EL OLVIDO
(Por Ricardo Forster,
publicado en Pagina12)
¿Cuánta memoria resiste una
sociedad? ¿Es posible hacer la crítica destemplada del ciclo político que acaba
de cerrarse dirigiendo la mirada cargada de prejuicio y resentimiento hacia el
pasado reciente pero al precio del inmediato olvido de ese otro pasado, algo
más lejano, del cual es hijo el proyecto actual? ¿Es acaso el olvido un recurso
para seguir viviendo que nos alivia de nuestras pesadillas? ¿Puede el discurso
político dominante sostenerse en la interrelación de lo contingente y lo
acontecido o necesita abandonar, por inactual, cualquier referencia a lo que ha
quedado a nuestras espaldas, en especial a aquellas que remiten a prácticas de
gobierno socialmente terribles como las que definieron la economía del país
hasta el 2003? Preguntas que no puedo dejar de hacerme en estos complejos y
difíciles días argentinos en los que una maquinaria mediática implacable, y en
alianza con una restauración neoliberal encabezada por Macri, busca convertir
los años kirchneristas en un tiempo de corrupción y de fabulación impostora, a
la vez que trabaja para desvanecer los recuerdos traumáticos que dejaron su
marca en el final de los 90 y en el estallido del 2001.
Se esfuman las imágenes de
aquella crisis de finales del siglo XX al mismo tiempo que el día a día se convierte
en el núcleo absoluto de vivencias y sensaciones que no pueden o no quieren
mirarse en el espejo de esa otra época en la que tantas cosas se corrompieron
en el interior de una vida social dañada. Quizás el peso de lo traumático, la
oscura ofensa que atraviesa el alma de muchos compatriotas, el deseo de no
mirar hacia atrás para no hundirse en la culpa de complicidades diversas,
refuerza la tendencia al “piadoso” olvido. Es comprensible y justificable que
quien ha sufrido un daño en su vida intente borrar ese recuerdo angustioso, es
cínico e hipócrita que quien ha sido responsable de ese daño se dedique a
borrar toda referencia que lo compromete. Es doloroso y preocupante que los
dañados se dejen convencer por quienes buscan sustraerse a su responsabilidad
política, ideológica y económica.
Olvidar, ese parece ser el
reflejo inmediato de una parte significativa de la sociedad. Olvidar, una vez
más, para desresponzabilizarse, para proyectar todos los males bien lejos en el
mismo instante en que, como en otros tramos de nuestra historia, buscamos
arrojarnos en las aguas purificadoras del virtuosismo republicano sin siquiera
percibir que terminaríamos por precipitarnos en la noche dictatorial o en el
vaciamiento de la vida democrática. Olvidar como una estrategia para despojar
al kirchnerismo de su papel inequívoco y decisivo a la hora de rescatar a un
país desmadrado y precipitado hacia una carrera autodestructiva impulsada por
quienes hoy se ofrecen como los salvadores de la patria. Olvidar para distanciarse
de sus propias opacidades, esa zona gris por la que circula la moral “real” de
aquellos que se desgarran las vestiduras ante el supuesto vaciamiento de la
República mientras ocultan la expoliación que realizaron y realizan del ahorro
de los argentinos regresando a prácticas económicas que sólo benefician a las
grandes corporaciones. Grageas para limpiar la memoria de todo aquello que
incomoda la buena conciencia de quienes nunca acabaron de abandonar esa
tradición prejuiciosa proveniente del antiguo cualunquismo que sus abuelos
trajeron de Europa y que hoy asume los rasgos de una sorprendente alquimia de
liberal conservadurismo y neoprogresismo reaccionario que va dibujando la
silueta de “la nueva derecha” que decide el presente y el futuro inmediato de los
argentinos.
Nada más engañoso que
dirigir los peores dardos críticos contra el kirchnerismo desde las tribunas de
opinión regenteadas desde siempre por los dueños del poder y de las riquezas.
Se ensañan con el “populismo” del gobierno saliente (convertido ahora, por
gracia de la infamia que lleva el nombre de “López” y la sobreexposición
espectacularizante de los medios, en la quintaesencia de “la” corrupción)
ocultando la responsabilidad de las corporaciones económicas representadas
impúdicamente por los principales funcionarios del macrismo en la expoliación
que se está llevando a cabo en el país. Su novedad es que ahora la
administración y gestión de la República ha quedado en las manos de sus
“verdaderos y genuinos” dueños. Los ceos de las grandes empresas
multinacionales han tomado por asalto los ministerios para cerrar el “infame
ciclo populista” que osó distribuir más equitativamente el ingreso al mismo
tiempo que se ampliaban derechos sociales y civiles como no se hacía desde hace
décadas. Un revanchismo de viejos reflejos comenzó a desplegarse en el interior
de una democracia cada día más condicionada.
¿Comparar… para qué? Extraña
paradoja la que lleva a una amplia franja de la clase media a incursionar, otra
vez, en el ejercicio de la repetición. Fue la que enloqueció de pánico –en ese
alucinante principio de siglo– ante la certeza de la caída en el abismo de la
indigencia económica cuando toda idea de futuro había sido devorada por un
presente que parecía prolongarse hasta la realización de lo infausto. Aquella
clase media que a partir de 2003 inició una sistemática recuperación y que,
ahora, cuando el tiempo ha hecho su trabajo de limpieza y olvido, critica
salvajemente a un gobierno que implementó el giro político-económico que le
permitió recuperarse de sus terrores y de sus indigencias materiales y
“morales”, para abrazar la estrategia de quienes volverán a someterla. Extrañas
vueltas de la vida que nos ofrece el panorama de una sociedad, o al menos de
una parte importante de ella, que se instala en el fervor de un virtuosismo de
nuevo rico que descubrió, no sin “inocencia”, que la República estaba en manos
de una banda de facinerosos dedicada a expoliar los últimos restos de una moral
pública definitivamente extraviada entre las risotadas demoníacas del populismo
que goza con sus bóvedas llenas de oro, mientras que no se sonroja con los
millones y millones que tienen el presidente y varios de sus funcionarios en
los paraísos fiscales. Ni tampoco, claro, con los negociados del dólar futuro,
las cuantiosas comisiones bancarias emanadas del arreglo con los fondos buitres
o la compra de gas a una subsidiaria de la Shell de Chile (país no productor)
por el doble del valor que el proveniente de Bolivia, empresa de la cual fue
gerente y es accionista el ministro de energía Aranguren. La doble moral sigue
dominando la conciencia de una parte de la sociedad al mismo tiempo que los
grandes medios se ocupan de blindar y proteger al macrismo.
No le importa, mientras
descubre fascinada y complacida, el horroroso espectáculo –astutamente
pergeñado desde las usinas mediáticas– de la corrupción “generalizada y a manos
llenas”, entregarse de cuerpo y alma a quienes se dedicaron y se dedican, con
especial fruición, a desvirgar, una y otra vez, su existencia real mientras le
dejaban la posibilidad de volver a sentirse virtuosa. Hoy, cuando la polvoreda
de la historia se entromete entre el pasado aciago y el presente, no le
preocupa dejar el recuerdo de lo acontecido al trabajo de oscuros eruditos
enclaustrados en penumbrosas academias que un día nos recordarán las ruindades
de una época felizmente superada, cuando ese recuerdo ya no tenga ninguna
significación ni ponga en peligro ningún poder. Empachada de olvido reparador
prefiere volver a escuchar las ofertas salvadoras de quienes, al final del
siglo pasado, la dejaron en la ruina o simplemente la arrojaron a la indigencia
material y moral. Elige, porque es libre de hacerlo y porque cree a rajatablas
en el mito de su autonomía, a los mismos que disfrutaron mientras hundían a la
Argentina en la penuria económica, social, política, cultural e institucional.
Regresa, presurosa, al lecho de un amante sádico siempre dispuesto para
recibirla con los brazos abiertos. ¿Cuánta repetición soporta un país?
¿Volveremos a ver una película que ya vimos pero con nuevos efectos especiales
adaptados a esta época?
¿Es la desmemoria la que
permite “el retorno de los dioses dormidos” utilizando libremente la famosa
sentencia de Max Weber y adaptándola a un síntoma instalado en nuestra sociedad?
¿Es la pérdida de toda referencialidad histórica la que habilita para que
regresen a la escena del presente los causantes de tanto daño sin que los que
lo sufrieron siquiera lo perciban? ¿Acaso la experiencia vivida no alcanza para
alertar respecto a esos retornos disfrazados de novedad? Algo oscuro y viscoso
se despliega entre los pliegues de una sociedad capaz de lanzarse, una vez más,
a la peor de las repeticiones, esa misma que terminará por ofrecerle de nuevo
la brutal experiencia de la bancarrota. El deseo de la repetición anida en una
subjetividad que sigue viendo la realidad a partir de los paradigmas culturales
hegemónicos desde los años 1980 y 1990 cuando se inició la época neoliberal y
que siguen marcando el ritmo del anarcocapitalismo financiero; como si lo
vivido en el pasado se hubiese convertido en una bruma que apenas si nos
devuelve figuras borrosas e indiscernibles mientras lo viejo-nuevo regresa para
reactualizar su dominio.
Una subjetividad que no ha
querido o no ha podido desprenderse de las impregnaciones de un sistema-mundo
capaz de imponer, a lo largo y ancho del planeta, su lógica y su gramática. Un
dispositivo cultural, afianzado en y por la maquinaria mediática y por la
industria del espectáculo, que ejerce un tremendo disciplinamiento social
fecundando el miedo en la certeza de un orden inexorable y eterno del que ya no
se podrá escapar pero enmascarándolo en el llamado al puro goce individualista
propio del ciudadano-consumidor al que suele apelar la nueva derecha. La economía
global de mercado se ha ofrecido, y lo sigue haciendo, como el único norte de
sociedades que ya no aspiran a otra cosa que no sea a permanecer, al costo que
fuera, en el interior de esas coordenadas que les prometen la felicidad al
precio de la más absoluta de las cegueras y, claro, de hipotecar el futuro.
Pero, tal vez, lo que se
está hipotecando sea una alquimia que une los tres tiempos verbales ya que,
como escribía Walter Benjamin, cuando vuelven a triunfar los dominadores de
siempre lo que queda atrapado en la amenaza de la repetición y del relato único
es la conjunción de pasado-presente-futuro. El pasado porque la memoria se
convierte en un botín de guerra de los vencedores que se apropian de todos los
bienes culturales fijando el sentido de un relato que sólo les conviene a
ellos; el presente porque ejercen su hegemonía apropiándose, una vez más, de
las riquezas socialmente producidas; el futuro porque queda borrado el sueño
justiciero que todas las generaciones guardan y que proyectan hacia adelante.
Lo que se impone, con la fuerza de una violencia material y simbólica, es un
modelo de sociedad en el que la textura monocorde de los vencedores de ayer y
de hoy se ofrece como la forma última de la vida nacional. Ese era el cambio
que prometía el macrismo y que con ingenuidad rayana en el suicidio votó una
parte de la sociedad.
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