100
años de Bukowski: 4 claves para leer al último maldito de la literatura
norteamericana
(Por Luciano Sáliche, en INFOBAE)
Pequeño, desnudo, vulnerable,
angelical. Heinrich Karl Bukowski llegó al mundo el 16 de agosto de
1920 en forma de bebé. Era un día de calor en Andernach, Alemania, frente al
Río Rin. Sus padres, recién casados, se habían conocido hacía poco más de un
año. Heinrich Bukowski Padre era hijo de alemanes que habían emigrado
a Estados Unidos. Volvió a la tierra de sus antepasados en la Primera Guerra
Mundial como Sargento del Ejército norteamericano. Pero una vez terminada la
guerra, se quedó. Conoció a Katharina Fett por un amigo en común y a
los pocos meses del romance ella quedó embarazada. Entonces apuraron los
trámites, contrajeron matrimonio y a los tres meses de haber pasado por el
altar, un día soleado de 1920, nació un bebé llorón y algo tierno, que luego se
convertiría en una leyenda.
La situación de posguerra en Alemania era
calamitosa. Había poco trabajo y una inflación galopante. En 1923 la familia
Bukowski, los tres, se subieron a un barco en la costa de Bremerhaven y
llegaron a Baltimore, Estados Unidos. Vivieron allí hasta 1930, luego se
mudaron a un suburbio de Los Ángeles, donde había vivido su abuelo paterno, un
alemán que en 1880 cruzó el océano y se fue a los Estados Unidos donde trabajó
como carpintero, conoció a una alemana, se casaron, tuvieron hijos, etc. Para
entonces, el pequeño Heinrich ya era Henry, como lo llamaban sus padres; en
cambio, sus compañeros le decían “Heini”, burlándose del inmigrante. Su padre
solía golpearlo y lo hacía con gran frecuencia. No había mucho dinero en su
casa. Así creció: retraído, introvertido, masticando bronca en el silencio de
la noche.
Cumplida la mayoría de edad se fue a Nueva
York. Trabajaba como obrero, mientras amasaba la idea de dedicarse a la
literatura. Su condición de inmigrante aún lo perseguía: al comenzar la Segunda
Guerra Mundial, el Estado sospechaba de los alemanes que vivían en Estados
Unidos que no se presentaron en el servicio militar. En 1944 estuvo preso 17
días en Filadelfia. Le hicieron una prueba psicológica que determinó que no
estaba capacitado para integrar las filas del ejército. Salió con la convicción
de que la literatura era la salvación. Con 24 años publicó algunos cuentos en
revistas independientes pero no logró cruzar el cerco hacia la masividad. Dejó
de intentarlo. Se dedicó a beber y fue, en sus propias palabras, “un borracho
de diez años”. Fue la época de la experiencia, luego llegaría la de narrar eso
que había vivido.
Volvió a Los Ángeles. Tomó trabajos
esporádicos, hacía lo que podía. Vivía en pensiones baratas. En los cincuenta
consigue, al fin, un trabajo estable: cartero. Estuvo tres años repartiendo
cartas hasta que llegó el primer susto: una úlcera hemorrágica casi mortal. Al
salir del hospital empezó a escribir poesía y jamás detendría esa pulsión.
Durante la década del cincuenta se casó, se separó, dejó de beber, volvió al
alcohol y publicó sus poemas en algunas revistas independientes. Era como
volver al punto cero, pero renovado. Hasta que en 1960 decidió encarrilarse, o
al menos lo intentó: volvió al correo, tuvo una hija y empezó a publicar sus
obras. A fines de la década la editorial Black Sparrow Press se enamoró de su
estilo y le dio el espacio que merecía. Llegaron los lectores. Ahí sí comenzó
la leyenda.
Incorrección politica
En 1967 Bukowski comenzó a escribir textos
para un diario independiente llamado Los Ángeles Open City. El
título de su columna era “Notas de un viejo sucio” y escribía cosas como esta: “Me
convertí en otro borracho pensando en el suicidio, sentado en pequeñas
habitaciones durante días con todas las persianas bajas, preguntándome qué
había allí y qué estaba mal, sin saber si culpar a mi padre, a mí o a ellos”.
Dos años después se convertiría en un libro. Por entonces sólo pensaba en
escribir. “El acto creativo se realiza en esa maldita máquina, justo
ahí. ¿Ves esta puta cosa? Es justo ahí donde se hace”, dice en una
entrevista que se reproduce en el documental Bukowski: nacer en esto.
Allí, en ese film de John Dullahan, muchos de sus amigos cuentan
historias: anécdotas que van desde la épica al asco.
Bukowski era, efectivamente, un viejo sucio,
algo muy a contramano de las costumbres de la época donde la moralidad pedía un
trabajo honesto, una familia funcional, una casa ordenada y una sonrisa
generosa. Él alumbraba otras zonas de la vida americana donde la miseria y la
desesperanza no se podían tapar. En una carta a John Martin, su
primer editor, escribió: “Lo que duele es la pérdida de humanidad en
aquellos que pelean por mantener trabajos que no quieren, pero que temen ante
una alternativa peor. La gente simplemente se vacía. Cuando era joven no creía
que existieran personas que dieran su vida por esas condiciones. Ahora que soy
viejo, sigo sin creerlo. ¿Por qué lo hacen? ¿Sexo? ¿La televisión? ¿Un
automóvil en pagos mensuales? ¿O los hijos? Hijos que sólo harán lo mismo que
ellos hacen”.
En ese sentido, no le interesaba el decálogo
de las buenas conductas. En el documental de Dullahan hay imágenes de sus
lecturas de poesía. Hay una donde se lo ve algo ebrio errándole en las palabras
que hay en sus hojas. Se disculpa frente a su auditorio, putea, se excusa en el
vino y dice: “Ustedes tienen mi alma, pero yo tengo su dinero”. Tal vez
sea El cartero, novela de 1971, su gran obra. Allí deposita toda su
experiencia como trabajador del correo. Comienza cuando el protagonista
—justamente, un cartero— conoce a una mujer al dejarle una carta. Una mujer
cuyo marido estaba de viaje y con la cual termina acostándose. “No podía dejar
de pensar: «Caramba, todo lo que hacen estos carteros es dejar unas cuantas
cartas en el buzón y echar polvos. Este es un trabajo para mí, oh sí sí sí»”.
Realismo
sucio
Las categorías las imponen los críticos
literarios o el mercado. A veces son lo mismo. En 1983, en la revista
inglesa Granta, Bill Buford utilizó el término
realismo sucio para definir el movimiento literario norteamericano que tanto
ruido estaba haciendo en el mundo: autores que “escriben sobre el
vientre de la vida contemporánea: un marido abandonado, una madre soltera, un
ladrón de coches, un carterista, un drogadicto, y lo hacen con un
distanciamiento inquietante, a veces rayano en la comedia. Comprensivas,
irónicas, a veces salvajes, pero insistentemente compasivas, estas historias
constituyen una nueva voz en la ficción”. Esos autores eran Raymond
Carver, Tobias Wolff, Richard Ford, entre otros. Bukowski, dirían muchos
después, es el “padrino” del movimiento.
Realismo por alumbrar las zonas oscuras de
una sociedad que nadie quiere alumbrar y sucio porque son realidades que no
gozan de la pulcritud que la moral de la época quisiera. Pero también da cuenta
del estilo narrativo casi minimalista con pocas frases, pocos adjetivos y poco
juicio sobre lo que se describe. Para narrar ese inframundo hay que conocerlo y
Bukowski sabía muy bien lo que era ingresar a un bar de mala muerte con unas
monedas en el bolsillo con el objetivo de aplacar la tristeza. Algunos los
catalogaron como “escritor maldito”, concepto que se lee en el libro de ensayos
de Paul Verlaine de 1888, Los poetas malditos. Ese
“malditismo”, que aparecía ya en Baudelaire, da cuenta del autor bohemio
que, pese a su genio, es rechazado por el mercado. Bukowski lo fue unos cuantos
años.
Culto
al exceso
¿Estaba loco Bukowski? No era el tipo de
locura que puede ser tipificada con facilidad, en todo caso tenía una mirada
más bien retorcida que se posaba sobre los márgenes. Decía cosas como
estas: “Algunas personas no enloquecen nunca. Qué vida tan horrible
deben tener”. A lo que se refería era a la vida protocolizada. Y la
forma que encontraba para romper esa experiencia estándar era forzando el
argumento en el exceso. Si el sexo es placentero, para sus personajes es el
único placer real. Si beber alcohol es divertido, sus personajes beben
cantidades industriales. Si el desprecio es la atmósfera cotidiana, sus
personajes odian con rabia. Es la suciedad en ese realismo minimalista: narrar
esas vidas que de tan cotidianas necesitan excederse, como si ya no soportaran
una existencial tan lineal.
¿Sigue resultando “efectiva” esa estrategia
narrativa? ¿Podemos seguir viendo en Bukowski a un escritor disruptivo? ¿Leer
obras como La máquina de follar o Factótum o Erecciones,
exhibiciones e historias generales de locura ordinaria o El
amor es un perro del infierno es una experiencia reveladora? Quizás a
algunos les parecerá viejo o anticuado ese personaje varón y machista, siempre
al borde del colapso emocional, que encuentra en el sexo turbio y en las drogas
un escape a la muerte. En algún punto lo es: Bukowski lo narró en la segunda
mitad del siglo XX. Con el tiempo todo se caricaturiza y las palabras pierden
el sentido real del tiempo y el espacio en que fueron dichas. “La
mayoría de la gente va del paritorio a la tumba sin que apenas les roce el
horror de la vida”, decía. Alguien debía narrar eso.
Nihilismo
sensible
En sus últimos años —Bukowski murió en 1994,
a los 74 años, por leucemia— logró un amplio reconocimiento, y mucho más tras
su muerte. Se tradujo a una docena de idiomas y su figura se volvió un
ícono de la transgresión en la literatura. Gran parte de todo ese
nihilismo que se produjo después de la Segunda Guerra Mundial se puede ver en
su obra: un desinterés absoluto en el progreso del mundo y un reflejo preciso
sobre la decadencia de una sociedad cada vez más fragmentada y confundida. Sus
personajes, incluso en esos pasajes más autobiográficos, no tienen rumbos
filosóficos y sociales más allá de la supervivencia y la confianza en uno
mismo. Como si todo alrededor se hubiera desvanecido y sólo quedara el hombre
frente a su propia insatisfacción, y la consigna última fuera: hay que
resistir.
Pero ese nihilismo arrollador no se cierra en
el egoísmo de la competencia ni en el sálvese quien pueda del individualismo
ruin. Bukowski tiene lo que pocos escritores atesoran: sensibilidad. En su
poesía se ve con mucha más claridad. “No es mi muerte lo que / me
preocupa, es mi esposa / sola con esta / pila de nada. / Quiero que sepa / que
todas las noches / durmiendo a su lado. / Incluso las discusiones / inútiles /
fueron cosas / espléndidas”, escribe en “Confesión”. La sensibilidad no es
simplemente decir “qué lindo día” sino encontrar las palabras justas para
expresar eso que te provoca el sol brillando en el cielo. Bukowski tenía eso.
No usaba grandes metáforas. Simplemente escribía. Su obra, que se encuentra en
cualquier librería, en cualquier computadora con acceso a internet, nunca
perderá esa sensibilidad.
¿Y cómo sobrevive a las extrañas aguas del
presente? Cuando la cultura de la cancelación busca suprimir las obras que no
pintan el mundo que quisiéramos habitar y, además, su autor tiene o tuvo una
vida muy alejada a la ética de las bondades, Bukowski es uno de los perdedores.
Sin embargo su obra, y particularmente el tono, persiste. No escribía sobre él
éxito, para eso están las publicidades, sino sobre ese vértigo que da la caída
libre al fracaso. “No seas como tantos escritores, / no seas como
tantos miles de / personas que se llaman a sí mismos escritores, / no seas soso
y aburrido y pretencioso, / no te consumas en tu amor propio”, escribía. A
Bukowski le interesaba eso que los raperos llaman “ser real”. Quizás sea lo
único que importe. O quizás no. Nadie tiene una respuesta definitiva.
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