LO QUE CALLA MILEI, “EL LIBERAL”
Milei quiere dolarizar la Argentina, se desgañita gritando a los cuatro vientos que una política liberal en todos los aspectos humanos llevaría el progreso a la Argentina, incluyendo que usted “libremente” venda el órgano que no “necesita” y que por supuesto el santo mercado le pondrá un precio “justo” a su transacción.El Liberal de Milei, quiere abrir las
fronteras “económicas” del país, la industria nacional se vería beneficiada con
esa apertura dice, pues en una “sana competencia” con sus pares del extranjero,
quedaran en el camino las menos beneficiosas y las otras adquirirán la gimnasia
de competir en un “libre mercado” y se superaran a si misma, todo para
finalmente complacer al consumidor argentino que encontrara productos y
servicios de mejor calidad.
Sin embargo Milei esconde un pedazo de la
historia que bien relata Ha-Joon Chang en su libro “23 cosas que no te cuentan sobre el Capitalismo” y que echa por
tierra toda la parafernalia que vende El
Leon Liberal. En un hecho tan simple como describiendo quienes eran
realmente las figuras que aparecen en los billetes verdes que tanto apasionan a
Milei y también a una buena parte de los argentinos, siendo completamente
sinceros, el autor describe lo que Milei calla.
Hay un pasaje
esclarecedor en ese libro que se titula “Los Presidentes Muertos no hablan” y que dejo a continuación:
Algunos
estadounidenses llaman a sus billetes «presidentes muertos», lo cual no es del
todo exacto; no porque no estén todos muertos, sino porque no todos los
políticos cuyo retrato adorna los billetes fueron presidentes de Estados
Unidos.
Benjamin
Franklin, que aparece en el papel moneda más famoso de la historia humana, el
de cien dólares, nunca fue presidente, aunque podría haberlo sido; era el de
mayor edad de entre los Padres Fundadores, y bien puede decirse que el político
más venerado del país que acababa de nacer. Aunque la avanzada edad de
Franklin, y la talla política de George Washington, impidieran que el primero
se presentase como candidato a la primera presidencia del país en 1789, nadie
más podría haberle disputado el cargo a Washington.
La
verdadera sorpresa que depara el panteón de presidentes del billete verde es
Alexander Hamilton, retratado en el de diez. Hamilton coincide con Franklin en
no haber presidido jamás el país; la diferencia con Franklin, cuya biografía ya
es una leyenda nacional, es que… pues que no era Franklin, sino un mero
secretario del Tesoro, aunque eso sí, el primero. ¿Qué hace entre los
presidentes?
La
presencia de Hamilton se debe a que fue el arquitecto del moderno sistema
económico de Estados Unidos, aunque la mayoría de los norteamericanos no lo
sepan. Dos años después de que en 1789 le nombrasen secretario del Tesoro a la
edad escandalosamente joven de treinta y tres años, presentó al Congreso
el Informe sobre el tema de las
manufacturas, en el que perfila la estrategia de desarrollo económico
del joven país. En este texto, Hamilton sostiene que «las industrias
nacientes», como las estadounidenses, deben ser protegidas y cuidadas por el
gobierno hasta poder valerse por sí solas. El informe de Hamilton no habla solo
de proteccionismo; también defiende la inversión pública en infraestructuras
(como los canales), el desarrollo del sistema bancario y el fomento de un
mercado de deuda pública, pero el proteccionismo era crucial dentro de su
estrategia. Teniendo en cuenta sus ideas, si hoy en día fuera ministro de
Economía de un país en vías de desarrollo habría recibido fuertes críticas del
Departamento del Tesoro de Estados Unidos, por hereje. Hasta es posible que el
FMI y el Banco Mundial hubiesen negado un préstamo a su país.
Lo
interesante, sin embargo, es que Hamilton no era un caso único. Todos los otros
«presidentes muertos» habrían incurrido en los mismos reproches del Tesoro, del
FMI, del Banco Mundial y de otros defensores actuales de la fe en el libre
mercado.
El
billete de un dólar lleva la efigie del primer presidente, George Washington,
que en su ceremonia de investidura insistió en llevar ropa norteamericana
(tejida especialmente para la ocasión en Connecticut), no británica, que era de
mayor calidad. Hoy en día infringiría la norma de transparencia en las
adquisiciones del gobierno que propugna la OMC. No olvidemos, por otro lado,
que fue Washington quien nombró secretario del Tesoro a Hamilton, con pleno
conocimiento de sus ideas sobre política económica, puesto que Hamilton fue
ayuda de campo de Washington durante la guerra de Independencia y su más
estrecho aliado político tras ella.
En el
billete de cinco dólares tenemos a Abraham Lincoln, proteccionista de sobra
conocido, que durante la guerra de Secesión elevó los aranceles a sus máximos
históricos. En el de cincuenta figura Ulysses Grant, el héroe de la guerra
de Secesión convertido en presidente, que en cierta ocasión, desafiando la
presión británica para que Estados Unidos adoptase el libre comercio, comentó
que «dentro de doscientos años, cuando América haya sacado de la protección
cuanto puede ofrecer, también adoptará el libre comercio».
Pese a
no compartir la doctrina de Hamilton sobre la industria naciente, Benjamin
Franklin tenía otra razón para insistir en la adopción de aranceles elevados:
por aquel entonces, la existencia de tierras casi libres en Estados Unidos
hacía que los fabricantes norteamericanos tuvieran que ofrecer sueldos unas
cuatro veces más altos que la media europea, puesto que, de lo contrario, los
trabajadores se habrían ido a crear su propia granja (y no era una amenaza
fútil, porque muchos ya venían de ser granjeros) (véase el capítulo 10). Por lo
tanto, aducía Franklin, los fabricantes estadounidenses solo podrían sobrevivir
si se les protegía de la competencia de unos salarios tan bajos como los europeos
(lo que hoy en día recibe el nombre de «dumping social»).
Es una lógica idéntica a la que usó Ross Perot, el multimillonario que entró en
la política, para oponerse al Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLC o TLCAN) durante la campaña electoral de las presidenciales de 1992, y que
el 18,9 por ciento de los votantes no tuvieron reparos en suscribir.
Bueno,
dirás, pero seguro que Thomas Jefferson (el del billete, tan poco visto, de dos
dólares) y Andrew Jackson (el de veinte), santos patronos del capitalismo
estadounidense de libre mercado, pasarían el «test del Tesoro».
Aunque Thomas Jefferson estaba en contra del
proteccionismo de Hamilton, también se oponía con firmeza a las patentes, de
cuyo sistema era partidario el segundo. Según Jefferson, las ideas eran «como
el aire», y en consecuencia no podían ser propiedad de nadie. Teniendo en
cuenta el énfasis que ponen la mayoría de los economistas actuales que abogan
por el libre mercado en la protección de las patentes y otros derechos de
propiedad intelectuales, las ideas de Jefferson les habrían sentado como un
tiro.
Pero ¿y Andrew Jackson, protector del «hombre
de a pie» y conservador fiscal? (Pagó por primera vez en la historia todas las
deudas del gobierno federal de Estados Unidos). Por desgracia para sus
admiradores, ni siquiera él superaría el test. Con Jackson, los aranceles
industriales medios se movían en torno al 35-40 por ciento. También
destacó por su aversión a lo extranjero. En 1836, al cancelar la licencia al
(segundo) Bank of the USA (semipúblico, con el 20 por ciento en manos del
gobierno central), una de sus principales excusas fue que estaba en manos de
demasiados inversores extranjeros (sobre todo británicos). ¿Cuánto era
demasiado? Solo el 30 por ciento. Hoy en día, si el presidente de un país en
vías de desarrollo cancelase la licencia a un banco por tener un 30 por ciento
en manos norteamericanas, al Tesoro de Estados Unidos le daría un síncope.
Total, que decenas de millones de
estadounidenses se pasan el día pagando el taxi y comprando bocadillos con un
Hamilton o un Lincoln y recibiendo el cambio en Washingtons sin darse cuenta de
que tan venerados políticos son unos proteccionistas espantosos, objeto predilecto
de las iras de la mayoría de los informativos del país, tanto conservadores
como liberales. En las páginas del Wall Street Journal, banqueros
neoyorquinos y profesores universitarios de Chicago siembran sus artículos de
reproches y críticas a las payasadas antiextranjeras del presidente de
Venezuela, Hugo Chávez, sin darse cuenta de que mucho más antiextranjero que
Chávez era el propio Andrew Jackson, con el que se compra este periódico en los
quioscos.
Los presidentes muertos no hablan, pero si pudieran,
dirían a los norteamericanos y al resto del mundo que las políticas que
promueven hoy en día sus sucesores están en las antípodas de lo que hicieron
ellos para convertir una economía agrícola de segunda, dependiente del trabajo
de los esclavos, en la mayor potencia industrial del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario