MILEI,
TOLSTOI Y MI BISABUELO
(Por Sebastián
Plut)
I. Todo apellido contiene la cifra de la
muerte pues en ese horizonte hacia el pasado, que está escrito en lo más íntimo
de nuestra subjetividad, se agolpan nuestros ancestros. Los que ya no están,
los que nunca conocimos, los que aportaron un nombre y una tradición, aquellos
que nos figuramos como una extensa escalera descendente que nos hace de origen
y que, finalmente, nos anticipa un destino.
La diversidad que nos es propia a los
humanos, cuyos caracteres posibles son tantos que sería imposible inventariar,
nos distingue a unos de otros, y nos estimula porque la diferencia nos sustrae
de nuestras cápsulas narcisistas. Sin embargo, esa inabarcable multiplicación
de variaciones se conjuga también con un acotado conjunto de universales que
nos reúnen, que nos vuelven inexorablemente afines. Así, aunque tales
universales son apenas un puñado, y la muerte es uno de ellos, su abarcatividad
le otorga un lugar de igual peso junto a la inconmensurable pluralidad.
También es cierto, y pese al humano destino
común, que cada apellido es el nombre singular del morir, cada quien escenifica
--consigo mismo y con los otros-- los caminos para consentir o resistir la
posibilidad de un acelerado retorno a la inercia.
La ética, en última instancia, no es sino una
exigencia para la también humana pretensión de ilusionarse con la omnipotencia.
Esto es, nos impone asumir la inevitabilidad de nuestro desvalimiento y, sobre
todo, nos reclama no ser ajenos, indiferentes, ante el desvalimiento del otro.
II. El apellido Milei, hoy, es el nombre
del dejar morir. Aunque su repertorio de frases no es demasiado vasto, aborde
el tema que sea su programa político es reductible a eso, dejar morir.
Negacionista del terrorismo de Estado, del
cambio climático y de las múltiples desigualdades de clase y de género, su plan
de gobierno, en materia de trabajo, economía, seguridad, salud o educación, se
condensa en aquel sintagma.
La invalidez de sus rancias teorías se
ratifica en cada ocasión en que se anima a hablar más espontáneamente: “si te
querés matar, matate, pero no me hagas pagar a mí la cuenta”, “si no es
rentable [por ej., pavimentar una calle] no es deseable socialmente”, son
apenas dos expresiones, entre tantas otras, de su ominosa cosmovisión.
III. Según relata Eduardo Galeano,
en Memorias del fuego III, mi bisabuelo, Isaac Zimerman, se
derrumbó y lloró cuando en 1910 se enteró de que había muerto León Tolstoi.
Posiblemente, el episodio sucedió en diciembre de aquel año, en la Colonia
Mauricio de la localidad bonaerense de Carlos Casares. Isaac y su familia, para
ese entonces, hacía poco más de cinco años que habían llegado de Rusia,
escapando de la miseria y del antisemitismo.
¡Qué comunidad de sentimientos es capaz de
producir la escritura para que la muerte de su autor conmueva así a un
inmigrante que, junto con su mujer y sus hijos, trataban de sobrevivir en la
otra punta del planeta!
No sé a cuántos estaré plagiando si afirmo
que la muerte es el motor de la escritura, pero no solo porque la civilización
se empeña en la posteridad, no solo porque la letra perdura más allá de los
cuerpos o, como decía Freud, porque la escritura es el lenguaje del ausente.
Escribir es el acto de producir
interrogantes, y preguntar es el nombre de la angustia. Escribimos, pues, para
sobreponernos al sufrimiento, a un dolor que proviene del propio cuerpo, de los
vínculos con otros y de la realidad. Eso también es enseñanza freudiana. Las
palabras, entonces, procuran transformar las amenazas en lo opuesto: que el
propio cuerpo no perezca antes de tiempo, que el otro devenga un semejante y
que la naturaleza sea abrigo.
IV. El apellido Milei, hoy, es el nombre
de la crueldad. Sin embargo, el mayor espanto no es la destructividad que anida
en su subjetividad, sino cómo, por qué, su personalidad se traduce en una
particular psicología social. No habrá, desde luego, una respuesta única, pues
no es verosímil suponer una homogeneidad que comprenda a todos sus votantes.
Los habrá fascistas, indiferentes, crédulos, incautos, y seguramente las
alternativas son más.
Son dos, entonces, las preguntas que
sobrevuelan: ¿sus votantes perciben su crueldad? Y luego, si acaso la
registran, ¿es que les parece irrelevante o los excita?
No lograremos acertar con las respuestas; no
obstante, en todos los casos, contestemos de uno u otro modo sendos
interrogantes, el peligro es mayúsculo.
Si no la divisan, si la captan con
indiferencia, o se contagian de ella, son tres caminos que convergen en una
tragedia irreparable, incluso para esos mismos sujetos.
V. Para la época en que mi bisabuelo se
casó, en Rusia, con mi bisabuela, Sara Snirman, León Tolstoi escribió ¿Qué
hacer?, libro que fue inspirador de textos posteriores. Por haber visto que los
mendigos eran detenidos, allí dice: “no podía comprender que estuviese
prohibido que un ser humano les pidiese algo a sus semejantes”.
Se trata, en suma, de comprender al otro como
un semejante y, en consecuencia, la sociedad, una comunidad, la humanidad, no
puede tener como punto de partida ni como fundamento último la competencia, el
mercado o, como repite Milei, “ofrecer un mejor producto a un mejor precio”.
Esto es, los vínculos humanos, la intersubjetividad, para Milei no difieren de
la relación de cada sujeto con las cosas, una relación de posesión, monetizada
o de indiferencia.
En rigor, no se trata solo de ricos y pobres
o de qué deben hacer los primeros respecto de los segundos. El asunto,
finalmente, es qué es lo que hace que una sociedad se mantenga unida.
VI. La conocida frase que se le atribuye
a Tolstoi, “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, sin duda no describe
únicamente el isomorfismo entre un pequeño pueblo y la Tierra toda. También nos
advierte que un hilo de Ariadna liga cada singularidad con la humanidad, para
que nadie se extravíe en el laberinto, sea del desamparo, sea de la opulencia,
para que nadie que esté afuera se vea impedido de ser incluido.
VII. Mi abuela paterna, hija de Isaac y
Sara, al lamentarse solía exclamar “¡San Pedrito, San Pedrito!”. Durante años
me pregunté por qué una mujer judía y rusa invocaba a un santo ante las
adversidades. Gracias a textos familiares y de historia de la inmigración,
descubrí que en la institución judía que organizaba el traslado desde Rusia de
los judíos (pobres y perseguidos) había dos grupos: uno que proponía que se
embarcaran solo aquellos que podían costear sus propios pasajes y otro que, en
cambio, sostenía que la asociación debía solventarlos. Este segundo grupo, cuya
posición prevaleció, tenía su sede en San Petersburgo. Así comprendí, entonces,
el lamento de mi abuela.
VIII. El apellido Milei, hoy, es el
nombre de la injusticia. Para él, la justicia social no es más que la
aspiración envidiosa de los fracasados. Así, opera una deformación trágica que
no califica siquiera de reduccionismo; es decir, pretende revestir de envidia
lo que no sería sino una injusticia. La solidaridad, para Milei, no tiene
lugar, el individuo no se referencia de ningún modo a su comunidad, y basta en
su cosmovisión la competencia. ¿Y no es, acaso, esta última la fuente más potente
de la envidia, en la aldea de la ley del más fuerte?
IX. Ya señalé que escribimos para crear
interrogantes y para transformar las amenazas en algo diverso. Podemos
parafrasear a Tolstoi: escucha una entrevista a Milei y escucharás a toda La
libertad avanza. Milei no responde preguntas, no las entiende ni las acepta.
Solo conversa con periodistas cuyas preguntas ya están respondidas de antemano,
cuyas preguntas son apenas el molde diseñado para el contenido que Milei recita
una y otra vez. En consecuencia, su discurso y su acción, por su propia
naturaleza, no podrían nunca convertir las amenazas en lo opuesto. Al
contrario, impone morir, que el otro no sea más que un extraño y que la
naturaleza se consuma al calor del mercado.
X. Milei afirmó ya tantas veces que él
entiende al Estado como una organización criminal. Que haga tantos esfuerzos
por ser presidente, es decir, por ser el Jefe del Estado, nos autoriza a
concluir: a confesión de parte, relevo de pruebas.
El antagonismo con su proyecto no podría ser
más radical. En efecto, el valor y la necesidad de una economía a escala
humana, la cultura edificada durante siglos y la historia de mi propia familia
no solo me deniegan toda posibilidad de apreciar la más mínima propuesta de
Milei, sino que convergen para advertir su irrefrenable destructividad.
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