beneficios para nadie ni en ningún tipo de
codicia. Es necesario que todos nosotros lo sepamos, lo comprendamos y lo
aceptemos”.
Teniendo en cuenta entonces que la
aporofobia, como la xenofobia, la homofobia o el racismo, son patologías
sociales cuyas víctimas directas son los pobres o diferentes pero cuyo
ejercicio deteriora las relaciones de la sociedad en su conjunto con su
correlato de merma en la cohesión y paz social, es desde la gestión política y
la educación que debe tomarse la iniciativa de acción para superar esta
situación, en el entendimiento que es técnica y económicamente posible que una
sociedad moderna consiga aniquilar ese flagelo. El Estado debe enfrentar, como
meta principal, romper este tormento que impide la construcción del mundo de
felicidad que imaginó Platón.
“Hay épocas en las que la indiferencia es
criminal”, señaló Albert Camus, y esta injusticia social debe compeler a
activar la capacidad transformadora de la acción colectiva. Se requiere
participación y pensamiento pero sobre todo coraje cívico, estatura moral y
voluntad política en su dimensión ética.
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