SOBRE
LA VANIDAD
(Por Alfonso Fernández Tresguerres, en “Nódulo
Materialista”)
De lo vano del mundo a la vanidad del carácter
1
Puede la vanidad ser entendida (o mejor, lo
ha sido de hecho) en un doble sentido: como forma de ser o carácter, por
supuesto, mas también como concepto que es emblema y resumen de una particular
concepción del mundo y de la vida, de una filosofía, o acaso más ajustado sería
decir de una metafísica del vivir y del hacer humanos.
Sin duda alguna, la segunda de tales
acepciones encuentra su mejor y más logrado exponente (no hay por qué caer en
la extravagancia a fuer de buscar la originalidad) en el vanitas vanitatum proclamado
por el autor del Eclesiastés: «¡vanidad de vanidades, todo es
vanidad!». Cualquier empresa es fútil y vacía; cualquier deseo y anhelo un
simple espejismo, mera «caza de viento».
Ciertamente, todo es fugaz y pasajero; todo
vano (que de vano viene vanidad); todo huero e inútil; todo estéril. Y, entre
otras cosas (cabe suponer), también lo es escribir el Eclesiastés y
darnos consejos, como lo es el que yo escriba sobre él y sobre su darnos
consejos. Si a eso vamos: «Acaso no haya vanidad mayor que la de escribir
vanamente», como decía Montaigne. Y advierto que no lo digo por el autor del
libro bíblico del que hablo, sino por mí mismo. Si es ya mucho dar en vida con
un puñado de lectores, qué no será pensar que, desaparecido su autor, cuando
ya, periódicamente, no nos importune con uno de sus bodrios, recordándonos de
ese modo (una nueva vanidad) su existencia, alguien se ocupe de leer aquellos
engendros que un día nacieron de su magín. Mas si esto que digo vale para mí,
vale igualmente para muchos como yo; y hasta, a lo que entiendo, alguno hay al
que le viene más al caso.
Pero yo (y esto me ayuda) soy poco dado al
melodrama, o al menos procuro, siquiera, huir de él; de manera que si no soy
melodramático por temperamento, lo soy, desde luego, por convicción. Después de
todo, la realidad es como es, y rasgarse las vestiduras o posar de llorón a la
vista de la fragilidad de la vida o del fracaso y el olvido al que se hallan
condenados los más de los propósitos y obras humanas, resulta no sólo inútil,
sino también extremadamente ridículo y cursi; y no es sino otra forma de
vanidad: la de quien aspira a convencernos de que es poseedor de una extremada
sensibilidad, o de una inteligencia tan aguda que viene, al cabo, a dar en
dolorosa. Bien está que se sienta y se muestre angustiado (víctima, pues, de
esa angustia vital tan kierkegaardiana) el adolescente que, paradójicamente, ni
lo está ni podría estarlo aunque quisiera (y aunque él no lo sepa), máxime si
su vanidad del sufrir se despliega por una causa noble, como lo es pretender
impresionar a otras adolescentes particularmente impresionables y perfectas
receptoras de los efluvios de su desesperación. (Pero no se me haga mucho caso,
porque creo que estas cosas ya no están de moda.) Y es que a los diecisiete
años uno tiene que aspirar a ser todo (incluso filósofo existencialista),
porque de lo contrario, pasados los cuarenta, ya no le quedarán fuerzas para
ser nada. Pero mal parece en el individuo maduro que nos aburra con sus pesares
y sufrimientos metafísicos; y colmo de la vanidad son esos exhibicionistas del
dolor, que, diríase, dan por supuesto que a alguien importa o que a alguien
tendría que importar lo mal que se sienten o lo que opinen sobre la crueldad
del vivir, sin caer en la cuenta de que con las opiniones sucede lo mismo que
con los culos: cada cual tiene el suyo y no hay por qué enseñarlo cada dos por
tres.
Mas, en último término, si nada tiene
demasiada importancia, entonces también es verdad que tampoco la tiene el que
nada sea importante, y vea cada cual lo que hace con el tiempo, más corto o más
largo, que le ha sido otorgado hasta que le acontezca el único hecho definitivo
y completo del vivir, que no es otro que el morir mismo. Punto final de todo
anhelo y de todo pesar, la muerte nos cura, además, de toda vanidad, y lo hace
de golpe y para siempre, como no suceda que seamos lo bastante estúpidos para
desear, con James Dean, ser un bonito cadáver; vanidad que, obviamente,
continúa estando del lado de la vida, no de la muerte (los muertos, como es
sabido, no se preocupan en exceso por su aspecto), y que consiste en suponer
que incluso cuando ya no podamos vernos ni admirarnos, todavía habrá alguien
que nos vea y nos admire. Yo no sé si la vanidad del ser humano puede ir aún
más lejos, pero es seguro que no puede hacerlo su estupidez. Pero no le demos
vueltas, porque supongo que, a fin de cuentas, se trata de una aspiración como
otra cualquiera: si no por algo más, que se nos recuerde siquiera por haber
sido un muerto guapo. Aspiración efímera también, porque aunque se puede ser
feo toda la vida, no se puede ser guapo toda la muerte, y andando el tiempo ya
no existe ninguna diferencia entre el polvo de un hermoso cadáver y el de un
cadáver horrendo.
Pero hasta entonces, hasta llegado el momento
de no ser más que cadáver o polvo, algo hay que hacer, y así, si al cabo todo
ha de ser vanidad, yo no quisiera tener otra que la de vivir con un cierta
complacencia y obtener alguna satisfacción de lo que hago, porque
«observé
que el único bien del hombre es disfrutar de lo que hace»;
con lo que, en este punto, vengo a
declararme, finalmente, humilde discípulo del Eclesiastés (y
ello aun cuando con tales palabras, tal vez quien lo escribió no otra cosa
quiso decir sino que también eso es vanidad). No se es feliz, en efecto, con lo
que se tiene, sino con lo que se hace. Y si de disfrutar de lo que se hace se
trata, yo añadiré que tengo por cierto que la dicha que no podamos obtener de
un puñado de libros y de las divagaciones a las que nos empuja una cabeza
ociosa, no podremos hallarla jamás en parte ni en cosa alguna. Y es que
seguramente ningún gozo es comparable al que se deriva del hacernos preguntas y
buscar respuestas, esto es, al goce de saber o tratar de hacerlo. Y vuelva de
nuevo alguien, si así lo desea, a recordarnos, con el autor del Eclesiastés,
«que la
sabiduría y el saber son locura y necedad [...] también eso es caza de viento,
pues a más sabiduría más pesadumbre, y aumentando el saber se aumenta el
sufrir»,
que entonces no sé yo que más hay que decir
sino que lo que constituye auténtica locura y necedad, y, de añadido, vanidad
excesiva y ridícula, es imaginar que uno pueda llegar a hacerse tan sabio y tan
lúcido que la vida misma se le haga insoportable. Acaso tales peligros sean
reales para alguien que, como él, se encuentre en posesión de una lucidez y una
sabiduría que me sobrepasan con mucho, mas creo que ningún riesgo existe de que
acechen a las mías.
2
Mas si ahora desplazamos nuestra atención
desde este sentido casi cósmico o metafísico de la vanidad, a la vanidad
entendida como carácter, es obvio, que, desde la perspectiva del autor
del Eclesiastés, el vanidoso no es únicamente un individuo
dominado por un determinado vicio, sino uno de los más excelsos y sublimes
representantes de la estupidez humana. Y seguramente es verdad; y lo es hasta
tal punto, que algunos, como si se negaran a creer que pueda alcanzarse un
grado de necedad tal, dan en pensar que el vanidoso no se encuentra realmente
convencido de poseer aquello de lo que presume, es decir, que es, en último
término, un embustero. De este parecer es Adam Smith:
«El
hombre vanidoso –asegura– no es sincero, y en el fondo de su corazón está raras
veces convencido de la superioridad que ambiciona que usted le atribuya [...]
Es culpable de vanidad quien desea la alabanza por algo que sin duda lo merece,
pero que él sabe perfectamente que no posee».
Entiendo que esta interpretación es en exceso
benévola. Es cierto que la vanidad se halla siempre referida a objetos dignos
de encomio, y lo es también que no suele poseerlos el vanidoso, o, al menos,
que la cantidad de tal posesión no se corresponde con el grado de alarde que se
hace de ellos, pero que él lo sepa, lo encuentro más discutible. No es tanto,
me parece a mí, que, como sostiene Smith, el vanidoso se vea a sí mismo no como
él sabe que es, sino tal como supone que, después de haberlos engañado, lo ven
los demás; al contrario, lo que en realidad sucede es que desea que los demás
le vean tal como él se ve. No se mira con los ojos de los otros, sino que
anhela, y hasta reclama, que los otros le miren con los suyos. No estamos ante
un taimado mentiroso, sino ante un tonto sincero. Lo primero sería ya estupidez
notable, desde el momento en que supondría acabar por creer el propio embuste,
pero lo segundo es la memez elevada a la categoría de obra de arte, porque
indica que el vanidoso se cree en verdad excelente y perfecto en su género;
convicción que sólo puede alcanzarse mediante la habilidad de ser capaz de
engañarse a cada instante a uno mismo y de vivir con y en ese engaño. Y esto
únicamente con la asistencia de una necedad sin límites puede ser logrado.
Sólo cuando uno repara en su propia
insignificancia y en lo nimio e imperfecto de cualesquiera obras de las que sea
autor, o lo que es igual, sólo cuando uno no es lo bastante serio como para
permanecer ciego a los aspectos ridículos y risibles que él también, como los
demás, posee, puede alejarse de la vanidad. Y por eso seguramente está en lo
cierto Bergson cuando observa que «la única cura contra la vanidad es la risa».
Mas siempre, habría que puntualizar, que lo entendamos en el sentido de que la
risa es lo único que puede curarnos de ella, mas no que con el
reír podamos curar al vanidoso de su vicio, porque nuestra burla, que entenderá
de inmediato nacida de la envidia, no hará que se tambalee en lo más mínimo la
profunda admiración que experimenta por su persona, sino que, antes bien, le
servirá de confirmación de su alta valía (¿por qué si no habríamos de
envidiarle?). Y confiar en que con la risa se cure él, es pensar lo impensable,
porque ser vanidoso implica, sin excepción alguna, tomarse muy en serio a uno
mismo: quien es capaz de lo contrario y de reírse de sí, no necesita curarse de
la vanidad, porque ni es ni puede ser vanidoso.
Mas, siguiendo con Bergson, no estará de más
recordar que también él, como A. Smith, parece conceder alguna fuerza a la
hipótesis según la cual la vanidad está «fundada en la admiración que se cree
inspirar en los demás». Ya me he referido a esto, y aprovecharé ahora para
añadir que, en efecto, tiene razón el filósofo francés, pero es preciso matizar
que esa admiración que el vanidoso cree suscitar en los otros nace siempre de
la admiración que tiene por sí mismo. Desde su perspectiva, los demás no
realizan sino un acto de justicia al reconocer lo que no es más que un hecho:
que él es un ser excelso y admirable; y esto con independencia de que el
creerse reconocido y admirado como tal, sea combustible que contribuya a
mantener avivado el fuego de su vanidad.
Pero tan importante o aun más que ésta, es, o
así lo entiendo yo, otra confusión que suele darse en el asunto éste de la
vanidad, y es la frecuencia con que se la ha equiparada a la ambición. Sucede
así, de una forma explícita, en Alfred Adler, quien en su Conocimiento
del hombre parece inclinarse a considerar ambos términos sencillamente
como sinónimos e intercambiables:
«Tan
pronto como el afán de hacerse valer prevalece –escribe–, provoca en la vida
del alma un aumento de tensión que hace que el hombre perciba más claramente el
objetivo de poder y superioridad, y trate de aproximarse a él con movimientos
reforzados, siendo entonces su vida como la esperanza de un gran triunfo. Un
individuo tal pierde el contacto y la relación directa con la vida práctica,
porque está siempre ocupado en saber qué impresión produce y qué piensan de él
los demás. Esto constituye un gran obstáculo para su libertad de acción,
apareciendo el rasgo de carácter más frecuente en tales casos: la vanidad»;
pero que tal definición pudiera servir para
retratar igualmente (y aun mejor) al ambicioso, no tiene para Adler nada de
particular, porque (como digo) ambos constituyen, en su opinión, un único y
mismo carácter: ocurre, sencillamente, que la vanidad es considerada
disposición más vergonzosa, y por eso «se suele encubrir esta cualidad,
sustituyendo su nombre con el más bello de la ambición».
Mas también en Aristóteles, según creo,
encontramos una asimilación pareja entre ambos afectos. La vanidad constituye,
según él, el extremo vicioso por exceso de la magnanimidad: cualidad de aquél
«que siendo merecedor de grandes bienes, se cree él mismo digno de ellos»,
según leemos en la Ética a Eudemo, y es vicio –se prosigue
diciendo en dicha obra– que
«inclina
a considerarse uno mismo merecedor de grandes bienes, siendo indigno de ellos
(llamamos, en efecto, vanidosos a aquéllos que piensan ser merecedores de
grandes bienes sin serlo)»;
y en cuanto al otro exceso, ahora por
defecto, de la magnanimidad, esto es, la pequeñez de espíritu,
«se
refiere al que, siendo merecedor de ellos, no se considera a sí mismo digno de
grandes cosas (parece, en efecto, ser pequeño de espíritu el que, habiendo en
él cosas por las que justamente puede ser estimado, no se considera a sí mismo
merecedor de nada grande), de modo –concluye Aristóteles– que necesariamente la
magnanimidad tiene que ser un medio entre la vanidad y la pequeñez de
espíritu».
En la Ética a Nicómaco hallamos
idéntica caracterización de estos tres tipos humanos, pero con la peculiaridad de
que a ella viene a añadirse ahora el juicio moral sobre ellos. Y ocurre que si,
como es obvio, el magnánimo es virtuoso, lo cierto es que vanidoso y pusilánime
(o pequeño de espíritu), aunque no virtuosos, al menos hay que reconocer que
tampoco son malvados:
«tampoco
a éstos –escribe Aristóteles– se los considera malos (pues no perjudican a
nadie), sino equivocados. En efecto, el pusilánime, siendo digno de cosas
buenas, se priva a sí mismo de lo que merece, y parece tener algún vicio por el
hecho de que no se cree a sí mismo digno de esos bienes y parece no conocerse a
sí mismo; pues desearía aquello de que es digno, por ser cosa buena. Ésos no
parecen necios, sino, más bien, tímidos [...] Por otro lado, los vanidosos son
necios e ignorantes de sí mismos, y esto es manifiesto. Pues sin ser dignos
emprenden empresas honrosas y después quedan mal».
Es cierto, sin duda, que el pusilánime es
tímido y el vanidoso necio, y lo es aun en el supuesto de que ocasionalmente
pudieran, con su actitud, causar algún perjuicio a alguien, y no sólo a sí
mismos. Pero, en cualquier caso, conviene reparar en que lo que propiamente
está retratando Aristóteles en su análisis no es tanto la vanidad como la
ambición (con lo que, si no me equivoco, venimos así a incurrir en un error
similar al que mucho más tarde repetirá Adler). Y de hecho, cuando a reglón
seguido Aristóteles se ocupa de ésta, se ha quedado prácticamente sin nada que
decir, y se conformará con entenderla referida a los honores, caracterizándose,
en consecuencia, el ambicioso por «aspirar al honor más de lo debido», aunque
(de nuevo como sucede en Adler) se admite una dimensión loable de tal pasión, y
así, dirá Aristóteles:
«A
veces, al contrario, alabamos al ambicioso por considerarlo viril y amante de
lo que es noble».
Y esto también es verdad, porque tiene,
ciertamente, la ambición su término medio y justo que, si no virtuoso, en
sentido estricto, al menos tampoco puede considerarse culpable y merecedor de
censura. Como lo tiene, por otra parte, la vanidad misma, porque para huir de
ella no es preciso caer en el rebajamiento y la autohumillación: nada malo hay
en que, ocasional y razonablemente, podamos alguna vez sentirnos satisfechos
con nosotros y con aquellas obras o acciones de las que somos autores. Es más:
seguramente es de todo punto necesario que así sea. Quien se adora, es un
necio; pero quien jamás halla en sí motivo alguno de contento, es un pobre
desgraciado, dominado (como seguramente diría Freud) por un super-yo tan
cruel que mejor le fuera poder extirpar.
Pero en lo que debemos poner mucho cuidado (y
en eso estábamos) es en no confundir ambos temperamentos. Yo creo que la raíz
de tal confusión se encuentra, precisamente, en esa acepción noble que el
término «ambición» conlleva, en tanto que afán de perfeccionamiento o
superación; y como quiera que a la vanidad, como tal, ninguna dimensión
positiva cabe detectarle, lo que ha sucedido en el caso de Aristóteles, me
parece a mí, es que todo lo negativo asociado a ambas pasiones lo ha cargado en
la cuenta de la última, dejando la primera limitada a un aspiración desmedida
de honores. Mas no se entiende por qué no se podría decir justo lo contrario.
¿O es que resulta tan obvio que debemos llamar «ambicioso» al que anhela
honores, en tanto que es «vanidoso» quien ambiciona todo lo demás? Cierto que
no es fácil establecer un delimitación nítida y rotunda entre ambos caracteres,
porque es verdad que el vanidoso se halla dominado, al menos, por la ambición
de ser admirado, y, al mismo tiempo, entre los objetivos anhelados por un
ambicioso suele encontrarse también la admiración. Creo, sin embargo, que la
ambición comprende objetos múltiples y distintos, en tanto que el de la vanidad
es único, y éste, es, justamente, la admiración. Así, pues, entiendo que mejor
haremos invirtiendo la caracterización aristotélica, y decir que quien aspira a
cosas grandes (sean cuales fueren) sin merecerlas es ambicioso (si las merece,
también, desde luego, pero estaríamos ahora ante la dimensión positiva de la
ambición), en tanto que es vanidoso quien se admira y busca ser admirado.
Pero otros aspectos no menos significativos
distinguen ambas pasiones; y en ellos no parece, una vez más, que haya reparado
Aristóteles, y, por supuesto, tampoco Adler, e incluso diríase no haberlo hecho
plenamente Teofrasto, cuya concepción de la vanidad como «un deseo mezquino de
ostentación» es, no obstante, pese a su concisión y brevedad (o tal vez
precisamente por ello), una de las definiciones más logradas que conozco, mas a
la que le sobra, no obstante (o, cuanto menos, habría de ser afinado), lo del
«deseo», porque el vanidoso no sólo desea presumir, sino que lo hace de hecho
(aunque, por supuesto, desea poder continuar haciéndolo y teniendo, o creyendo
tener, razones y motivos de ostentación). Quiero decir con esto que en tanto
que la ambición es afecto proyectado fundamentalmente al futuro, la vanidad,
por el contrario (y sin que sea menester negarle por completo dicha
proyección), se halla primordialmente centrada en el presente, y acaso también
en el pasado. Sólo puede ambicionarse, como es lógico, aquello que no se es o
no se tiene; en cambio, no se hace ostentación sino de lo que se es o se tiene
(o de lo que se cree ser o tener), y tal vez, asimismo, de que ello haya sido
así (o se crea que haya sido así) en el pasado, aunque no lo sea en la
actualidad. Todo lo cual no obsta, sin embargo, para que pueda pensarse que
quien ambiciona lo hace para poder ostentar, al tiempo que el vanidoso
ambiciona continuar ostentando. Y con ello no hacemos más que arribar de nuevo
a la confirmación de los importantes elementos en común que presentan ambos
afectos, el más destacado de los cuales consiste (según se ha sugerido ya) en
el hecho de que la vanidad puede ser vista como una forma de ambición
(seguramente la más inofensiva, pero sin duda también la más ridícula de sus
modalidades), en tanto que la ambición se halla con frecuencia acompañada por
la vanidad. Pero (como digo) no debemos dejar que las semejanzas nos tornen
invisibles las diferencias, que las hay, y muy notorias y significativas,
porque a las ya señaladas debemos añadir ahora una más.
La ambición, en efecto, es vicio que empuja a
correr riesgos y a lanzarse a empresas que, con harta frecuencia, suelen
desembocar en el más estrepitoso de los fracasos y en el más estruendoso de los
ridículos; la vanidad, en cambio, es, por su propia esencia, pasión
fundamentalmente conservadora. Quien ambiciona algo, no tiene más remedio que
arriesgarse; pero lo que ante todo desea el vanidoso es poder admirarse y ser
admirado (o convencerse, al menos, de que lo es); su única ambición (podemos
nuevamente volver a decirlo así) es que se mantenga inalterable aquel estado de
cosas que le hacen sentirse admirable y digno de admiración; aquel estado de
cosas que le permiten, en suma, presumir y ostentar (aunque todo ello no sea
más que una simple quimera nacida de su memez), y de ahí que acaso nada esté
más lejos de su intención que embarcarse en proyectos que pongan en peligro
aquello por lo que se ve francamente encomiable, y que conlleven la posibilidad
del fracaso, puesto que con él, resulta inevitable el riesgo de que de un
plumazo se venga al suelo, hecha añicos, su imagen gloriosa y largamente
labrada.
Pero, al cabo, y aunque puede discutirse si
cualquiera de dichas pasiones pueden satisfacerse (o intentar satisfacerse) sin
incurrir en múltiples faltas de carácter ético o moral (como el engaño, la
maledicencia o la traición), probablemente tiene razón Aristóteles cuando
afirma que ni uno ni otro son malos, es decir (así lo entiendo yo), que no son,
en general, siempre y en sí mismos, malvados (aunque subsidiariamente puedan
serlo determinadas acciones a las que sus respectivos caracteres les empujen),
sino sólo estúpidos (lo que no es, obviamente, un desorden menor, mas sí un
desorden de otro tipo). Ambición y vanidad son, pues miembros natos, de la
familia de la estupidez, porque sólo un necio puede presumir de lo que posee
(que, por mucho que sea, siempre será nada), y no digamos de lo que no posee;
y, por otra parte, ambicionar no ya lo que no se merece, en sentido
aristotélico o moral, sino lo que no se puede tener (y un ambicioso siempre
acabará por desear algo que no le es posible alcanzar), no es maldad, sino
tontería.
3
Queda por determinar si es verdad, como algunos
suponen, que todos, en mayor o menor medida, somos vanidosos. Tal es la opinión
de Pascal:
«La
vanidad está tan aferrada en el corazón del hombre –dice–, que un soldado, un
escudero, un cocinero, una ganapán, se jacta y quiere tener sus admiradores; y
los filósofos mismos lo desean, y los que escriben en contra quieren tener la
gloria de haber escrito bien; y los que los leen quieren tener la gloria de
haberlo leído; y yo, que escribo esto, tengo quizás este afán; y acaso los que
hayan de leer...»;
e idéntica es la posición de Mandeville, para
quien nada hacemos si no es buscando la alabanza y el elogio, o, lo que es lo
mismo, si no es movidos por el egoísmo y la vanidad; algo que, después de todo,
no deja de tener su lado positivo, como es el desarrollo de las artes, las
ciencias, &c. Y La Rochefoucauld, quien merece, acaso más que ningún otro,
el título de maestro de la sospecha, no dejará, por su parte,
de observar que:
«Lo que
nos hace insoportable la vanidad de los demás es que hiere la nuestra»;
idea
que Nietzsche, no digo yo que culpable de plagio, mas víctima, seguramente, de
un honrado fenómeno de criptoamnesia, repite casi al pie de la letra:
«La
vanidad de los demás –escribe– repugna a nuestro gusto tan sólo cuando repugna
a nuestra vanidad».
A mí me parece que todos ellos generalizan en
exceso (les reconozco, sin embargo, la atenuante de que una buena máxima sólo
puede ser contundente). Yo creo que nos encontramos de nuevo muy próximos a la
perspectiva del Eclesiastés: afirmaciones tales, únicamente pueden
sostenerse si hacemos un uso tan extenso y (me atrevería a decir) tan abusivo
del término «vanidad», de tal manera que todo (absolutamente todo), incluida la
misma aspiración a seguir vivos pueda ser vista como una pretensión vanidosa (y
es que, ¿de dónde ese afán de imponer al mundo nuestra presencia?). Pero si el
concepto del que hablamos nos limitamos a usarlo reducido a sus justos límites,
entiendo que tal generalización resulta inadmisible.
Uno puede inventar o crear por mero juego y
por la mera satisfacción que al hacerlo se alcanza, con plena independencia de
que lo que hace vaya algún día seguido del aplauso o el reconocimiento; y puede
desear saber empujado por su curiosidad y por el puro placer que obtiene en
colmarla. Y aun cuando de ello se derive un cierto contento con uno mismo y con
la labor realizada, ninguna vanidad entraña tal bienestar, porque, como ya
hemos dicho, para huir del mar de la vanidad no es preciso desembarcar en la
playas del automenosprecio, y porque ningún vicio conlleva el que lo que
hacemos nos haga alguna vez dichosos La vanidad, en sentido estricto (también
la ambición), es (según hemos señalado) algo muy distinto a esa forma tan
difusa y amplia de entenderla, tal coma la encontramos en Pascal o en Mandeville.
Se trata de una satisfacción grotesca con uno mismo (y a veces no tanto por lo
que se es, sino por lo que se cree ser), acompañada del convencimiento de que
conocernos ha de ser una experiencia emocional inolvidable para cualquier otro
ser humano. Dejémoslo ahí. No hay razón alguna para ir más allá, a menos que
optemos por un completo nihilismo, en virtud del cual aboguemos incluso por la
extinción de la especie (lo que, viendo a más de uno, no resulta desmesurada
ocurrencia), porque, ¿a qué esa vana pretensión de reproducirnos y de castigar
al universo con la propagación de nuestros genes?
Y puede resultarnos insoportable y repugnante
un vanidoso estúpido (la expresión es redundante), por la simple razón de ser
insoportable y repugnante, sin que haya motivo alguno para suponer, a
priori, que la desazón que sentimos brote de nuestra vanidad resentida
al ser lastimada por la suya.
Yo no quisiera incurrir aquí en esa peculiar
forma de vanidad que consiste en presumir de encontrarse libre de ella, como
aquél que, según Plutarco, llamaba a voces a su criada para decirle con gran
estrépito y aspaviento notable: «Mira, Dionisia, he dejado de ser vanidoso».
Creo, sin embargo, que puedo decir de mí (y no pretenderé que se me crea) que,
teniendo seguramente muchos vicios, de éste, a lo que entiendo, no me hallo
colmado en exceso. Caso similar me sucede con la envidia. Y si, como alguna vez
he dicho, el no ser envidioso no nace en mí de adecuada proporción de bondad,
sino, seguramente, por exceso de orgullo (lo que acaso viene a significar que
no es en mí la virtud la que vence tal vicio, sino otro vicio más fuerte, que
lo domina), creo que igualmente puedo decir que me encuentro libre de la
vanidad no por virtuoso, sino por realista: ni tengo nada de lo que alardear ni
motivo alguno para envanecerme. Acaso de tenerlo, fuera el más vanidoso del
orbe entero, pero como no es así, no tengo más remedio que no serlo. De manera
que si la ausencia de vanidad es virtud, yo soy, en este aspecto, virtuoso a la
fuerza. Créaseme si se quiere (a mí nada me va en ello); o adviértaseme,
incluso, con Pascal, que decirlo no es sino una forma de vanidad; como vanidad
es dejarlo escrito; y vanidad esperar que sea leído; y... (pascalianos puntos
suspensivos).
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