DOMINIO. LA GUERRA INVISIBLE DE LOS
PODEROSOS CONTRA LOS SÚBDITOS
(Por
Cándido Marquesán Millán)
No deja de ser llamativa las características
de esta revolución, porque en el desarrollo de la historia vinculamos la
palabra revolución con los oprimidos que se levantan contra
sus opresores. No faltan ejemplos en la historia; los niveladores que
decapitaron al rey Carlos I en 1649; los sans-culottes entrando
en La Bastilla en 1789 y las posterior guillotina aplicada a Luis XVI en
1793; los esclavos negros haitianos que en 1791 incendiaron las plantaciones de
sus amos y en 1801 declararon la independencia de Haití: o los bolcheviques
tomando el Palacio de Invierno en San Petersburgo en 1917 y el posterior
fusilamiento en 1918 del zar Nicolás II; Castro y el Ché Guevara asaltando
el cuartel Moncada en 1953 y expulsando al dictador Fulgencio Batista en
1959.
Esta revolución de los ricos, se ha producido
sin que nos diéramos cuenta, ha sido una revolución invisible, una “stealth
revolution”, la revolución sigilosa, como la ha denominado la filósofa
estadounidense Wendy Brown, donde el adjetivo stealth, “sigiloso”
se usa en la terminología bélica, de la aviación militar: los bombarderos
son stealth si no permiten que los detecten los rádares.
Esta metáfora militar es muy idónea, porque
de lo que se trata es de una auténtica guerra, por más que se haya realizado
sin que nos hayamos percatado. Ya lo reconoció en 2006, uno de los hombres más
ricos del mundo, Warren Buffett, cuando comunicó a un reportero
del New York Times: “Es evidente que hay una guerra de clases, pero
es mi clase, la clase rica, quien la encabeza, y estamos venciendo”. Cinco años
después, en 2011, Buffet reiteró el concepto afirmado “no ya que los
ricos estaban venciendo esa guerra de clases, sino que ya la habían vencido”. Y
un columnista del Washington Post matizaba: “Si ha habido una
guerra de clases en este país, se ha librado desde arriba hacia abajo durante
décadas, Y los ricos han ganado”. No es un extremista quien habla de guerra de
clases de arriba hacia abajo, sino uno de sus protagonistas. Y la victoria ha
sido por goleada, y los vencidos sentimos vergüenza de mencionarla.
Es un hecho incuestionable, nada más hay que
constatar el trasvase de rentas producido en estas décadas desde el mundo del
trabajo hacia el capital. Jeffrey Winters ha estudiado en el
libro Oligarquía (2011) la historia de los más ricos, desde las
oligarquías de la Antigua Grecia hasta los multimillonarios que hoy lideran el
ranking de Forbes. Examina las estrategias de las grandes fortunas para
defender sus bienes y los problemas que su éxito está causando al mundo
moderno. Han pasado ya doce años de su publicación, pero es plenamente vigente.
Hoy 62 personas tienen la misma riqueza que la mitad de los habitantes del
planeta (unos 3.600 millones).
En los EEUU los 20 más ricos tienen una
fortuna equivalente a lo que poseen la mitad de los norteamericanos (unos 160
millones). Algo sin parangón en la historia de la humanidad. Un senador del
imperio romano en la cima de la escala social, era 10 mil veces más rico que
una persona promedio. En EEUU, los 500 más ricos tienen cada uno 16 mil
veces más que un americano promedio. Ni siquiera en las épocas con esclavos, la
riqueza estaba tan concentrada como hoy.
Ese triunfo de los de arriba sobre los de
abajo ha sido posible por la implantación del neoliberalismo. En el libro
hay dos capítulos titulados: Fábricas de ideas de asalto y Las ideas
son armas. Donde señala que si las ideas son armas, entonces los
neoliberales han puesto sus miras en las universidades como los lugares donde
se procesan y se diseñan. Los think tanks son las fábricas
donde esas ideas se empaquetan materialmente en una forma utilizable.
Los medios de comunicación de masas
constituyen el sistema de distribución de estas ideas empaquetadas, el sistema
que las difunde entre el público en general consigue que se adopten y se
utilicen, y hace que se conviertan en “opinión pública”. Por eso, los
neoliberales han dedicado tanto dinero y energía a reconquistar el mundo
académico, a reconvertirlo a la ideología liberalista. Y ponen mucho dinero en
los think tanks. En relación a los medios de comunicación de
masas, estos necesitaban inversiones menos grandes, porque ahora casi todos los
medios de masas son intensivos en capital y, por lo tanto, ya casi todos
trabajan para el proyecto neoliberal.
Como contraste, durante varias décadas, en la
izquierda hemos pensado que las ideas son algo por lo que se lucha, no
algo con lo que se lucha. No las vemos como herramientas que
hay que producir y luego utilizar. ¿Cuáles son las nuevas ideas que se le han
ocurrido a la izquierda en los últimos 40 años? Ideas para entender el mundo,
ideas sobre cómo cambiarlo. Lo último, nos dice Eramo, que recuerdo
son las tesis de André Gorz sobre el problema del tiempo (¿tiempo
libre o tiempo liberado?). Hace tiempo que no producimos ninguna idea. Después
de todo, lo de que estoy hablando en Dominio es lo inverso de
la vieja consigna de que “el movimiento obrero recogerá las banderas que deje
caer la burguesía”.
En este caso, vimos a la burguesía (seamos
claros con la palabra: por burguesía no entiendo notarios, abogados, médicos,
clase media-alta, sino me refiero a los poseedores del capital, en el sentido
marxiano) hacer suya la idea de hegemonía que la izquierda ha olvidado. ¿Cuánto
tiempo ha pasado desde que nos planteamos el problema de cómo conquistar o
recuperar una hegemonía que creíamos haber arrebatado en los años sesenta,
principios de los setenta?
Lo que para los observadores contemporáneos
aparece como una batalla de intereses contrapuestos, que es zanjada por el voto
de las masas, ha sido generalmente decidido mucho tiempo antes con una batalla
de las ideas en un círculo restringido. En una entrevista en el diario “Le
Figaro”, Sarkozy afirmó que: “en el fondo, he hecho mío el análisis
de Gramsci: el poder se gana por las ideas”. Consciente de esta
circunstancia la derecha ha sabido jugar sus cartas en esta batalla, y desde
hace varias décadas tiene estratégicamente la hegemonía ideológica, y también
la hegemonía política. Mas no ha sido siempre así.
Al final de la II Guerra Mundial, estaba
vigente la doctrina de Keynes y se iniciaban en Europa occidental
políticas dirigidas a la implantación del Estado de bienestar. Por ello, en
abril de 1947 se reunió en el “Hotel du Parc”, en Mont-Pèlerin, en Suiza, un
grupo de 39 personas entre ellas: Friedman, Lippman, Salvador de Madariaga,
Von Mises, Popper.. con el objetivo de desarrollar fundamentos teóricos y
programáticos del neoliberalismo, promocionar las ideas neoliberales, combatir
el intervencionismo económico gubernamental, el keynesianismo y el Estado de
bienestar, y lograr una reacción favorable a un capitalismo libre de trabas
sociales y políticas.
Este combate de los neoliberales duro y
contracorriente finalmente alcanzaría su éxito en la segunda mitad de los años
70, después de la crisis de 1973, que cuestionó todo el modelo económico de la
posguerra. Su victoria fue producto de muchos años de lucha intelectual. Suele
atribuirse al reaganismo, al thatcherismo y a la caída del Muro, pero la
historia es más larga. Su triunfo se vio facilitado por la autocomplacencia de una
izquierda autosatisfecha. Como dice Susan George“Si hay tres tipos de
gente, los que hacen que las cosas sucedan, los que esperan que las cosas
sucedan, y los que nunca se enteran de lo que sucede; los neoliberales
pertenecen a la primera categoría y la mayoría de los progresistas a las dos
restantes”. Estos son los hechos.
Según Xavier Domènech, al final de la II
Guerra Mundial en Europa occidental la hegemonía fue la socialdemócrata,
impregnada de la teoría económica keynesiana. Toda hegemonía implica una
alianza, un pacto social de clases, donde una de ellas detenta la supremacía
hasta tal punto que consigue convertir su proyecto de clase en un proyecto, que
es percibido ya no como de clase, sino como el común y extensible a todas ellas
y a toda la sociedad. Este proceso de construcción de la hegemonía, implica una
operación cultural compleja, mas tiene una base consensuada y presupone un
pacto social.
El neoliberalismo dinamitó el pacto social
posterior a la II Guerra Mundial, realizado entre la democracia cristiana y la
socialdemocracia, que estuvo vigente hasta los años setenta del siglo XX. Si
hoy se ha convertido en hegemónico el neoliberalismo, son tan responsables los
que lo han preconizado, como los que lo han consentido y asumido. En definitiva,
se ha producido un pacto social. Mientras se expandía el neoliberalismo, ¿no
gobernaban los González Mitterrand, Blair, Schröder, ZP-? Y sin embargo,
los socialdemócratas aducen que los neoliberales son siempre los otros, los
gobiernos conservadores, los grandes grupos financieros, mediáticos o
políticos; pero no ellos.
Thatcher será un demonio, pero su
pensamiento late en muchos corazones de una socialdemocracia que dejó de creer
y de defender a las clases populares, y se formó en varias décadas en el pensamiento
neoliberal hasta hacerse totalmente inservible como alternativa. Por ello, ya
no sabe cómo emprender un nuevo camino al margen de todo aquello que ha
asumido. Lo que empezó como una lucha de clases, iniciada e impulsada por las
clases altas, transformándose en un nuevo pacto de clases, se convirtió
finalmente en una nueva hegemonía, la neoliberal, que no solo afecta a
los partidos de la derecha
Por ello, en las últimas décadas, el debate
público se ha desinteresado del aumento de la concentración, según el
pensamiento económico dominante, para el que lo importante es el crecimiento
económico. Robert Lucas, profesor de la Universidad de Chicago y Premio
Nobel de Economía 1995, es un buen ejemplo: “Entre las tendencias dañinas para
una economía bien fundada, la más seductora y la más venenosa, es la de poner
el foco en la distribución”, escribió en 2003. Winters sostiene, sin embargo,
que al olvidarse de la concentración, lo que se ha hecho es ignorar el poder
político que esta genera. Advierte que a medida que la concentración crece, ese
poder se hace más indomable, y que la voracidad del 1% más rico es consecuencia
de la aparición de un poderoso actor: la industria de la defensa de la riqueza.
Es “un ejército de profesionales muy preparados y bien remunerados, que piensan
no solo en cómo hacer más ricos a sus empleadores, sino en cómo imponer
políticamente las ideas que los benefician”.
Esa industria de defensa de la riqueza surgió
en Europa y América como consecuencia de las alzas tributarías con que los
países buscaron financiar los gastos de las dos guerras mundiales y el Estado
de bienestar. Desde entones su misión es asesorar a los más ricos para
neutralizar la amenaza redistributiva del Estado, por dos vías: desde centros
de pensamiento y una extensa red de instituciones conservadoras que imponen: la
redistribución es económicamente dañina y éticamente injusta»; y desde bufetes
tributarios en los que abogados y economistas diseñan complejas redes legales
para que los más ricos oculten sus ingresos y bienes a los Estados. Un ejemplo.
El economista de la Universidad de Harvard
Gregory Mankiw, escribió en un artículo en 2013, En defensa del uno por
ciento: “el grupo más rico ha hecho una contribución significativa a la
economía y por ello se ha llevado una parte importante de las ganancias”. En
las últimas décadas, las ganancias que se llevan, se habrían incrementado
gracias a la revolución tecnológica que habría permitido que «un pequeño grupo
de altamente educados y excepcionalmente talentosos individuos» obtengan
«ingresos imposibles una generación atrás». Mankiw escribe pensando en Steve
Jobs y en los millonarios que han cambiado el mundo desde Silicon Valley.
Los inéditos niveles de desigualdad actuales
evidencian que la industria de defensa de la riqueza ha funcionado muy bien.
Por ello, a la sociedad no le resulta estridente que existan desigualdades
flagrantes. Asumimos que los exitosos se lo merecen. Y, junto a ello, la
filosofía política ha sido incapaz de crear una teoría sobre la desigualdad admisible.
Las «teorías de la justicia» de Rawls, Dworkin o Amartya Sen establecen el
mínimo de bienes merecido por todos los ciudadanos. Pero nada de los límites de
la desigualdad. Parece que, si la sociedad garantiza las mismas posibilidades a
todos, algunos pueden enriquecerse sin límite. Una falta de idea alarmante.
Sobre todo, porque el enriquecimiento escandaloso funciona desde ya, mientras
que la igualación de los ciudadanos se demora. Necesitamos con urgencia una
teoría política sobre las desigualdades admisibles. Sobre todo, porque la
explosión de desigualdad está poniendo en crisis a nuestras democracias.
La irresponsabilidad, insolidaridad y ceguera
a los de arriba les impide ver que bajo sus pies se está forjando una bomba de
relojería, presta a explotar. Antonio Ariño y Juan Romero publicaron
un libro de 2016 de título muy explícito La secesión de los ricos.
La condición de ciudadano requiere un compromiso con el bien común, palabra hoy
anacrónica. La secesión de los ricos es romper con ese compromiso. La
manifestación más clara es el cambio de domicilio por razones fiscales.
Abandono por puro egoísmo de responsabilidades por con tu propio país.
Son tiempos de secesiones. Ante la incomodidad nos vamos.
Lo acabamos de constatar en nuestro país
con Rafael del Pino, presidente de Ferrovial. Los ricos han abierto la brecha,
por la que pueden seguir otros. Ya en 1996, Christopher Lasch en La
rebelión de las elites y la traición a la democracia advirtió de la
formación de una elite que tiende a separarse y a formar un mundo aparte: en
hábitos, convicciones, recursos, aspiraciones y lealtades; una elite ávida,
insegura, cosmopolita, extrañamente irresponsable.
No obstante, algún miembro de esas elites con
una dosis de sensatez percibe que esta extrema desigualdad es insostenible. Se
trata del multimillonario norteamericano Nick Hanauer que expone unas
ideas muy interesantes en su artículo The Pitchforks Are Coming… For Us
Plutocrats….Las Horcas están viniendo ... Para nosotros Plutócratas
Hanauer fue uno de los inversores en Amazon.
Luego fundó Gear.com y aQuantive, que vendió a Microsoft en 2007 por 6.400
millones de dólares. Ahora se dedica al capital riesgo. No es la primera vez
que ataca a los de su clase, pidiendo desde el inicio de la crisis más impuestos
para los ricos. Igual que los ricos españoles. Ahora aboga elevar el salario
mínimo para corregir la desigualdad porque, a la larga, también beneficiará a
los ricos.
Recuerda que la desigualdad está agudizándose
con gran rapidez: "El problema no es que haya desigualdad. Algo de
desigualdad es intrínseco a cualquier economía capitalista funcional. El
problema es que está en niveles históricamente altos y que esto está empeorando
cada día. Nuestro país se está convirtiendo cada vez más rápido en una sociedad
feudal más que en una sociedad capitalista".
Avisa que si la situación no cambia rápido se
volverá a la Francia en el siglo XVIII, la anterior a la Revolución. Advierte a
sus colegas: “despertad, esto no va a durar”. Por ello, pide
medidas para acabar con la enorme desigualdad porque si no se actúa: "Las
horcas (en referencia a la herramienta de labranza) vendrán a por nosotros.
Ninguna sociedad puede aguantar esto”. En una sociedad altamente
desigual, solo puede darse o un estado policial o una revolución.
No hay otros ejemplos. No es si va a pasar,
es cuándo. Un día alguien se prende fuego en la calle, y entonces miles de
personas salen a la calle y antes de que te des cuenta el país está ardiendo. Y
no hay tiempo para ir al aeropuerto a coger el jet y volar a Nueva Zelanda. La
revolución será terrible, pero sobre todo para nosotros. Asegura que lo irónico
de la creciente desigualdad es que es innecesaria y autodestructiva.
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