UNA
HUMANIDAD DISTINTA
(Por Rodolfo Rabanal, en PAGINA12)
Una percepción colectiva mayormente optimista
y esperanzada tiende a suponer que cuando la pandemia del coronavirus deje de
castigar al planeta construiremos un mundo mejor.
La existencia de esa inclinación (del
espíritu, de la imaginación, del intelecto) me llevó a pensar en otras
pandemias y en otros momentos históricos, entre ellos uno bastante
significativo, como fue el de la peste que asoló Grecia unos quinientos años
antes de Cristo y que terminó (entre muchísimas otras) con la vida del mismo
Pericles.
Y lo cierto es que después de aquella
epidemia y después de la muerte de Pericles, Atenas ya nunca más volvió a ser
lo que había sido. Después de la epidemia, Atenas empezó a perder su lugar en
la Tierra.
Sócrates, hijo de ese siglo, el siglo
precisamente conocido como el siglo de Pericles, es la última figura proactiva
del pensamiento vivo ateniense que tanto importó a Pericles, estratega,
tribuno, filósofo, político y guerrero.
Pasada la peste y un poco más tardíamente, el
genio de Platón pertenece ya a un espíritu melancólico. Platón añora lo
irrecuperable. Cuando Platón escribe uno tiene la sensación de que escribe
sobre cenizas.
En suma, la peste que empieza a quitarle la
luz a Atenas ocurre en el siglo V AC, cien años que darán un contorno
reconocible a la cultura occidental y no sabemos que habría pasado o cómo sería
esa cultura si la peste --en este caso la fiebre tifoidea-- no hubiese interrumpido
la “normalidad” de Atenas, paradójicamente democrática e imperial a la vez.
Acaso ni siquiera Roma habría llegado a ser
lo que fue. A fin de cuentas, la lenta disolución de Atenas en el incontrolable
fluir de la historia no tenía porqué encarnar en el poderío prepotente y
jurídico de Roma.
Es muy posible --pero nos faltan
testimonios-- que durante la peste y ante la muerte de Pericles muchos
atenienses sintiesen que una vez superado el mal las cosas retomarían su curso
habitual, otros apostarían quizás a favor de un cambio hacia lo mejor del
sistema y tal vez no pocos avistaran un mundo perdido.
Me parece que hoy, salvando las obvias
distancias, todos y cada uno de nosotros experimentamos sentimientos parecidos.
Ya no lloramos la ausencia de un Pericles que
defienda las requebrajadas democracias liberales que el hiperconsumismo y las
riquezas cada vez más concentradas, se van devorando como si fuesen termitas.
Ya no es este un período de grandes líderes (más bien se trata de pobres
líderes, intercambiables aunque peligrosos) y menos aun de grandes utopías;
todo lo que el mundo --sobre todo el mundo occidental-- parece querer es un
eterno estado de bienestar donde convivan sin roces alarmantes libertad y
justicia y sean evitadas las profundas desigualdades que acarrean desdichas
crecientes.
Sentimientos, si se quiere, fácilmente
contradictorios y distraidamente infantiles. Nuestro pensamientos son más
consignas que pensamientos, menos ideas que almacenamiento de datos. Nunca
antes dispusimos de una ciencia tan vasta y mucho menos de una tecnología tan
prolífera, precisa y sorprendente, no obstante frente a la pandemia no parece
todavía que sirvieran de mucho. Nunca, como en estos últimos meses, hemos
pensado tanto en la vida y en la muerte.
En buena medida, nuestras aspiraciones se han
vuelto de una fragilidad y de una pequeñez tan notables como la corteza de un
pan viejo que se parte en pedazos no bien se le apoya un dedo encima.
Hasta hace poco vivíamos en una rutina
crítica (en el mejor de los casos) o conformista en su mayor parte. Nuestros
“pavores” eran sobre todo intelectuales, políticos o filosóficos, pero ahora
tenemos miedo.
Y ahora tenemos miedo porque el virus,
portador de muerte, ha corroído el sentido de la buena vida y no sabemos si una
vez pasada esta etapa seremos capaces de volvernos mejores o empeorar hasta
planos irreversibles.
Ignoramos cuál será nuestro comportamiento
pero si no se descubre un sentimiento tan poderoso y persistente como la
codicia pero de naturaleza exactamente opuesta, se vuelve difícil apostar a favor
de la humanidad.
Esta pandemia nos está demostrando que confundimos acumulación con felicidad,
resignación acrítica con bienestar y “autonomía” digital con libertad.
Nadie sabe qué es ser feliz, reflexionaba
Jacques Lacan, a menos que la felicidad se defina “en la triste versión de ser
como todo el mundo”.
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